Cuando tenía dos años, sus maestros les dijeron a sus padres que se fueran haciendo a la idea de que su hijo nunca aprendería a leer. Hoy  su inteligencia deja a los científicos sin habla. Las mejores universidades del mundo se lo han disputado. Esta es su historia. Por Louise Carpenter

Jacob, además de tener un coeficiente de inteligencia superior al de Einstein (189 en la escala Welcher para niños), se maneja con las matemáticas y las ciencias de forma prodigiosa desde niño. Hace tres años estaba obsesionado con una ecuación concreta.

Las cifras y operaciones llenaban la pizarra que le habían regalado sus padres e invadían incluso los cristales de las ventanas de su cuarto.

Abrumados por su obsesión -el niño había dejado de comer y hasta de dormir-, sus padres pidieron consejo a un reputado astrofísico. El especialista les dijo que su hijo no solo estaba explorando un terreno virgen hasta ahora en el mundo de la física (lo que ya era muy raro), sino que, en caso de que sus teorías se revelaran como ciertas, su logro sería digno del Nobel. Su madre, Kristine Barnett, profesora de Enfermería, no estaba segura de que lo mejor para su hijo fuera ir a la universidad tan pequeño. Pero todo el mundo le decía lo mismo: lo peor para él sería no ir.

Jacob tiene hoy 14 años y está sentado junto con sus padres en el sofá del salón. Su padre, Michael, es el encargado de una tienda de móviles. En un barrio obrero como el suyo, muy pocos van a la universidad, y menos aún a los 11 años. A Jacob le diagnosticaron el síndrome de Asperger cuando tenía dos años. Hoy, no da la impresión de ser autista; a veces se muestra un poco raro, eso es todo. El Asperger sigue ahí, pero no resulta evidente. «Estoy hablando con usted, ¿no? apunta el muchacho. Estoy estableciendo contacto visual».

Su capacidad para relacionarse con los demás es el fruto de horas -de años, más bien- de dura dedicación por parte de su madre. Ella siempre le insistió en que siguiera con sus aficiones, pero que no se olvidara de salir con los demás chavales del barrio. Con el tiempo, el pequeño fue acostumbrándose a ir al cine con otros chicos ‘normales’… por mucho que él no fuera precisamente muy ‘normal’.

A los 11 años, Jacob dejó de dormir por las noches para desarrollar sus propias teorías físicas. Los cristales estaban garabateados con fórmulas

A los tres años de edad, Jacob era capaz de memorizar la arquitectura de las ciudades y reconstruirla con palillos. A los cuatro no tenía problema en memorizar el mapa completo de los Estados Unidos y también podía interpretar una pieza de música clásica al piano tras haberla escuchado una sola vez… Y sin que nadie le hubiera enseñado a tocar.

Su madre se dio cuenta de que el talento de su hijo sobresalía sobre todo en Física y Matemáticas. A los ocho años, el pequeño empezó a asistir a cursos de Matemáticas, Astronomía y Física en la universidad de su ciudad. Poco después hizo un curso preuniversitario (Jacob había completado sus estudios de secundaria sin pisar el instituto más que para los exámenes, tras haberlos preparado en el hogar familiar). En el aula universitaria tenía que subirse a una silla para llegar a la pizarra y explicar esta o aquella teoría a los demás alumnos.

A los 11 años, Jacob dejó de dormir por las noches para desarrollar sus propias teorías físicas. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de números garabateados con rotulador. Había llegado el momento de que entrar en la universidad. «Entre unos y otros -recuerda Kristine-, me lo dejaron muy claro. Jake tenía que ir a la universidad. Nuestro hijo no iba a sentirse a gusto en la vida hasta que lo dejáramos ingresar de una vez».

El pasado verano, Jake ha sido contratado por la universidad en calidad de investigador. Ha pronunciado una prestigiosa conferencia TED en Nueva York, ha sido invitado a trabajar en un proyecto secreto del Gobierno y también ha recibido una invitación para estudiar en China. Hoy día está cursando un máster en física cuántica. Las mejores universidades del país se lo disputan. «No está nada mal, sobre todo para un niño del que decían a los dos años que nunca aprendería a leer», apostilla su madre.

Jacob tiene mucho éxito con las chicas, explica Kristine. Las chavalas se arremolinan a su paso y gritan su nombre. El propio Jacob comenta que estuvo saliendo con una chica del barrio, pero que lo dejaron, y que las chicas «con tanto oropel» no le dicen nada en absoluto. ¿Con tanto oropel? «Sí, ya me entiende: esas chicas que andan cubiertas de pendientes, collares y demás».

Cuando tan solo tenía 14 meses, Kristine reparó en que su pequeño parecía perdido en su propio mundo, un mundo al que ella no tenía acceso. Los médicos emitieron una sucesión de diagnósticos aterradores, con el vaticinio de que en el futuro iba a tener problemas muy graves.

La educación escolar al uso estaba descartada. Jacob empezó a pasar largos ratos con la mirada fija en su mantita de niño (Kristine hoy cree que estaba estudiando los patrones geométricos del tejido) o con los ojos puestos en una sombra en la pared, sin mover un músculo durante horas. No reaccionaba cuando veía un globo ni sonreía a su madre. Ella lo recuerda así. «Daba la impresión de que Jacob desaparecía un poco cada día. Yo estaba desesperada».

«Fue asombroso. Vi que salía del autismo, porque tomé la decisión de alimentar sus intereses instintivos»

Todo empezó a cambiar en 2002, cuando sus padres se dieron cuenta de que su hijo tenía fijación por un manual universitario de astronomía que había encontrado tirado en el suelo de una librería. Cuando Kristine lo llevó al planetario de la ciudad, se dio cuenta de que había asimilado todas y cada una de las explicaciones de ese libro. Los presentes se quedaron boquiabiertos. Jacob empezó a leer más y más y Kristine vio que su pequeño volvía a la vida. «Fue asombroso. Vi que salía del autismo, porque tomé la decisión de alimentar sus intereses instintivos». Las voces ‘profesionales’ le habían condenado a estudiar en una escuela especial para autistas, en la que hoy seguramente seguiría languideciendo. Sabiendo lo que ahora sabemos sobre Jacob, la idea pone los pelos de punta.

Cuando comenzó a hablar y a sonreír (el síndrome de Asperger no suele implicar la pérdida del habla, lo que en opinión de Kristine indica que Jacob era todavía más autista de lo que pensaban los expertos), su madre hizo que abandonara la terapia y la educación especial para autistas y asumió personalmente ambas labores, fiándolo todo a su instinto. «Casi nadie estaba de acuerdo conmigo, pero algo me decía que era lo que mi hijo necesitaba; yo lo tenía claro. A veces es verdad eso de que una madre sabe qué es lo mejor para ti», dice.

Jacob Barnett se ha pasado la vida entera sometido a pruebas, test y exámenes. Con resultados positivos siempre, brillantísimos en ocasiones. Razón por la que me animo a hacerle mi propia batería de preguntas.

  • «¿Quién es tu héroe?» , le pregunto. «Feynman» , responde, en referencia a un premio Nobel de Física ya fallecido.
  • «¿Tu videojuego preferido?». «No me interesan», asegura.
  • «¿Qué te hace feliz?» , le pregunto. «La física».
  • «¿Qué música oyes en el iPod?». «No tengo iPod» .
  • «¿Hay cosas que te angustien?». Silencio.  Entonces, Jacob se echa a reír. «Me preocupa el hecho de que en este momento tendría que estar estudiando Mecánica Cuántica», dice. Suelta una carcajada y añade.: «No, no, nada de eso… No creo tener ninguna preocupación especial».»¿Qué puedo decir?, -apunta de repente-. Estoy acostumbrado a responder preguntas muy diferentes, pero no de este tipo. No sé qué decir».
  • «¿Cómo explicarías tu concepción del mundo?». «¿Qué puedo decir… ? responde. Yo veo el mundo de una forma mucho más científica que los demás. Puedo ver todas las sombras que hay en esta habitación, con sus distintos matices, fijándome en esa de ahí y en esa otra…».

Kristine explica. «No sé en qué momento Jake se dio cuenta de que era un niño prodigio, pero con el tiempo llegó a comprender lo muy diferente que era. A veces estaba tumbado bajo un árbol y, de pronto, le oíamos soltar una risita y musitar: ‘4596’. Acababa de contar el número de hojas del árbol» .

Jake me lleva al cuarto de estudiar de su hijo -lo llaman ‘el laboratorio’-. Por las noches, Jake no se desviste ni se tumba. Trabaja sentado en un sillón y a veces, sencillamente, se queda adormilado. Aunque no por mucho tiempo. Si se encuentra excepcionalmente fatigado, es posible que eche una siesta corta.

El laboratorio es un pequeño despacho pintado en azul, con estantes llenos de libros: los tomos de Feynman sobre física cuántica, las obras de Stephen Hawking, manuales de mecánica estadística avanzada, química y física del láser. En las paredes hay unas pizarras de casi dos metros cubiertas por largas ecuaciones serpenteantes. «¿Estás trabajando en todo esto?», pregunto. «¿En esto? No, no, nada de eso. Hice estas ecuaciones para ayudar a mis hermanos pequeños».

«No iba a perder el tiempo luchando contra el sistema. pero estaba decidida a luchar por Jake y su potencial, fuera este el que fuese», dice su madre

Jake quiere ser profesor de Física o investigador. Su madre apunta: «Lo que nosotros queremos es que sea feliz y tenga sus amigos». Para ella, los amigos, la familia y las relaciones sociales son lo más importante. Hoy, a pesar de tener solo 14 años, las mejores universidades estadounidenses se lo disputan y también le han llegado ofertas de Oxford, del CERN en Suiza, del MIT…  «En su momento etiquetaron a mi chaval de una forma determinada, y no me gustaría que ahora lo etiqueten como un niño prodigio. Hay gente que no se lo toma en serio. Otros le piden que recite cosas y lo tratan como un fenómeno de circo».

La madre está preocupada. su hijo ha aparecido en la televisión, en la revista Time, en un sinfín de periódicos. La atención de los medios ha hecho que Kristine haya decidido escribir un libro con su experiencia. Y también está previsto el rodaje de una película sobre él.

«¿Cuándo piensa dejar que Jake vuele por su cuenta?», le pregunto. Al fin y al cabo, los niños prodigio no siguen siendo niños eternamente. «No hay pruebas fehacientes de que los niños prodigio se ‘quemen’ antes de tiempo -responde-. Eso solo sucede con los niños que tienen padres obsesionados porque alcancen el éxito a toda costa. Yo envidio a esas madres que tienen claro lo que sus hijos van a hacer, aunque solo sea asistir al baile anual del instituto; yo no tengo ni idea de lo que vamos a hacer o dónde vamos a estar viviendo en el futuro próximo. A Jake lo han invitado a ir a China, a desarrollar armas nucleares en un laboratorio secreto, a vivir en una residencia universitaria en la costa este… ¡pero no tiene más que 14 años! Todo el mundo piensa en lo que sería mejor para la ciencia, pero yo tengo que pensar en lo que es mejor para Jake. Aún es un niño». Más tarde, en un momento de debilidad, Kristine vuelve a expresar su inquietud y se pone a llorar. «¡Es mi niño, mi niño… !», gime, enjugándose las lágrimas. «Siempre me he visto obligada a pensar tanto en sus necesidades educativas como en sus necesidades sociales…» .

Kristine es, en muchos aspectos, una madre prototípica de los Estados Unidos. Pero resulta que sus otros dos hijos, Wes -de 12 años- y Ethan -de 9-, también tienen unos coeficientes de inteligencia elevadísimos. Ambos han cursado los estudios de secundaria en casa y en este momento siguen cursos científicos de nivel universitario.

«El ‘genio’ no es tan raro como creemos. si consigues alimentar esa chispa que todo niño lleva dentro, los resultados son increíbles»

El padre reconoce que tanto él como su mujer han sido analizados y han descubierto que cuentan con coeficientes de inteligencia muy altos, pero que él no está dispuesto a dejar su empleo en la tienda de telefonía para ponerse a estudiar otra vez, y tampoco Kristine quiere dejar las clases de Enfermería ni sus labores en el centro que atiende gratis a niños autistas o con otros problemas, creado a raíz de lo sucedido con su propio hijo. En el libro, Kristine escribe: «La historia de Jake es importante para todos los niños. Aunque mi hijo tiene unas dotes únicas, su historia demuestra que es posible dar con aquello que resulta extraordinario en nosotros y hasta apunta a la posibilidad de que el ‘genio’ no sea tan raro como creemos. Si consigues alimentar la chispa que todo niño lleva dentro concluye, los resultados siempre van a ser mucho mejores de lo esperado».

En su momento, los padres de Jake se sintieron aterrados por la perspectiva de desatender los consejos de los profesionales, pero «el instinto me decía que, si Jake seguía asistiendo a la escuela de educación especial, todo iría a peor. Decidí fiarme del instinto y abrazar la esperanza en lugar de renunciar a ella -explica Kristine-. No iba a perder tiempo ni energía tratando de convencer a los médicos y psicólogos de su escuela de la necesidad de cambiar sus métodos de trabajo. Mi propósito no era combatir el sistema ni imponer mis criterios. En lugar de contratar abogados y expertos para hacer que Jake consiguiera los servicios que necesitaba, lo que haría sería darlo todo por él y hacer cuanto considerase necesario para ayudarlo a alcanzar su potencial al completo… Fuera cual fuese dicho potencial. El resultado fue que tomé la decisión más importante de mi vida. Una decisión que conducía al enfrentamiento con los expertos y hasta con mi propio marido. ¡Ese día decidí alimentar aquella afición que tanto apasionaba a Jake. Quizá estaba tratando de aprender a leer con esas tarjetas alfabéticas que tanto le gustaban; era posible que no. En cualquier caso, en lugar de quitárselas de las manos, lo que iba a hacer era asegurarme de que tuviera tantas tarjetas como quisiera».

El día que la profesora me dijo que mi hijo nunca podría aprender a leer

(Extracto del libro ‘The Spark’ (‘la chispa’), cuando la madre de Jake planta cara a las autoridades)

Noviembre de 2001. Jake tiene tres años

-Señora Barnett, me gustaría hablar con usted sobre esas tarjetas alfabéticas que le da a su hijo y con las que Jacob se presenta en la escuela…

-Jake y yo estamos sentados en la sala con su profesora de educación especial. A Jake le gustaban aquellas tarjetas de vivos colores más que ninguna otra cosa en el mundo, del mismo modo que un peluche o una mantita lo son todo para otros niños pequeños. Las tarjetas las vendían en el mostrador del supermercado donde solía hacer la compra. Los demás niños siempre aprovechaban para meter chocolatinas o cajas de cereales en las cestas de sus madres, pero lo único que Jake metía en mi bolsa eran aquellos sobres con las tarjetas alfabéticas.

-Verá, no es que yo le dé las tarjetas para que las lleve a la escuela. Lo que pasa es que Jake las coge cuando sale por la puerta. No sabe lo que me cuesta quitárselas ¡Hasta se las lleva a la cama!La profesora de Jake se revolvió incómoda en el asiento.

-Quizá sea bueno que no se haga muchas ilusiones en lo referente a Jacob, señora Barnett. En la escuela, sencillamente tratamos de formarlo para que pueda valerse por sí mismo el día de mañana, para que aprenda a vestirse solo, por poner un ejemplo.

-Su voz era amable, pero la mujer estaba determinada a hablarme con claridad.

-Sí, sí, claro En casa también hacemos lo posible por que aprenda a valerse por sí mismo.

-Creo que no me he explicado bien, señora Barnett. Lo que quiero decirle es que seguramente será mejor que no se esfuerce en que Jacob aprenda el alfabeto.

-En ese momento comprendí todo cuanto la profesora de mi hijo estaba tratando de decirme. Su intención era hacerme saber claramente lo limitados que eran los objetivos de un programa de educación especial. No me estaba diciendo que aquellas tarjetas fueran prematuras para un niño de su edad. Lo que me estaba diciendo era que no nos molestáramos en enseñarle el alfabeto a Jake, porque no le creían capaz de aprender a leer. Fue devastador. A Jake le habían diagnosticado autismo, y yo finalmente empezaba a entender que no había la menor posibilidad de que mi hijo tuviera una educación normal.Me había pasado casi un año asomándome al incierto abismo del autismo. Había visto impotente cómo Jake había perdido capacidades tan normales como la de leer o hablar. Pero no iba a permitir que alguien descartara de un plumazo el potencial que mi hijo tenía a la tierna edad de tres años, fuera o no autista. Curiosamente había perdido la esperanza de que Jake un día aprendiera a leer, pero no estaba dispuesta a aceptar que otros establecieran un límite de lo que podíamos esperar de nuestro hijo. Esa mañana, me sentí como si la profesora de Jake hubiera cerrado su futuro de un portazo.

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