El Desvirgador

En la última velada de boxeo a la que fui, volví a ver a un púgil venezolano que siempre me ha despertado simpatía. Es bajo, con rasgos achinados, tiene una forma de cuerpo extraña, casi esférica, y en la espalda lleva dos balazos. Es veterano, y en su historial abundan las derrotas. Va siempre con un mismo entrenador, con el que mantiene una relación cómplice, como si ambos estuvieran demasiado mayores para no atravesar las veladas con un poso melancólico y cínico. Apenas hablan en la esquina, ¿para qué, si ya se lo dijeron todo? Es fácil imaginarlos compartiendo la habitación de una pensión durante el modesto cabotaje de sus peleas.

Mi púgil venezolano es un desvirgador. Vive de ello, a unos mil euros por combate las mejores noches. Cuando digo que es un desvirgador, me refiero a que conoce todas las mañas del combate, es capaz de enlodar cualquier pelea y de arrastrar al rival a emboscadas psicológicas, y por eso lo utilizan los entrenadores de púgiles prometedores que necesitan curtirse rápido durante sus primeras experiencias profesionales. Imaginemos a un boxeador talentoso, lleno de futuro, acostumbrado a ir sobrado y a gustarse en la categoría amateur y que encima resolvió fácil sus primeras peleas como profesional. Un chaval así puede llegar a creer que todo resultará así de sencillo y que podría ir haciendo ya la reserva en un vuelo a Las Vegas. En ese preciso instante, el entrenador comprende que su pupilo necesita una experiencia con el Desvirgador, que le ensuciará la impecable esgrima de elegido nunca examinada por una verdadera prueba de recursos y temperamento. Cualquier chico recién llegado que pelee contra el Desvirgador saldrá del combate algo más sabio, y seguro que menos inocente. En la última vez que lo fui a ver, al Desvirgador le sucedió algo. Se enojó más de la cuenta, traspasó los límites del enfado teatral en los que suele moverse. Lo irritó, creo, que el muchacho que le habían traído para que le quitara la virginidad se comportó de un modo demasiado elusivo y se mantuvo frío, pese a sus intentos de desquiciarlo. Al final, el Desvirgador le arreó un cabezazo, lo llamó maricón tan alto que el insulto se escuchó en todo el recinto, y se hizo descalificar. Bajó del ring entre abucheos y se marchó sonriendo, como si todo lo tuviera calculado para cenar más temprano esa noche, que para él era otra cualquiera en la oficina.

El Desvirgador pertenece a la clase de los boxeadores escalón. Es decir, aquellos que nunca serán campeones y lo saben, que acumulan ya decenas de noches y derrotas más o menos suburbiales, pero que sirven para que un púgil llamado a las grandes peleas se foguee y vaya cumpliendo etapas. No es sencillo ser un boxeador escalón. Sobre todo porque a veces se espera de ti que no se te ocurra ganar (sólo a veces). Pero no hace falta forzar nada porque, en general, el boxeador escalón sabe que se va a enfrentar a otro más inexperto, pero mucho mejor, y que por tanto sube al ring a recibir un castigo. La honradez del boxeador escalón es la que luego hace que aguante la paliza sin rechistar hasta que el propio árbitro decida parar la pelea. Si esa honradez no existe, el escalón aprovechará cualquier golpe claro para irse al suelo en los primeros asaltos, fingirse en estado de KO, cobrar y marcharse, dejando atrás a un jovenzuelo con los brazos en alto y convencido de ser Alí hasta que llegue al vestuario y su entrenador le diga que no lo es.

Hubo un boxeador escalón español que fue llevado a la Argentina para que se curtiera con él un futuro campeón. Era de los que aguantan el castigo, por lo que se pasó el combate pidiéndole al rival que lo tirara ya. Venga, que me tienes . Lo malo es que, como en un reflejo, el escalón tiró una mano que hizo contacto en el mentón y dejó KO al argentino. Consciente de cuán osado era lo que acababa de hacer, el español ni pasó por el hotel por miedo a que lo estuvieran esperando, sino que cruzó por carretera la frontera con Uruguay, vestido aún de boxeador

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