Muere Jesús Hermida, el hombre que nos llevó a la luna, a los 77 años de edad. Con motivo de su desaparición rescatamos una entrevista que dio a XLSemanal

Lo ha sido todo en la televisión, pero ahora reniega del medio que le dio la fama. Acaba de cumplir 75 años y vive retirado en su propio nirvana particular a las afueras de Madrid

Allá por los años 60 despreciaba la televisión. Y hoy digamos que no se muestra muy partidario de lo que ve. Por entonces era redactor jefe del diario Pueblo y una apuesta lo llevó hasta un plató para intentar hacer mejor que otros una crónica televisiva. Aquel día, me di cuenta de que era el medio perfecto . Cumplió sus bodas de oro frente al espectador y se retiró para siempre cuando no quiso aceptar los inevitables derroteros hacia los que se dirigía la televisión de sus amores, según él sin remedio ni salvación. Jesús Hermida hoy vive junto con Begoña, su segunda mujer, rodeado de perros y gatos -ha llegado a tener más de 12- a la vez en un estado semicontemplativo. Rompiendo su nirvana particular, nos recibe en su casa, rodeado de un inmenso jardín, a 30 kilómetros de Madrid. «Todos los días salgo al campo, y observo la naturaleza, y pienso, y ando, y leo, y oigo música».

XLSemanal. ¿Cree que es posible encontrar en los archivos una entrevista a Jesús Hermida que no hable de la llegada del hombre a la Luna ni de la familia Kennedy?

Jesús Hermida. Difícilmente [sonríe].

XL. Pues lo vamos a intentar.

J.H. ¡Intentémoslo! Pero tengo que decir que yo decidí abandonar la televisión y no salir más, salvo en algún caso excepcional, el día en que hicimos el programa especial del 40 aniversario de la Luna. Al terminar, dije: «¡Se acabó! ¡No más Luna, por favor!».

XL. No más Luna. Aunque he leído que se retiró porque no estaba dispuesto a hacer la televisión que el espectador pedía.

J.H. Así fue y me fui; sí, señor. No quería hacer la televisión que hoy se hace y a la que estábamos irremediablemente abocados. Además, no la sé hacer.

XL. ¿Qué no sabe hacer?

J.H. Mira, cuando Juan Antonio Vallejo-Nágera se iba a morir, yo lo invité al programa para hablar de lo que él quisiera y no le pregunté en ningún momento por su enfermedad. La entrevista despertó muchísima curiosidad porque todos sabíamos que estaba ya en el final de su vida. Nos pasamos media hora hablando de Bach. Y al final fue él quien quiso comentar su estado, yo nunca se lo hubiera preguntado. ¡Hombre! Hay que saber frenar y hoy no se frena ante nada.

XL. Dirige un máster para presentadores en una escuela de comunicación. ¿Qué puede enseñar a sus alumnos sobre una televisión que ya no se parece a la suya ni en la caja?

J.H. Les puedo enseñar tres cosas: la primera, que esto es una profesión sería, que el periodismo no es un circo; la segunda, sé tú mismo, no trates de imitar a nadie; y la tercera, que un minuto de televisión es un regalo de los dioses, que no lo tiren a la basura.

XL. Pese a sus orígenes, seguro que no se define como un hombre humilde.

J.H. Humilde no, porque no lo soy; pero tampoco soy un soberbio. Yo he dicho ‘no’ muchas veces y, cuando me voy de un sitio, cumplo el precepto bíblico que dice: «Sacúdete el polvo de tus sandalias». Y yo me quito los zapatos, los golpeo en el suelo y jamás, jamás, vuelvo a cruzar la línea.

XL. Otros profesionales de su época, como José María Íñigo, han vuelto. ¿Le parece mal?

J.H. Ellos están en su derecho. A mí solo me interesa el presente, ni siquiera pienso en el futuro. Mira, querida, hay una gran verdad que dice: «Vete para que te echen de menos, no te quedes para que te echen de más».

XL. ¿Ha ganado lo suficiente para vivir tranquilo?

J.H. Hubo épocas en las que gané mucho más que lo suficiente para vivir tranquilísimo el resto de mi vida; pero igual que lo gané lo solté. Vaya lo uno por lo otro.

XL. Seguro que guarda muchas historias sin narrar.

J.H. Tengo muchísimas sin contar, es verdad, pero se quedarán para mí porque odio eso de ir soltando batallitas del pasado.

XL. Así que no escribirá sus memorias.

J.H. No, y me lo han pedido varias veces. El único libro que voy a escribir se lo he prometido a Begoña. Le dejaré mi historia para ella, manualmente escrita, y no creo que la publique.

XL. Dicen que usted no habla mal de nadie.

J.H. Y es cierto. Una vez me lo echó en cara un directivo de una televisión autonómica, como si hablar mal de alguien fuera políticamente correcto.

XL. Su trayectoria es larga, ¿ha recibido más puñaladas de las que ha dado?

J.H. ¡Sí, infinitamente más! Yo he dado alguna gorda , pero he recibido muchas. Lo que pasa es que, cuando me las olía, me iba antes. Sí me acuso de haber sido, en casos muy específicos, muy desagradecido con muchos. Me di cuenta de ello posteriormente y es una cruz que llevo dentro.

XL. ¿Con quién ha sido desagradecido?

J.H. ¡No te llos lo saben porque, con el tiempo, he tenido ocasión de pedirles que me perdonasen. Las puñaladas que me han dado a mí me traen sin cuidado. Duelen en su momento, pero luego te olvidas.

XL. ¿Se ha tragado muchos sapos?

J.H. ¡Bufff!, han intentado que me trague muchos, pero todos los he escupido. Me he ido de muchos sitios.

XL. Ahora es más arriesgado marcharse. La crisis está haciendo estragos y hay gente que haría cualquier cosa por un trabajo, incluso gratis, por meter cabeza.

J.H. Ellos sabrán por qué lo hacen, no los voy a juzgar. Esta profesión es de las más castigadas por la crisis. Debe de ser espantoso estar en esa situación. A mí me duele.

XL. ¿Quién ha sido su gran valedor?

J.H. No puedo olvidar un día triste de noviembre, en la Casa de Campo, en el que me veo con una de mis amigas de verdad, Pilar Miró, a la que le dije cuando me fueron mal las cosas en TVE: «No me voy, me quedo». Y me quedé en España y, de la mano de Manuel Martín Ferrán al que la televisión le debe muchísimo y tal vez no se lo reconocerán nunca lo suficiente, me fui a Antena 3. Y ahí empezó de nuevo todo.

XL. ¿Qué le ofreció para que aceptase ir con él?

J.H. Me dio cuatro horas por la mañana y me dijo que hiciese y dijese lo que quisiera. Mira, las dos preguntas esenciales que tú tienes que hacer cuando te llaman son: ‘¿qué día?’ y ‘¿a qué hora?’.

XL. ¿Y cuánto?

J.H. No, cuánto jamás. Jamás. La clave para mí solo es el día y la hora. Si me dicen que domingo y por la noche, a partir de ahí ya empiezo yo a pensar en algo para que al día siguiente, durante el café de por la mañana, la gente hablé del programa. A mí no me vale que sean los espectadores los que me digan lo que tengo que hacer, de eso ya me encargo yo. En la tele no soy un bienmandado.

XL. ¿Era fácil de aguantar como jefe?

J.H. ¡No, qué va! En absoluto. No soporto la imperfección, aunque admito que alguien no da más de lo que da. He sido todo lo duro que se puede ser y no he aguantado chuflas, pero nadie me puede acusar de no haberle dado su oportunidad.

XL. Así que a las chicas de Hermida

J.H. [Me interrumpe]. ¡Odio profundamente ese término! Nos son chicas mías, su triunfo era mi triunfo.

XL. ¿Soportaría a un jefe como usted?

J.H. Mmmm, probablemente sí. Admiro a la gente que tiene una definición, una personalidad fuerte.

XL. ¿Jesús Hermida fue educado para no molestar a nadie?

J.H. Nunca he creído que en esta profesión sea necesario dar patadas. Yo no soy así. Mi décimo mandamiento no es no molestar, sino no aburrir al personal.

XL. ¿Quién le pone firme?

J.H. Yo mismo.

XL. ¡Pufff! Mal asunto.

J.H. Mal asunto, sí, muy malo; pero soy yo el único que puede ponerme firme. El Evangelio dice que te puedes equivocar y también dice que hay que perdonar setenta veces y, si te tienes que perdonar a ti mismo, pues lo haces.

XL. ¿Tiene usted una Biblia en la mesilla?

J.H. No, lo que tengo es muy buena cabeza y en ella conservo muchas citas.

XL. ¿Se ha vuelto especialmente religioso?

J.H. No, no soy religioso pero hay muchas citas bíblicas que son totalmente literarias y dicen verdades como puños. No hace falta ser religioso para compartirlas.

XL. ¿Es un sentimental?

J.H. No, ni siquiera guardo objetos ni recuerdos. Puedo tirar todo lo que se relaciona con mi vida porque estoy seguro de que mi pasado no cuenta. Soy una persona muy austera.

XL. Pero esta imagen no encaja con sus aspavientos, sus brincos Siempre ha parecido un showman muy sobrado, incluso pagado de sí mismo.

J.H. Lo sé, lo sé; pero no soy así [sonríe]. Soy enormemente austero, llego al espartanismo más absoluto en mi vida personal. Yo soy un sibarita de los libros y de la música, nada más. Si Begoña no se preocupara de que yo comiera de una manera normal, comería a base de latas. He estado años, años enteros, comiendo latas y nada más que latas y sin preocuparme apenas de mi aspecto.

XL. ¿Con lo planchado y peinado que se lo veía siempre?

J.H. ¡Nooo! Eso solo es en público. Yo soy feliz con unos pantalones de pana y unas botas. Ahora apenas salgo. Me he creado mi propia vida.

XL. ¿En qué está ocupado?

J.H. En dos cosas. estudiarme el libreto de La traviata y la vida de la escritora británica Jane Austen. Cuando algo me atrae, me lanzo en picado. Me trae sin cuidado haber estado en la tele, mi dedicación ahora es Austen.

XL. Un niño que cuenta que su madre le remendaba los zapatos…

J.H. [Me interrumpe]. Con mi madre no me porté bien. Su ilusión es que yo me quedase con ella, era hijo único y mi padre estaba largas temporadas en el mar. Pero tenía que irme. Me gustaría poder decirle que tengo dolor, que siento haberme ido. Haber dejado a mi madre sola me duele mucho, a veces me duele tanto que hasta cierro los ojos para no acordarme de ello.

XL. ¿Cómo fue la relación con su padre?

J.H. Esa no me duele, a mi padre solo lo recuerdo con ternura: no sabía escribir, no sabía leer, era semianalfabeto y siempre cantaba, venía de la mar cantando.

XL. Era un hombre feliz…

J.H. No lo sé, lo traté poco. Recuerdo que dos veces me dio un bofetón y una de ellas volé, volé. Él era fuerte, alto, marino creo que me había puesto unos pantalones blancos limpísimos y volví todo manchado. Y volé hasta la puerta. Pese a aquel bofetón que me arreó, los recuerdos que tengo de mi padre están llenos de ternura, cantando siempre. Sin embargo, mi madre y yo éramos como el eslabón y el pedernal. Entre ella y yo saltaban chispas y eso me produce, de verdad, un enorme desasosiego.

XL. Su padre era el fogonero del barco y un día se fue, se resbaló en la cubierta con un cubo de agua y se ahogó.

J.H. Yo había ido poco antes a verlo, pedí un día libre para pasarlo con él, pero tenía guardia en el barco y no pudimos cenar juntos. Apenas estuvimos solos unas horas. Me ofreció unas gambas, las comimos y luego regresé a Madrid.

XL. Semanas después le comunican que su cuerpo ha desaparecido, que encontraron en cubierta una de sus zapatillas Y le entregaron un canasto con sus cosas, entre las que había un par de artículos escritos por usted, pese a que él no sabía leer.

J.H. [Se pone triste]. Así fue, sí; los llevaba doblados en la cartera. Hoy guardo dos cosas suyas. una de sus cajas de madera, de las que usaba para vender gambas, y su reloj.

XL. ¿Usted ha llorado mucho?

J.H. He llorado tres o cuatro veces en mi vida y no me importa reconocerlo. Los hombres también lloramos y no pasa nada. Dos de ellas lloré de verdad, pero no por muertes ni por ausencias y no vienen al caso.

XL. Alguien a quien le remendaban los zapatos, con el tiempo, logra todo lo que quiere en la vida: dinero, fama….

J.H. Y no me lo creo. Cuando lo pienso, me digo: ‘Yo no he vivido esa vida de éxito’. Jamás me he creído un triunfador.

XL. Cuando habla aún ahora parece que sobreactúa, juega con mil registros de voz ¿El personaje se ha comido a Hermida?

J.H. ¡Noooo!, yo soy así; siempre he hablado exactamente igual y me he expresado de la misma manera.

XL. ¿Su padre hablaba igual que usted?

J.H. No, no, mi padre era mucho más austero que yo; yo soy mucho más barroco, evidentemente. Cuando mi madre me veía crecer, me decía: «Pero, hijo, ¿tú adónde te crees que vas? Tú te tienes que quedar aquí con tu madre». Y a mí esa frase se me ha quedado grabada porque yo solo quería huir.

XL. Su vida parece una constante huida hacia delante…

J.H. Mi vida se puede resumir en la historia de ese chico que va por primera vez al hipódromo y se le cae el reloj al suelo; entonces, se agacha para recogerlo y un señor bajito, vestido de colores y con fusta, se le monta encima y le dice: «¡Arre!». Y, cuando un amigo le pregunta qué hizo, él le responde: «Lo que pude, llegué el cuarto». ¡Pues esa es mi vida!

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