Domingo de Ramos

Hoy, pongamos, es Domingo de Ramos. Ese día que significa para muchos españoles un revoltijo de recuerdos. A determinadas generaciones y en determinados lugares, un día como el de hoy les viene a la memoria algún estreno de zapatos y alguna fiesta de palmas y bendiciones. En muchos rincones de España, el Domingo de Ramos es una borriquilla a lomos de la cual Cristo entra en Jerusalén. Para otros es el día en el que se inaugura una semana de holganza o de vacación en el pueblo o en la playa. Para muchos es el anuncio de la Pasión, el tiempo -tal como escribí cuando lo pregoné en Sevilla- en el que, cerradas las puertas de la Cuaresma, el sol empieza a escribir lecciones de primavera en las azoteas. Asomado a esta cancela, la primavera se me antoja como una princesa caminando de puntillas. Es la llamada de la costumbre, esos momentos en los que el tiempo es descontable, sabe a incienso la palabra, hay capirotes en bandada sobre la penumbra de las calles, se oyen tambores a lo lejos, se quitan los dedos su pátina de ceniza y cruza las esquinas la sombra de una parihuela.

Me vuelven como un sueño inacabado las palabras dichas aquella mañana en el teatro de la Maestranza. Nunca fui más feliz. El nazareno -dije- volverá a su vértigo de soledad, a su encierro de tela, a su sueño de ojos entreabiertos. El nazareno es un llanto de lucero que expurga penas de cera y penitencias de asfalto, abriendo senderos hacia el llanto definitivo. Volvemos a ser niños asombrados ante la majestad de un Dios que ha bajado a vernos otra vez, al igual que en aquellos años de aroma de vida recién estrenada, mucho antes de ese día en el que de verdad parten los barcos de juguete.

Un nuevo Papa afronta el desafío de la Iglesia del siglo XXI, el 266 según consta en la cronología eclesiástica. Me atrevo a repetir aquellas palabras de aquel Domingo de Pasión. tal vez tu mano esté hastiada de encalar el firmamento, pero nosotros, Señor, somos el único error que nos podemos permitir y nuestra estatura crece en el desastre. Los que aquí estamos, hijos de alguna resaca de plegarias, conocemos bien nuestras cicatrices. Toda Primavera cuenta con sembrados que fracasan, la luna tiene pedregales y el aljibe presuroso de las aguas de Marzo acumula estiércol y gañanía. El hombre, aun así, merece un salario de esperanzas, y nuestras manos, vueltas sus palmas hacia el cielo, mustias como campanarios abandonados, se alzan suplicantes al aire de San Pedro.

Francisco I, jesuita como Martini, sabe que el silencio permite escuchar el crepitar del ruan, cómo arde la cera y cómo se acaricia el asfalto. La calle es una bóveda y la noche, una selva muda. Se escucha la memoria de cada uno, y cada sollozo es mundo inescrutable. Bergoglio estrena su papado cuando hombres y mujeres se visten de penitentes y nazarenos para renovar amores silentes y particulares, cuando bajo un cielo de zafiro revolotean bruscamente, como un tijeretazo sobre el agua, un puñado de aves de primavera. Hemos esperado un año lleno de pétalos y úlceras, pero a partir de hoy, para los cofrades de España, se encapota de palios el cielo de Marzo y brotan por las calles capirotes de dos en dos.

Un Papa que habla español -por primera vez no europeo- afronta un camino al Gólgota nada envidiable. La Semana Santa ha pasado de ser un objeto de culto íntimo a convertirse en otro de culto masivo. Al igual que ello, el diálogo del hombre con Dios parece, a veces y paradójicamente, un vergonzante diálogo clandestino. Los días que tenemos por delante son buena bancada de pruebas para engrasar los nuevos mecanismos de evangelización. El Papa recién elegido tiene un buen trabajo por delante. despejar dudas y miedos en aquellos que dan la espalda al sentido de los días que, a partir de hoy, nos alumbran.

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