Cuando todos se van, ellos se quedan. Más de 14.000 misioneros españoles viven repartidos por el mundo. Guerras, enfermedades, pobreza extrema , muchos ponen en riesgo sus vidas. El ébola los ha puesto en el punto de mira. Estos son los testimonios de algunos hombres y mujeres buenos. Por Magel García Suárez/ Fotografía: Rafa Sámano

«No somos héroes, que quede claro. No me gusta cuando la gente dice eso de: ‘Se quedan cuando todos se van’. Nos quedamos porque nos consideramos uno más, porque queremos ayudar a la población».

Mikel Larburu es un padre blanco. Tiene 70 años y cuatro décadas de servicio misionero en Argelia a sus espaldas. Y aunque no le guste, lo cierto es que este vasco de Zumaya es de los que se quedan cuando todos se van. Y no es el único. Esa predisposición al sacrificio es inherente a la labor de los más de 14.000 misioneros españoles -España es la mayor potencia mundial en este ámbito- que desempeñan sus tareas en más de 130 países.

Sin ir más lejos, Larburu se quedó en Argelia cuando todos los occidentales salieron en estampida del país. Allí, de 1991 a 2002, vivió una guerra civil mientras asistía, impotente, a la muerte de miles de personas -más de 200.000-, incluidos 19 religiosos y cuatro compañeros de su propia organización.

Luis Pérez también es de los que se quedan cuando todos se van. Toledano y misionero javeriano de 63 años, Pérez lucha hoy contra el ébola en Makeni, el gran enclave urbano del norte de Sierra Leona. En este país, el virus se ha cobrado la vida de más de 1300 personas y en Makeni se encuentra uno de los grandes focos de la enfermedad.

Pérez regresó hace poco al país, donde ya vivió entre 1996 y 2002, en plena guerra civil. Entonces se quedó hasta el final, siguiendo lo que él llama el ‘protocolo’ para estos casos: «Quedarte con la población con la que estás». Y eso que en su primera estancia pasó dos semanas secuestrado por los rebeldes junto con otros cinco javerianos, un arzobispo y seis misioneras, cuatro de las cuales fueron asesinadas.

«Ahora he vuelto a un país recuperado de la guerra, que vivía un crecimiento positivo y de pronto… el ébola», dice el misionero, subrayando que una vez más no piensa abandonar.

Y eso a pesar del panorama que describe. «Familias enteras están siendo destruidas; ves a los llamados ‘huérfanos del ébola’, niños que todos rechazan por miedo al contagio; el personal sanitario está siendo diezmado; los hospitales se quedan inoperativos por falta de médicos, enfermeros y recursos; la economía está paralizada, desaparecen puestos de trabajo; se cierran escuelas, academias y universidades; las parroquias y comunidades cristianas ven reducidas sus actividades al estar prohibidas las reuniones y concentraciones; hay restricciones de circulación para personas y mercancías; suben los precios de productos básicos; el país está aislado…».

Pérez, como el resto de los misioneros que permanecen -y permanecerán- en los países afectados, continúa trabajando, confiando en no seguir el destino de Miguel Pajares y Manuel García Viejo, sus dos colegas españoles fallecidos por ébola tras ser repatriados a España. «Confiamos en el Señor -dice- y en las personas que trabajan por un mundo más humano, justo y en el que se pueda vivir con dignidad».

Juan Antonio Fraile.  Misionero Comboniano 54 años, pasó 12 en el Congo y vivió dos guerras, con cinco millones de muertos.

misioneros

Una Navidad, nos avisaron: ‘Vienen a por ustedes’. Huimos a la selva y pasamos 15 días bajo una lona atada a cuatro árboles. Bebíamos agua del río y comíamos lo que nos traían los de la aldea a escondidas». Juan Antonio Fraile pasó 12 años en el Congo viendo cómo el odio lo deshumanizaba todo a su alrededor durante dos conflictos que se cobraron cinco millones de vidas. «Durante la guerra, por la noche, nos escondíamos -recuerda-. A veces oíamos voces: ‘Estos padres deben de andar por aquí’. Se nos cortaba la respiración. Se oían tiroteos, mujeres pidiendo auxilio… y no podías hacer nada. Al ver tantas atrocidades, pensaba: ‘Lo que somos capaces de hacer, Dios mío, cuando nos alejamos de tu doctrina'». Cuando volvió a España, se estremecía ante el ruido de unos petardos navideños. Su mente estaba en otro lugar. «He pasado mucho miedo, pero deseo volver al Congo».

Mikel Larburu. Misionero de África. Padres Blancos, 70 años, 40 años en Argelia, vivió la guerra civil, en la que 19 religiosos fueron asesinados.

 

Cuando el conflicto estalló -rememora Larburu-, el obispo de Orán, Pierre Claverie, nos dijo: ‘Si alguno desea partir, es libre, pero la Iglesia de Argelia se queda. No abandonará a su pueblo’. Nos quedamos unos 200 religiosos y, en año y medio, fueron asesinados 19; entre ellos, cuatro padres blancos y el propio obispo. El episodio más cruento fue la matanza de siete monjes trapenses en Tibhirine el 21 de mayo 1996. Oficialmente se señaló a un grupo islámico. Otros insinúan que el Ejército confundió a los monjes con terroristas y, al ver que eran religiosos, los decapitaron para culpar a los islamistas. Para colmo, en el funeral se abrieron los ataúdes y dentro solo había cabezas y tierra. No se sabe bien qué pasó.

«Antes de aquello, el 27 de diciembre de 1994, llamaron a la puerta de nuestra misión en la Cabilia -donde había cuatro misioneros- diciendo que era la Policía. Todos fueron asesinados. En aquellos días pasamos mucho miedo. Imagina que te dicen: ‘Esta noche han matado a 350 en un pueblecito ahí al lado’. Piensas: ‘¿Cuándo me tocará a mí?’ Cuando fui nombrado provincial, viajaba mucho en coche visitando a mi gente. Siempre iba solo, salía a las 4.30 y pensaba: ‘Quizá sea mi último día’. Los extranjeros éramos muy apreciados para secuestros y ¿qué iba a hacer? Tenía que visitar a mis compañeros en aldeas aisladas». Larburu regresó a Europa para participar en un programa de integración del pueblo musulmán, pero una embolia trastocó sus actividades. Ya recuperado, da conferencias y charlas sobre el islam y acaba de publicar en español y en euskera un cómic de origen francés sobre la matanza de los monjes del Atlas.

Juliana Bonoha Misionera de la Inmaculada Concepción, 70 años, trabajó en el hospital de San Juan de Dios, en Monrovia (Liberia), repatriada junto con Miguel Pajares, fallecido por ébola.

 

«De niña, en Guinea, aprendí a leer con las Misioneras de la Inmaculada y, al acabar los estudios, me fui con ellas. Pasé cinco años en Monrovia, en el hospital de San Juan de Dios, encargada del almacén. Un día el director se puso malo, pero los análisis dieron negativo. Cuando le hicieron nuevas pruebas, ya era tarde. Todos estaban contagiados. Fueron muriendo uno a uno, hasta que hubo que cerrar el hospital. Yo fui repatriada con el hermano Miguel Pajares. Él se negaba a dejar Liberia si no salíamos todas. Al final lo convencieron. Los gobiernos africanos son culpables de todo esto. Si África fuera pobre… , ¡pero es que tenemos más riqueza que nadie! En Liberia, gran productora de caucho, los hospitales públicos son caros, no te atienden si no compras las medicinas; y la educación no es obligatoria ni gratuita. En el hospital, nunca se le negó ayuda a nadie. Cuando cundió el pánico, muchos abandonaban a sus familiares a las puertas del centro, escondidos para evitar ser tratados como apestados«. Bonoha trabaja ahora con la Fundación Signos Solidarios de las Misioneras de la Inmaculada.

Virginia Cuenca y Juan Carlos García. Misioneros Vicencianos laicos, 41 y 49 años, respectivamente ,último destino. Moskitia (Honduras), una de las zonas más aisladas del mundo y controlada por el narco.

 

Enfermera, ella; técnico en enfermería, él; se conocieron en unos cursos y se fueron a la Moskitia (Caribe hondureño). «Es lo más alejado de la civilización -cuentan-. No hay luz ni agua, y toda la población es indígena. Es un lugar bellísimo, Reserva de la Biosfera y todo, pero también zona de paso del narcotráfico. Las grandes mafias tienen allí sucursales y las maras son sus sicarios. Aunque también ayudan a los huérfanos de los desaparecidos en ajustes de cuentas. les compran libros, mochilas… Nosotros hacíamos labor pastoral, alfabetización, atención sanitaria. Allí no hay hospitales ni medicamentos, y la gente no se muere de malaria o sida, sino por dolencias comunes. Por no hablar de los estragos de la droga.

Muchos hombres que consumen, cuando bucean para pescar langosta o cangrejo -con una manguera en la boca y para abajo-, o no salen o se quedan parapléjicos. El que sale, si tiene dinero, es trasladado por río hasta San Pedro Sula, aunque suelen llegar tarde al hospital. Con los supervivientes intentábamos hacer rehabilitación. Allí las situaciones te sobrepasan, sobre todo los asesinatos y el uso de niños como recaderos de la droga. Donde pasamos miedo de verdad fue en el Congo. Éramos tres y habíamos construido un orfanato. Los radicales nos querían echar y pasaban las noches abriendo y golpeando las ventanas. Del miedo, chicos de 13 años se hacían pis en la cama». Ahora, Virginia y Juan Carlos están en Madrid, de paso hacia Mozambique, donde intentarán cumplir su deseo de ser padres.

María Peral Misionera de África, 74 años, 50 años en África, Provincial en Argelia, Túnez y Mauritania

 

«No hay destinos duros. Estamos donde podemos ser útiles, -dice Peral-, pero, si he de mencionar un país donde te juegas la vida, ese es Mauritania. Allí no solo matan a europeos y religiosos, también entran en los pueblos y lo arrasan todo. La gente nos protegía. Nos decían: ‘Vuestra presencia es la razón de nuestra esperanza’. Soy feliz por haber ayudado a muchas mujeres, aunque también he sentido impotencia. Un día entré en una casa y faltaba la hija pequeña, de seis años. ‘La familia de mi marido se la ha llevado para casarla’, me dijo su madre. Yo pensé. ‘Esto es una forma de violación'». María lleva un año en Madrid ayudando en dos dispensarios donde atienden a más de cinco mil emigrantes. Añora volver a África. «Iré», asegura, rotunda.

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