Cuando ya es demasiado tarde

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

En las últimas semanas hemos asistido a condenas al Gobierno español por sus imprecisiones en las reformas energéticas. Castigos judiciales que se unen a una ristra de multas y devoluciones de ayudas a los fondos europeos, que el Gobierno utilizó de manera inadecuada, casi siempre para premiar a empresas amigas o negocios que les resultaban simpáticos. Saltarse las normas europeas acarrea estos castigos y España figura año tras año como uno de los países que acumula más sanciones que van desde la afición por el delito ecológico tolerada hasta el falseamiento de cuentas. Con la reforma de la estiba portuaria, solo la amenaza de multa millonaria llevó a las autoridades españolas a aprobar nuevas leyes conformes con el derecho comunitario. Se encontró bastante solo, porque el resto de los partidos jugó a lo que les gusta jugar siempre a los políticos cuando no están en el Gobierno, a fantásticos y viriles antisistema. La verdad es más ramplona, hay normas que trascienden nuestro ámbito y, si queremos recurrir a ellas cuando nos engañan o se saltan las normativas los países vecinos, también tendremos que aceptar su regulación cuando nos perjudica.

El colectivo europeo, pese a la legión de burócratas, nos ayuda a superar el reinado de los caciques locales, de los corruptos desmelenados que en España han florecido siempre al amparo del concurso público y la gestión política de los recursos. Pese a los incendiarios discursos contra la Unión Europea, cada vez es más evidente que la regulación que nos llega de allí es más inteligente y transparente que la que son capaces de darnos nuestros gobernantes locales. Lo han visto con claridad los taxistas, últimos afectados por la asombrosa capacidad de las empresas norteamericanas de tecnología para apoderarse de los mercados nacionales. La simulación de que Uber era una empresa amigable que venía a solventar de manera humanista el transporte entre personas sonaba tan capciosa que era normal que pusiera en pie de guerra al gremio. Antes que ellos, tantos y tantos oficios han visto hundirse sus posibilidades económicas por esa avaricia disfrazada de cordero con el bello nombre de ‘economía colaborativa’.

Ha sido la Unión Europea la que ha dicho que esas empresas de conductores espontáneos currando a destajo para dos multimillonarios de San Francisco tenían que ser regidas por las mismas obligaciones y deberes que cualquier empresa de transporte de pasajeros. Mientras los gobiernos nacionales se arrugaban ante las presiones populares, son los tribunales europeos los que ponen un poco de rigor en sectores vapuleados por los cuatreros. Los taxistas harían bien en confiar en la legalidad europea en vez de ponerse en manos del corporativismo violento. Su enfrentamiento con Cabify, empresa bien distinta a Uber, con quema de coches y conflicto constante, está perjudicando seriamente su imagen. Atajar los desmanes de tantas empresas que se saltan las leyes laborales para lograr un irracional beneficio particular es una tarea que exige sofisticación legal. La legislación europea, al englobar a tantos países, es la única con fuerza para oponerse con éxito a esta demencial humillación del latifundio corporativo que nos han impuesto en las redes, donde la información, la publicidad, la búsqueda y todo lo que tiene relación con el mercado digital está involucionando hacia valores feudales.

Pronto una normativa europea tendrá que rediseñar el mercado de alquiler de pisos turísticos. El gran acierto de quienes se aprovechan de lo que pudo ser la verdadera economía colaborativa ha sido el de convertir de una manera natural a los ciudadanos de a pie en carroñeros de sus vecinos, de sus espacios geográficos, de los recursos de su país. El alquiler turístico incontrolado provoca la desmembración del espíritu vecinal, la burbuja especulativa en la vivienda, la expulsión de los jóvenes de sus barrios naturales y, de manera lateral, la precarización del empleo en hostelería. La prostitución parece el modelo de negocio que guía estas alternativas empresariales que nos rodean. Oye, nos parecen decir, que cada uno haga con su cuerpo lo que quiera. Y, claro, somos tan imbéciles que nos hemos creído que eso es una forma de libertad. Vayan, vayan a preguntar a las pobres chicas que se prostituyen en las aceras y los clubs de su ciudad por la libertad de la que gozan. Así aprenderemos algo.

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