Los pocos que logran huir de Corea del Norte guardan silencio sobre lo que ocurre en su país. Lo hacen para proteger la vida de los familiares que quedan allí. El hombre de este reportaje, el poeta Jang Jin-sung, ha decidido cambiar las cosas. Este es su testimonio del horror. [Este artículo fue publicado el 18 mayo de 2014] Por Giles Whittell

Un camión se detiene en un solitario tramo de la carretera que une la ciudad china de Yanji con la frontera norcoreana. Un preso fuertemente custodiado desciende del vehículo: le han autorizado a hacer sus necesidades en un saliente rocoso, junto a un barranco. Nunca se sabrá qué dijo en ese momento, si es que dijo alguna cosa. Lo que se sabe es que, en lugar de orinar, el preso se tiró por el barranco. La escena tuvo lugar hace diez años. El detenido era Hwang Young-min, un joven y brillante músico de Corea del Norte que había actuado en la corte de Kim Jong-il, el dictador más temido del mundo. Dos semanas antes de precipitarse al vacío había huido de su país, corriendo por encima de la helada superficie del río Tumen en dirección a China, junto con su mejor amigo, un poeta llamado Jang Jin-sung.

«Todos los que huimos llevamos algo para suicidarnos: veneno, un cuchillo… Está claro: si van a atraparte, te matas»

Pero las cosas no salieron bien. Hwang fue detenido por la Policía secreta china y puesto en manos del servicio de inteligencia de Corea del Norte. Y acabó en el fondo de un barranco. Yo hubiera hecho lo mismo dice Jang hoy, sin un atisbo de expresión en el rostro. Todo el que huye de Corea del Norte lleva consigo algo para suicidarse: un cuchillo o un frasco con matarratas. «Todos lo tenemos clarísimo: si van a atraparte, te matas».

Unos 2000 norcoreanos intentan huir del país cada año. No todos los que son detenidos se suicidan. Algunos acaban en un campo de concentración. Los fugitivos de importancia, en cambio, son fusilados, y sus familias acaban entre rejas o ejecutadas. En estas circunstancias, el suicidio puede parecer una opción. Han pasado diez años, y Jang es libre para viajar, escribir y contarle al mundo cómo es el infierno que dejó a sus espaldasun país que es un macrocosmos del gulag, que mata de hambre y tortura a sus gentes al tiempo que sus dirigentes se arman con bombas atómicas. Un reciente informe de la ONU comparaba sus campos de concentración con los de los nazis.

En Seúl, cuatro guardaespaldas lo protegen en todo momento

Jang tiene la suerte de haberse librado de todo esto. No obstante, la suya es una libertad peculiar. Cuando viaja, solo lo acompaña su intérprete. Confía en que el servicio de inteligencia norcoreano no realice una ejecución sumaria en las calles de Europa. Las cosas son distintas en Seúl, donde reside. En la ciudad impera la Guerra Fría. Para Jang, eso se traduce en cuatro guardaespaldas pagados por el Gobierno surcoreano que lo acompañan día y noche. Y es que Jang no es un fugitivo normal. Cuando solo tenía 33 años, ya era conocido por la inteligencia surcoreana como el poeta preferido de Kim Jong-il.

Jang atrajo la atención de Kim gracias a una grotesca elegía centrada en la luz del sol y en las lágrimas. Grotesca, sí, pero muy adecuada para sobrevivir en el régimen. Fue llamado a comparecer dos veces ante el general, quien lo recompensó por su obra lírica. La primera vez con un Rolex.

Cuando tuvieron noticia de que Jang se había fugado, todos los servicios asiáticos de inteligencia emprendieron una carrera contrarreloj para ser los primeros en dar con él. Jang decidió huir del régimen de Pyongyang por un despiste. Su empleo le facilitaba el raro privilegio de acceder a libros de Corea del Sur. Un buen día le prestó uno de esos volúmenes a su amigo Hwang Young-min, con quien posteriormente decidió escapar. La causa. Hwang perdió el libro y ambos sabían que eso se pagaba con la ejecución. La única salida para ellos era fugarse del país.

Una mañana de enero de 2004, Jang salió de casa de sus padres como si se dirigiera al trabajo. No podía despedirse, y menos revelarles su plan. «Me destrozaba pensar en la infinita tristeza en que se sumirían mis padres al enterarse de la súbita desaparición de su único hijo», escribe en Dear leader (‘Querido líder’), su autobiografía. Y, sin embargo, «era mucho mejor que siguieran ignorándolo todo, para que pudieran enfrentarse a la Policía como absolutos inocentes. No, no iba a decirles adiós». Jang no ha vuelto a verlos desde entonces.

Durante 35 días huyó de sus perseguidores

Estuvo a punto de morir de frío varias veces. Cuando finalmente llegó a China, lo fio todo a una llamada telefónica a un periódico surcoreano con corresponsalía en Pekín. El corresponsal del diario lo puso en contacto con el servicio surcoreano de inteligencia. Pero Jang ni siquiera entonces podía estar seguro de no haber caído en una trampa de los norcoreanos. Aún hoy se niega a revelar con detalle su paso de Pekín a Seúl. Le pregunto por qué no. «Porque pondría en peligro a quienes hoy tratan de salir del país».

Jang huyó porque había perdido un libro cedido por el Gobierno. Sabía que eso se pagaba con la ejecución

El proceso para que un fugitivo de Corea del Norte pueda asentarse en la vecina del sur siempre es complicado. El trato nunca es muy amistoso, hasta que los surcoreanos deciden claramente de qué bando es realmente el recién llegado.

En el caso de Jang, el interrogatorio duró seis meses. Sus revelaciones sobre la composición del círculo íntimo de Kim y la estructura de poder del régimen los dejó atónitos. Sobre todo, cuando explicó que el verdadero centro de poder tras la dinastía Kim no es el ejército, como mantienen la mayoría de los especialistas, sino un ignoto organismo tentacular llamado Departamento de Organización y Guía, que controla a Kim Jong-il en lugar de ser controlado por este.

Jang está considerado como uno de los diez refugiados más valiosos de los 26.000 que oficialmente han llegado al Sur desde el armisticio que puso fin a la guerra de Corea en 1953. Desde su huida, Jang ha trabajado como analista de inteligencia, ha establecido su propia agencia informativa sobre Corea del Norte y ha transmitido al mundo en primicia la noticia del asesinato de Chang Sung-taek, el tío del líder. Con sus padres no ha mantenido ningún contacto desde aquella mañana de hace diez años. Y teme que «terminen por morir en un campo de prisioneros».

En la excéntrica burbuja de la dinastía Kim

Jang no cree que Kim Jong-un  tenga un contacto directo con el lado más sangriento del sistema. Da la impresión de que el déspota vive en una burbuja de horteradas y delirios grotescos. Lo vio claro cuando tenía 28 años y recibió una llamada a medianoche en su piso en Pyongyang, la capital del país. La razón del telefonazo era que su poema sobre un arma de fuego había sido del agrado del Líder Bien Amado. Su interlocutor le ordenó presentarse en su lugar de trabajo a la una de la madrugada. Cuando llegó a su oficina, un convoy le estaba esperando para su traslado a una estación de primera clase, reservada para el uso exclusivo de la familia Kim. A continuación viajaron durante tres horas en un tren con las puertas selladas hasta llegar a un puerto de mar, donde una lancha rápida los trasladó a una isla.

Un día vio que una mujer vendía a su hija de siete años por unos céntimos. Con el dinero, le compró un trozo de pan a su niñita

Fue allí, bajo una carpa color blanco, donde Jang descubrió que el hombre al que todos creían con origen divino era en realidad un excéntrico bocazas que lloriqueaba al escuchar embelesado a un cantante folclórico ruso. Como segunda recompensa por su poema, Jang fue autorizado a volver a visitar su ciudad natal, Sariwon, al sur de la capital. Era la primera visita que realizaba después de una terrible hambruna de cinco años que acabó con la vida de dos de los 24 millones de habitantes del país. Jang vio cadáveres en las aceras y una brigada de los fiambres , encargada de amontonar los esqueletos semidesnudos en un carro para después cubrirlos con heno. En la casa de un viejo amigo de su familia sufrió la vergüenza de ser invitado a una comida consistente en medio cuenco de arroz para compartir por todos.

Él era el hijo pródigo de la ciudad al que nunca le faltaba de nada. Mientras volvía a la estación del tren presenció el juicio y la ejecución pública de un campesino acusado de haber sustraído arroz. «Yo había presenciado otras ejecuciones antes, pero esta me abrió los ojos», dice Jang. «Había llegado todo lo alto que uno puede llegar en Corea del Norte y, cuando alcanzas esa posición, tan solo puedes mirar hacia abajo. Al hacerlo, me di cuenta de que el pueblo más pobre del mundo estaba gobernado por el líder más rico del planeta: ese hombre tenía acceso a todo cuanto quería mientras que el resto de la población no tenía nada en absoluto. Y comencé a dudar de nuestro líder».

De hecho, Jang por entonces disfrutaba de unas asignaciones alimentarias mensuales tan solo al alcance de un puñado de escogidos. Desde su pedestal de privilegio, otro día presenció una escena tan angustiosa como la de la ejecución: en un barrio miserable de Pyongyang, un grupo de vecinos se arremolinaban en torno a una mujer que estaba vendiendo a su hija de siete años de edad por 100 won, menos de 50 céntimos de euro. La mujer encontró un comprador y utilizó el dinero para comprarle a su niñita una última comida: algo de pan adquirido de estraperlo.

Para Jang, el final de la dictadura en Corea del Norte está cerca

Durante décadas, los pocos que lograron escapar de Corea del Norte mantenían un perfil bajo para salvaguardar a sus familiares. Pero eso está cambiando. La tecnología está haciendo que la coraza coreana sea cada vez más porosa. Para Jang, el régimen no puede durar mucho más tiempo. Cree que Kim Jong-un hace lo posible por mantener una autoridad en la que ya pocos creen, y la dramática purga de su tío es la confirmación de su debilidad. El último de los Kim no es un psicópata, dice Jang. «Es un chaval que no puede llevar una vida normal y que seguramente preferiría ir de visita a Disneylandia». Si está en lo cierto, se trata de otra razón para suponer que el hundimiento del régimen es solo cuestión de tiempo.

Hasta que llegue ese momento, Jang sigue llevando varias vidas paralelas. Una es la existencia tranquila de un hombre de familia, casado con una mujer surcoreana con la que tiene dos hijos. La otra, su vida como activista político que se inició en 2007, cuando un periodista de Seúl lo señaló como originario del Norte y el Gobierno norcoreano inició una cadena de amenazas contra su persona. Jang decidió entonces plantar cara. «Cuanto más me amenacen, más en público debo mostrarme», asegura. En parte por cuestión de supervivencia, pero también por una razón de honor. «Ahora que la batalla es pública, no puedo mostrarme débil. Si me mostrara débil, sería la peor traición a quienes no han sobrevivido».

Un día cualquiera en el infierno

Jang ha escrito un libro donde describe la vida en Corea del Norte. Por su interés reproducimos un extracto del mismo. El escritor regresa a Sariwon, su ciudad natal, autorizado por el régimen como premio a sus poemas a favor del dictador. Allí habla con un amigo de la infancia y descubre el horror…

Al ver los zapatos destrozados de mi amigo Young-Nam, me propuse comprarle un par nuevo antes de mi regreso a la capital. Sugerí que nos acercáramos al mercado. «No lo entiendes, ¿verdad? me dijo. Yo no tengo un futuro. Tú por lo menos estás en la capital, donde tu vida puede mejorar si trabajas duro. Aquí, yo no puedo hacer más que arreglármelas para conseguir algo de comida. Desde que me despierto no hago más que preguntarme si volveré a comer algo. Nuestras vidas no son mejores que las de los animales. Te acordarás del antiguo saludo. ‘¿Has comido ya?’. Hoy, nadie se saluda así porque ¿qué les vas a responder? ‘No, ¿y qué coño piensas hacer al respecto?’ «.

En las paredes del mercado había lemas en letras mayúsculas en color negro donde antes estaban los precios de los artículos en venta. «¡Muerte por fusilamiento a quien cometa una infracción de tráfico!» .» ¡Muerte por fusilamiento a quien acapare alimentos! «.» ¡Muerte por fusilamiento a quien malgaste electricidad!». «¡Muerte por fusilamiento a quien difunda la cultura extranjera!».No me había dado cuenta de cuántas normas nuevas se habían implantado en nuestra nación. Decidí comprar los zapatos y salir de allí en cuanto pudiera. Pedí a Young-Nam que escogiera un par. Se resistió. Al final seleccionó un modelo barato. Pedí al vendedor que sacase el más caro de la tienda. Pero hasta ese par, hecho en China, resultaba miserable. Le metí a Young-Nam en el bolsillo el cambio y el resto del dinero que me quedaba en la billetera. Pero antes de que pudiéramos salir de allí, una sirena empezó a sonar.

«¿Qué es lo que pasa?» , pregunté. Young-Nam había cerrado los ojos. Su expresión era de exasperación. ‘La puta que los parió’, musitó.

Era una ejecución, me dijo. «¿Cómo?», contesté yo. El vendedor dejó de lustrar un zapato y me comentó. «Usted no es de por aquí, ¿verdad? Pues ha tenido mala suerte, eso es todo. Van a celebrar un juicio popular. Nadie puede salir del mercado hasta que haya terminado». Young-Nam me aseguró que estas ejecuciones tenían lugar a un ritmo casi semanal.

Me estremecí al ver que el reo no vestía uniforme carcelario, sino ropas de paisano. Era una forma de mandar un mensaje a los vecinos: cualquiera de ellos podría encontrarse en la misma situación. Bajo los párpados caídos y las cuencas huesudas, los ojos del hombre miraban aterrados. Tenía los labios manchados de sangre.

El juicio popular terminó en menos de cinco minutos. En realidad no fue un juicio. Un oficial militar se limitó a leer la sentencia. El crimen del reo fue descrito como el robo de un saco de arroz. Como el país entero estaba sujeto a la doctrina Songun -por la cual el estamento militar tiene prioridad absoluta-, todo el arroz de la nación era propiedad de los militares, por lo que incluso los delitos menores eran castigados con la ley marcial. «¡Muerte por fusilamiento!».

Tan pronto como el juez pronunció esta frase, uno de los dos soldados metió algo en la boca del condenado. Se trataba de un muelle en forma de V que se expandía en el interior de la boca, impidiendo que el reo hablara de forma inteligible. Este aparato era de uso oficial en todas las ejecuciones públicas, para que los condenados no pudieran expresar proclamas subversivas en los momentos finales de su vida.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! La sangre se me heló en las venas. Sin atreverme a mirar al condenado en el momento de su muerte, elevé los ojos al cielo. No se veía una sola nube. Pero los rostros de los vecinos obligados a presenciar la ejecución no podían ser más sombríos.

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