Fue primera dama de 1989 a 1993,’primera madre’ de 2001 a 2009 y podría repetir ese honor si su hijo Jeb acaba ocupando el Despacho Oval. Nadie tiene un currículum así. Tras su eterno aspecto de abuela entrañable se esconde ‘The Enforcer’, como la llaman sus hijos: la Ejecutora. Ella, dicen, hace que se cumplan las normas.

«Este es un gran país. Hay muchas familias estupendas, no solo cuatro. Y hay mucha gente muy cualificada. Ya hemos tenido suficientes Bush en la Casa Blanca». Hace dos años, Barbara descartaba con esas palabras que un tercer Bush, su hijo Jeb, aspirara a ocupar el Despacho Oval en 2016. A principios de este año le volvieron a preguntar y, con una sonrisa, respondió. «He cambiado de opinión».

Junto con Abigail Adams, Barbara Bush es la única mujer en la historia de Estados Unidos que puede presumir de haber sido primera dama, a la sombra de su marido George H. W. Bush, y más tarde madre de otro presidente americano: su hijo mayor George W. Bush. Y ahora amenaza con pulverizar su propio récord. En junio, su hijo, el empresario y exgobernador de Florida Jeb Bush, presentaba oficialmente su candidatura a las primarias del partido republicano. Y aunque los rivales son muchos y muy diferentes, para algunos analistas políticos Bush ya es el favorito en las filas republicanas para enfrentarse a Hillary Clinton en 2016. Su madre ha jurado que se mantendrá al margen de la campaña. Aunque sigue ejerciendo de todopoderosa matriarca del clan y en casa todo el mundo se refiere a ella como The Enforcer (‘la que hace cumplir las normas’), Barbara Bush no quiere volver a ver su nombre impreso en los titulares. He prometido a mi familia que mantendría la boca cerrada , ha dicho.

«He sido la mujer más afortunada del mundo», le confesaba recientemente a su nieta, Jenna, en una entrevista televisada con motivo de su 90 cumpleaños, que celebró en junio. Sin duda, la suya no ha sido una vida convencional.

Perder una hija de cuatro años

Barbara Pierce creció en un suburbio de Nueva York en el seno de una familia acomodada. Su padre, Marvin Pierce, llegó a ser presidente de la casa editorial McCall Corporation; su madre, Pauline, era ama de casa. Fue una adolescente alegre, extrovertida y atlética que disfrutaba practicando natación, tenis o montando en bicicleta. Tenía 16 años cuando, durante un baile navideño en un club de campo, conoció a George Herbert Walker Bush. Fue, según han contado ambos, amor a primera vista. Se comprometieron un año después. No importó que ella aún estuviera estudiando en un internado de Charleston (Carolina del Sur) ni que él, un año mayor, se fuera a combatir en la Segunda Guerra Mundial como piloto de la Marina americana, donde bautizó a todos sus aviones con el nombre de su joven prometida.

El 6 de enero de 1945, dos semanas después de que Bush volviera de la guerra, se casaban en Nueva York. Poco antes, Barbara había decidido abandonar sus estudios universitarios después de un solo semestre. Tenía muy claro cuál sería su papel a partir de entonces. Los niños (cuatro chicos y dos chicas) empezaron a llegar poco después. Mientras Barbara se encargaba de la disciplina y de la organización de una casa llena de niños, Bush se graduó en Yale y la familia se trasladó a Texas, donde el futuro presidente empezó a trabajar en la industria del petróleo. La muerte de su segunda hija, Robin, a causa de una leucemia cuando apenas tenía cuatro años, fue un golpe durísimo para la familia. Pero la vorágine que envolvía a los Bush, que ya habían entrado en política, era demasiado intensa para dejarse derrotar por el dolor. Después de conseguir un asiento en el Congreso y de ejercer como embajador de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, toda la familia se trasladó a China, donde Bush ejerció como jefe de la diplomacia durante un año. A su vuelta, fue nombrado director de la CIA. Su carrera era meteórica.

‘Desequilibrio químico’

Hasta entonces, George y Barbara (que llegaron a trasladarse en 29 ocasiones durante aquellos años) habían sido un equipo sin fisuras. Pero el nuevo trabajo de él, como jefe de la agencia de espionaje norteamericana, requería un secretismo total y una dedicación absoluta. Y Barbara flaqueó por primera vez. Según confesó en una autobiografía, se sumió en una profunda depresión que arrastró durante años. Todos sus hijos se habían independizado y su papel dentro del clan había perdido su significado de antaño. Además, el movimiento de liberación femenina había transformado el panorama social. «La liberación de la mujer hizo que las mujeres que se quedaban en casa se sintieran, de una u otra forma, como un fracaso», comentaría al respecto años más tarde. Llegó a pensar en el suicidio. «A veces, el dolor era tan grande que sentía la necesidad de estrellar el coche contra un árbol o contra uno de los coches que venían de frente». Una vez más, escogió la vía más estoica para superarlo. Se negó a acudir a terapia y pasó el trance sola. Años más tarde explicaría aquella etapa oscura como un desequilibrio químico causado por la menopausia.

El voluntariado se convirtió en su refugio y la lucha por la alfabetización, en la que se implicó cuando su hijo Neil fue diagnosticado de dislexia, en su cruzada personal. También tenía que hacer campaña. Era simpática, directa y conectaba tanto con los votantes como con la prensa. Pero, a veces, metía la pata. Por ejemplo, cuando en 1980 su marido se enfrentó a Ronald Reagan en las primarias del partido republicano y ella defendió el derecho al aborto en contra de la postura oficial del partido y de su propio marido. Bush perdió aquellas elecciones, pero acabó convirtiéndose en vicepresidente de la administración Reagan. Ocho años después, por fin llegó su turno. «Si gano, los americanos se enamorarán de Barbara», dijo su marido durante la campaña electoral de 1988. Y así fue. Barbara Bush fue más popular que su predecesora, Nancy Reagan, y que su sucesora, Hillary Clinton. «Cada primera dama tiene que definir el trabajo por sí misma», dijo en una ocasión.

Ante la opinión pública, Barbara vivía asentada como la madre y la abuela ejemplar, que se dedicaba a la jardinería, a hacer punto, hornear galletas e ir a misa frente a la imagen batalladora e influyente de su predecesora, Nancy Reagan. También tenía su vertiente solidaria, a través de la Fundación Barbara Bush por la Alfabetización, pero sobre todo gracias a aquellas publicitadas visitas a hospitales donde se abrazó a enfermos de sida para intentar concienciar a los americanos de que el mero contacto no era suficiente para la transmisión de la temida enfermedad.

En cambio, no se metía en asuntos políticos ni en jardines ideológicos. Mucho menos en polémicas gratuitas. Pero esa neutralidad también le valió muchas críticas. La acusaban de no ser más clara en asuntos como el aborto o el control de armas, en los que disentía de su marido. En sus memorias se justificó escribiendo. «Hace mucho tiempo que decidí que en la vida hay que tener prioridades. Siempre he puesto a mi marido y a mis hijos en lo más alto de la lista. Y esa es una decisión que nunca he lamentado».

Las perlas como icono

No era solo una cuestión de discurso comedido. Su imagen también era un mensaje de discreción y austeridad. Con su pelo blanco, que se negaba a teñirse, sus formas rotundas -solía bromear diciendo que había nacido pesando 61 kilos- y sus inseparables perlas, Barbara se convirtió en la abuela de América. Hacía un esfuerzo activo en desinteresarse por la moda o las tendencias de la época, a la vez que era capaz de reírse de sí misma y de su look. «Las perlas son para tapar las arrugas, pero ya no funciona… No puedes ponerte perlas por toda la cara», le confesaba a su nieta en la citada entrevista, donde demostró que su sentido del humor sigue intacto. Siempre le hizo falta para hacer caso omiso a las bromas y los comentarios maledicentes sobre lo apuesto que seguía siendo su marido cumplidos los 60 y lo mucho mayor que aparentaba ser ella a su lado. Sin embargo, esa imagen, premeditadamente adusta, siempre le funcionó. «Creo que le gusto a la gente porque soy justa, me gustan los niños y adoro a mi marido», ha explicado.

Desde que abandonaron la Casa Blanca en 1993, los Bush reparten su tiempo entre su casa de Houston y el complejo familiar de Kennebunkport, Maine. La prioridad de la antigua primera dama sigue siendo su marido, enfermo de párkinson desde hace años y que desde 2012 se desplaza en silla de ruedas. La salud de Barbara, en cambio, es buena, después de haberse sometido a una cirugía cardiaca en 2009 y de un ingreso hospitalario el año pasado a causa de una neumonía.

Aunque, como a casi todos los presidentes norteamericanos, los rumores sobre supuestas infidelidades siempre han perseguido al expresidente, la devoción que los Bush han demostrado el uno hacia el otro es legendaria. Su hijo menor, Marvin Bush, la describía así en la reciente reedición de las memorias de su madre. «Su amor es más fuerte cada año que pasa. Se ríen de las bromas tontas del otro, se cogen de la mano cuando nadie los ve y se miran como dos adolescentes enamorados». En junio celebraron juntos los 90 años de la ex primera dama, y Barbara ha vuelto a demostrar su sentido del humor cuando le preguntaron qué era lo mejor de ser una nonagenaria. Cuando alguien te pide que hagas algo que no tienes ninguna gana de hacer, simplemente puedes decir. ‘Puede que para entonces no esté viva’. Funciona».

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