Erdogan solo cree en Alá, pero no se fía ni de Dios. Así lo definen en su propio partido. Durante años se presentó como un socialdemócrata. Hoy, sin embargo, dirige Turquía como un sultán, intentando acumular todo el poder. Buceamos en la personalidad de uno de los líderes más misteriosos del mundo. ¿Es un socio fiable para Europa? Por Beatriz Yubero

De islamista moderado a dirigente autoritario con brazo de hierro. A sus 63 años, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan se parece muy poco al hombre dialogante que llegó al gobierno en 2003.

Puede que nunca se pueda descifrar su carácter, que jamás sepamos qué piensa en realidad, pero una cosa está clara: el político que enamoró a Obama y al mundo occidental, que hace tan solo cinco años ocupó la portada de la revista Time como la gran esperanza al conflicto de Oriente Medio, ya no es el mismo. La Nueva Turquía que quiere instaurar se asemeja cada vez más a la que parecía empeñado en enterrar: autoritaria, intransigente y partidista.

Procedente de la pequeña ciudad de Rize, bañada por el mar Negro, emigró con 13 años a Estambul, en cuyas calles pasaría su infancia como el chico que vendía rosquillas saladas en el modesto barrio de Kasimpa_a, a orillas del Cuerno de Oro. Educado en una familia de clase media-baja y musulmán devoto, Erdogan preserva tres aspectos de su juventud que todavía lo definen: sus andares, característicos de quien se abrió paso en la vida a puñetazos; la sabiduría callejera; y, por último, la convicción de que Turquía debe reencontrarse con sus raíces islámicas y dejar de mirarse en el espejo de Occidente.

Una certidumbre que lo acompaña desde su adolescencia, cuando, mientras acudía al liceo coránico, primero, y a clases de Economía en la Universidad, después, se metió en política. Con 18 años se alistó en las juventudes del Partido de Salvación Nacional (MSP), una organización islamista, anticomunista, antisemita y antimasona, convencido de que algo debía cambiar en la Turquía custodiada por los militares desde 1923. Esto es, desde que el gran mito nacional, Mustafa Kemal Atatürk, liquidara el sultanato para fundar una república laica y occidentalizada, imponiendo, de paso, severas restricciones al islamismo.

El fundador de la Turquía moderna -Atatürk, apellido otorgado por el Parlamento, significa padre de los turcos-, fue siempre acusado de extremismo secular por los islamistas tras proscribir la poligamia; clausurar las escuelas teológicas; prohibir el uso del velo en las instituciones públicas y sustituir la ley islámica (sharia) por un código civil de inspiración occidental.

De su juventud preserva la sabiduría callejera y los andares propios de quien se abre paso en la vida a puñetazos

Por su habilidad para alcanzar el poder y transformar su país, Hitler definió a Atatürk como un maestro de la política. Mussolini es su primer discípulo y yo, el segundo. Dos inquietantes admiradores que no han impedido que el culto a su personalidad persista durante casi un siglo en calles, instituciones públicas y escuelas, donde el Salvador de la Patria cuenta con un capítulo aparte en la asignatura de Historia. Es más, la hora en que dejó huérfanos a sus compatriotas, las 9.05 del 10 de noviembre de 1938, detiene todavía el corazón de Turquía. Pues bien, fue en ese contexto hostil a través del cual Erdogan fue trillando su difícil camino hacia el poder.

Ya en aquellos años iniciales de militancia, su temprana ambición lo puso en contacto con Necmettin Erbakan, primer líder islamista de la Turquía moderna -y efímero primer ministro (1996-1997), empujado a renunciar por la cúpula militar-, y con Abdullah Gül, uno de los políticos con quien, mucho más tarde, formaría el Partido Justicia y Desarrollo (AKP), la fuerza que le ha permitido demoler poco a poco el legado de Atatürk.

Ascender en la puerta de Europa

Los años ochenta, marcados por el golpe del general Kenan Evren, patrocinado por la OTAN y la CIA, vieron el despegue político de un Erdogan ya casado y con cuatro hijos. Proscrita su formación islamista por los militares, se afilió al recién creado Partido del Bienestar, con el que alcanzó, en 1994, la alcaldía de Estambul, catapulta de su aterrizaje posterior en Ankara, la capital.

Adapta su discurso a cada momento, su objetivo: una reforma constitucional que le dé plenos poderes

Siendo alcalde, viviría uno de los momentos determinantes de su carrera al recitar en público un poema del ideólogo panturquista Ziya Gökalp. Las mezquitas son nuestros cuarteles / las cúpulas nuestros cascos / los minaretes nuestras bayonetas / y los creyentes nuestros soldados. Versos que le valieron una condena de diez meses de cárcel por incitar al odio religioso -solo cumplió cuatro-, al tiempo que lo convertían en una especie de mártir del islamismo turco al que Amnistía Internacional consideró preso de conciencia. Todo lo contrario de lo que sucede en la actualidad, en que es su vara la que marca el camino a prisión de opositores y periodistas díscolos.

El paso por prisión debió de llevar a Erdogan a hondas reflexiones, ya que, tras recobrar la libertad, se presentó con un discurso moderado de tintes socialdemócratas; una mezcla de modernidad, tradición y reformismo que conquistó a sus compatriotas y también a Occidente. En esa línea cofundó el AKP, partido que, desde su victoria en 2002, ha monopolizado la política turca.

Durante once años, Erdogan ejerció de primer ministro, reestructurando la base social y económica del país, favoreciendo el desarrollo de una nueva élite suní y vacilando con la adhesión a la UE, la espina que guarda clavada Turquía. Sería, sin embargo, la causa kurda la que más beneficio le reportaría, iniciando negociaciones con los separatistas del PKK como los fracasados Procesos de Oslo.

 El presidente turco en su imponente despacho. Al fondo, retrato de Atatürk, el fundador de la Turquía moderna

Este empeño le costó rifirrafes públicos con la oposición, ya que, según la Constitución, el Estado no podía negociar con grupos terroristas. Erdogan lo hizo a través de la inteligencia y modificó la Carta Magna, cambiando ese artículo y ampliando los derechos políticos de los kurdos. También redujo de diez a cinco años el tiempo que un sospechoso puede pasar preso antes del juicio; medidas todas ellas encaminadas hacia la paz con el PKK para conseguir así el voto de los de la democracia islamista y, hasta hace dos años, esta pacificación del conflicto con los kurdos, su gran éxito.

La habilidad del titiritero

A medida que se ha consolidado en el poder, Erdogan ha ido adaptando su discurso a cada momento y lugar y, con pericia de titiritero, ha movido los hilos hacia una reforma constitucional que le permita transitar hacia un sistema presidencialista que le otorgue plenos poderes.

Su definitivo viraje autoritario llegó en su última etapa como primer ministro, cuando anunció, en 2013, que abandonaba su cargo para presentarse a las primeras elecciones presidenciales en la historia del país, fruto de una reforma constitucional promovida por él mismo en 2007.

En Tuquía existe un ‘estado paralelo’ liderado por su gran enemigo, el islamista Fetuhllah Gülen

Antes, eso sí, tuvo que acometer una de sus grandes jugadas maestras: desmantelar el ejército, histórico baluarte del laicismo desde Atatürk. Un proceso que culminaría ese año gracias al caso Ergenekon, un macrojuicio que llevó a 300 personas al banquillo, acusadas de promover una conspiración para derribar al Gobierno. El proceso fue dirigido por jueces relacionados con Fethullah Gülen, aliado entonces de Erdogan y convertido hoy en el principal enemigo del presidente. Gülen es una figura clave para entender los entresijos de la Turquía de los últimos años. Es la cabeza visible de uno de los movimientos religiosos más influyentes del país, entreverado en toda la sociedad, especialmente entre los círculos más poderosos. Gülen y sus fieles crearon una alianza con Erdogan para hacer frente al secularismo, pero, una vez neutralizado el enemigo común, se abrió la grieta entre ambos. El 17 de diciembre de 2013, Gülen destapó, a través de sus jueces y fiscales, el mayor caso de corrupción de la historia del AKP, que salpicaba a instituciones como el Halk Bank, uno de los bancos estatales más importantes.

Desde entonces, Erdogan mantiene una lucha abierta contra Gülen y sus seguidores, miembros de lo que en Turquía llaman el ‘Estado Paralelo’. una extensa red que se extiende por todos los estratos sociales y empresariales, Fuerzas Armadas, judicatura y medios de comunicación, y que durante años ha espiado y almacenado material para extorsionar a sus rivales políticos.

Gülen, de hecho, ha torpedeado a Erdogan desde 2012, y la imagen del ya sexagenario Erdogan no ha salido indemne, culminando en el descontento popular de 2013 ante la restricción de derechos y libertades. Ese año, miles de jóvenes de sectores seculares y clase media urbana clamaron contra el radicalismo, el absolutismo, la corrupción y la destrucción de la herencia de Atatürk en la popular plaza Taksim de Estambul

La espiral autoritaria

En los cables de la diplomacia norteamericana destapados por Wikileaks, Erdogan fue definido como un «patriarca que domina con estrictas normas autocráticas». Y fue con esas mismas directrices, a golpe de propaganda y puño de hierro, como Erdogan puso fin a las protestas mientras se consolidaba una persecución a la prensa opositora que ha llevado a la cárcel a miles de periodistas, a la intervención del principal diario nacional, Zaman, antaño favorable a Erdogan, y al cierre de cientos de emisoras.

Al estilo de Putin, a Erdogan le gusta rodearse de soldados. En 2010, por ejemplo, viajó al este de Turquía, a las montañas donde el Ejército combate a la guerrilla kurda.

Con toda esta espiral autoritaria, Erdogan deja claro que no piensa abandonar el poder. Solo el traspié de los comicios de junio de 2015 -el AKP perdió la mayoría absoluta, truncando su proyecto de reforma constitucional- ha ensombrecido la trayectoria del partido, que acumula cuatro mayorías consecutivas. En un primer momento, la entrada en escena del prokurdo Partido Democrático de los Pueblos (HDP) ahuyentó las expectativas triunfalistas de Erdogan. Desde entonces, sin embargo, el líder ha recuperado su peso, bloqueando el proceso de paz envuelto en la bandera turca, y se ha opuesto a una modificación de la ley antiterrorista actual que amenaza a cualquiera que se oponga al Ejecutivo.

Tras impulsar la paz con los Kurdos, reavivó el conflicto para poder ganar las últimas elecciones

A semejanza del caso español, sin opciones de formar gobierno, Turquía repitió elecciones en noviembre. Con el olfato político de un chacal, Erdogan preparó la batalla electoral jugando la carta de la inestabilidad, reavivando el conflicto kurdo y apelando al nacionalismo. Con esas bazas recuperó la mayoría absoluta y formó gobierno, aunque no le baste para impulsar su reforma presidencialista. Ahora, tras la ruptura del alto al fuego con el PKK -el detonante, tras dos años de paz, fue el asesinato de dos policías-, Turquía ha regresado al escenario bélico de los noventa, cuando se consumó la política de tierra quemada que desplazó a miles de familias y dejó miles de muertos. Es decir, todo el camino recorrido por los derechos de esta minoría se ha esfumado de un plumazo bajo los bombardeos del Ejército sobre las bases del PKK.

El rapto de Europa

Al drama de la causa kurda se suma, además, el de los refugiados sirios llegados en masa a Turquía desde el inicio de la guerra civil en 2011. Una tragedia a la que Erdogan ha sabido sacar partido, arrancando a la Unión Europea un acuerdo por el cual Ankara recibirá 6000 millones hasta 2018, mientras se elimina la obligación de visados para sus ciudadanos y se abre un nuevo compromiso en el interminable proceso de adhesión a la Unión Europea. Así las cosas, en Turquía apenas quedan voces opuestas al presidente. Pocos son capaces de mellar su aura ganadora y hasta Bruselas se pliega a sus exigencias. Con andares de matón de barrio, el que fuera uno de tantos niños que correteaban por las calles de Estambul, envía ahora, desde el megapalacio que se ha mandado construir en Ankara, un claro mensaje al mundo: el Sultán prevalecerá.

De izda a dcha. su hija Esra, de 34; su esposa, Emine, de 61; su hijo Bilal, de 35; y su hija Sümmeye, de 30, en la toma de posesión presidencial del patriarca.

Un vecindario explosivo

Irak. Erdogan siempre ha buscado desestabilizar un Irak de mayoría chií afín a Irán, favoreciendo a las milicias suníes. Además, las quejas de Bagdad son constantes ante las repetidas violaciones de su espacio aéreo en la lucha que Turquía libra contra los kurdos. En 2015, incluso tropas turcas cruzaron la frontera sin autorización para, supuestamente, entrenar a milicias antikurdas.

Rusia. Unidos por el proyecto de un gaseoducto a través de Turquía, el derribo de un caza ruso ha perturbado sus, hasta hoy, buenas relaciones comerciales.

Armenia. La frontera entre ambos países, tradicionales enemigos, está cerrada. El obstáculo es Azerbaiyán, aliado turco que reclama la región armenia de Nagorno Karabaj.

Irán. Pese a las diferencias religiosas, sus relaciones siempre han sido estables. Incluso ante las sanciones internacionales siguió comprándole energía.

Siria

Erdogan apostó en la guerra por derrocar a Bashar al-Assad. Para ello, da apoyo logístico a facciones como Ahrar al-Sham, a la que califica de moderada pese a sus similitudes con Al Qaeda, y a otros grupos suníes que luchan en el norte del país. También asiste a cualquier milicia que combata a los kurdos sirios, aunque estos sean también enemigos de al-Assad. Pretende, además, crear una zona tampón en el norte para realojar a los más de 2,7 millones de refugiados que hay en Turquía.

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