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MI HERMOSA LAVANDERÍA

Canciones de amor para pulpos extraterrestres

Isabel Coixet

Martes, 20 de Diciembre 2016

Tiempo de lectura: 2 min

Nos pasamos la vida mirando las estrellas. Las nubes. La luna. El cielo. Hablamos de ellos, juramos por ellos, soñamos con ellos. Sabiendo que nunca los tocaremos. Algunos fueron a la luna y dejaron allá, en la superficie lunar, una foto de la familia, como ese astronauta que hace poco confesó precisamente eso en una reciente entrevista que le hicieron al cumplir 80 años: contraviniendo las órdenes de sus superiores, llevó en su traje espacial una foto de familia; padre, madre, los niños sonrientes impresos en los colores, desvaídos antes de tiempo, de las fotos Kodachrome de los setenta, y la depositó con mimo en la tierra gris marengo de un satélite que vemos casi todas las noches, brillante, rojo, púrpura, azul, amarillo dorado. Nunca me he sentido más desconcertada como cuando iba al colegio y nos explicaban que la luz de las estrellas que veíamos a menudo era un espejismo, que muchas de ellas habían desaparecido y que lo que veíamos era su reflejo con retraso. Me sentí también un poco estafada, como si el cielo me estuviera jugando una mala pasada y ya no pudiera confiar en lo que claramente veía con mis ojos. Pero cuando nos enseñaron 2001 una odisea del espacio, en el instituto, me di cuenta de que hay muchas más cosas detrás de lo que uno ve o cree ver en el cielo. Y secretamente doté al famoso monolito de la película de alma y corazón y sabiduría infinita. Durante años soñé con 2001..., con valses, la prehistoria, con un más allá de las estrellas psicodélico y rotundo. Viví mirando el cielo y preguntándome dónde estaban "ellos", cuándo llegarían y cómo. Viendo la película Arrival, volví a sentirme como la adolescente que amaba el monolito, aunque esta vez el monolito fuera una mezcla de la torre Agbar de Jean Nouvel y del hotel Vela. Mucho se ha escrito de esta película, de sus trampas, de sus incongruencias narrativas. No me pueden importar menos los comentarios de los críticos de turno, que se toman las películas con la indiferencia fatigada de burócratas a punto de jubilarse. Porque mientras estaba en la butaca, mirando la cara de elocuente silencio de Amy Adams, durante unos instantes volví a sentirme con una intensidad abrumadora como la adolescente que alimentaba la secreta esperanza de que más allá de la luz de las estrellas muertas, de los satélites, de los planetas, del sistema solar, de los monolitos, de los valses de Strauss, hubiera una raza de extraterrestres, sin nuestros cuerpos, sin nuestras mezquindades, sin nuestras taras, una raza de entes que un día llegarían y nos susurrarían al oído las claves para que zanjáramos de una vez nuestros conflictos, nuestras rencillas, nuestra conducta autodestructiva, nuestra mierda. Mientras los pulpos extraterrestres de Arrival dibujaban sus círculos abstractos en la pantalla, empecé a canturrear en mi cabeza una silenciosa canción de amor. Venid pronto, no tardéis, esto se está poniendo muy feo, os esperamos.