Turquía es hoy el país con más periodistas encarcelados de todo el planeta. Acusados de terrorismo, el Gobierno los detiene y cierra todo medio que le lleve la contraria. Estos son sus testimonios. Por Louise Callaghan

«¡Policía! ¡Abran la puerta!».
El periodista Tunca Ogreten, de 35 años, dormía con su novia la noche de Navidad cuando los servicios de seguridad aporrearon su apartamento en Estambul. Él y su pareja, Minez Bayulgen, de 30, son periodistas en medios de la oposición. Eran las tres de la mañana y en el exterior había siete policías y cuatro soldados con fusiles automáticos. «Gritaban -cuenta la periodista- como si fuésemos los terroristas más peligrosos del mundo».

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Minez Bayulgen

Su pareja abrió la puerta. Registraron el pisito durante horas en busca de pruebas que lo relacionasen con un grupo no especificado. No encontraron nada, pero se lo llevaron. Durante dos días, sus abogados fueron de comisaría en comisaría, preguntando por él, hasta localizarlo en un centro de detención, encerrado con cinco personas más en una celda individual. Ni siquiera tenía permiso para ducharse. Allí esperó 24 días hasta que fue llevado al juzgado, acusado de pertenencia a una organización terrorista y trasladado a una cárcel a la espera de juicio. Han pasado seis meses.

Junto con Ogreten en las prisiones turcas viven hoy más de 150 periodistas y empleados en medios de comunicación -más que en China, segunda en este ignominioso ranking, con 103 reclusos- de todo el espectro político: secularistas, islamistas, separatistas kurdos, izquierdistas, ultranacionalistas, incluso una antigua estrella del pop, todos etiquetados como enemigos del Estado. La mayoría fueron encarcelados tras el intento de asonada de julio de 2016, cuando el presidente Recep Tayyip Erdogan ordenó una redada masiva que se saldó con 47.000 detenidos. Desde entonces, más de 150 medios de comunicación turcos han sido cerrados por decreto.

Desde el golpe de julio de 2016, más de 150 medios de comunicación turcos han sido cerrados por decreto

En mayo fueron detenidos el propietario y tres empleados de otro periódico crítico con Erdogan, Sozcu. A pesar de que los cuatro rechazan de forma expresa todo sistema religioso, están acusados de trabajar al servicio de Fethullah Gülen, el clérigo al que Ankara considera el cerebro del fracasado golpe de Estado; acusación que, por otro lado, el aludido rechaza.

Las purgas en Turquía no han cesado desde el golpe de Estado que el país sufrió en julio de 2016. «Hay una represión sin precedentes de la libertad de prensa», denuncia Rebecca Vincent, directiva de Periodistas Sin Fronteras

Desde hace meses, todos los jueves, la periodista Bayulgen se levanta temprano para cubrir hora y media de carretera hasta la prisión de Silivri, entre las barriadas de colores anaranjados que circundan Estambul: kilómetros y kilómetros de viviendas sociales y apartamentos construidos durante los 15 años de reinado del Partido por la Justicia y la Libertad (AKP). Muchos están empapelados con carteles de Erdogan, restos de la campaña del referéndum del pasado abril, cuando el 51 por ciento del electorado aprobó ampliar sus poderes. «El resultado no fue sorprendente, a tenor del escaso pluralismo informativo -dice Rebecca Vincent, directora de la delegación británica de Periodistas sin Fronteras-. Hay una represión sin precedentes de la libertad de prensa».

Nadie le tose a Erdogan

En la prisión, Bayulgen y Ogreten hablan por un teléfono durante 35 minutos separados por un grueso cristal. Entre una visita y otra se escriben cartas, siempre revisadas. «Nos escuchan mientras hablamos -dice la periodista-. Ha perdido tanto peso… Se le ve empequeñecido». Desde el golpe, la cárcel -una de las mayores de Europa- está a reventar y hay incontables denuncias de malos tratos.
Aysenur Parildak, de 27 años, está acusada de pertenencia a una banda terrorista. Esta antigua empleada en un diario partidario de Gülen hizo llegar su historia a la prensa: «Me pegaron y sufrí abusos sexuales. Me interrogaron día y noche. Los que hacían las preguntas estaban borrachos. Y no lo ocultaban».

«Me pegaron y sufrí abusos sexuales», ha denunciado una periodista en la prensa

Deniz Yucel, un periodista alemán-turco detenido en febrero por «difundir propaganda terrorista», lleva meses en una celda de aislamiento. La canciller alemana, Angela Merkel, ha exigido su libertad, pero nadie ha prestado mucha atención a sus requerimientos.

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Sehriban Aksoy

Otros líderes occidentales se abstienen de criticar a Turquía, temerosos de que Erdogan abra las puertas de Europa a los más de 3,5 millones de refugiados que hay en el país. En enero, la primera ministra británica, Theresa May, señaló vagamente que Turquía, al igual que otros países, tendría que prestar atención a «los derechos humanos»; dicho lo cual anunció un contrato de armamento de cien millones de libras y estrechó la mano de Erdogan.

En Twitter, ‘trolls’ profesionales señalan a los sospechosos de simpatizar con el golpe. Las campañas de desprestigio son feroces

Donald Trump también ha recibido a Erdogan con los brazos abiertos en la Casa Blanca en una visita empañada por los guardaespaldas del turco, que agredieron a varios kurdos en Washington. El Departamento de Estado señaló que «la violencia nunca puede ser una respuesta a la libertad de expresión»; el Gobierno turco dijo que los manifestantes eran partidarios de una organización terrorista. Trump no dijo ni tuiteó nada.

El niño bonito de Occidente

Hace diez años, Europa y Estados Unidos contemplaban con admiración a este ‘habilidoso’ político turco, prueba de que la democracia podía florecer en el mundo musulmán. Erdogan se ganó la adoración de las clases bajas de su país al prometer viviendas, sanidad pública y libertad religiosa. Algunos izquierdistas, cansados del establishment ultrasecular que dominara la política turca desde la fundación de la república en 1923, se sumaron a sus filas. Incluso la minoría kurda, desplazada y en horas bajas tras décadas de guerra entre el PKK y el Estado, elogió a Erdogan por su propuesta de conversaciones de paz.

En su empeño por arrebatarle el poder a las clases seculares, encontró un poderoso aliado en el clérigo Fethullah Gülen, que contaba con una densa red de seguidores en Turquía y el mundo entero a través de sus escuelas, fundaciones y organizaciones de beneficencia. Muchos de ellos eran hombres y mujeres jóvenes brillantes, pero pobres, procedentes de la Turquía rural. Gülen los educó y les proporcionó una voz. A cambio, aceptaron una ideología. una versión del islam de orientación ecuménica y fuerte influencia del misticismo sufí. Pero, llegado 2013, el partido de Erdogan, el AKP, se vio atrapado en varios escándalos de corrupción. El Gobierno alegó que las acusaciones se basaban en pruebas amañadas por los gulenistas. Era el final de la luna de miel. Gülen se exilió en Pensilvania, y en Erdogan fue creciendo la inquietud de que los seguidores de Gülen se convirtieran en el enemigo interior. En mayo de ese año reprimió con brutalidad unas protestas en Estambul, y la comunidad internacional dejó de mirar al presidente con arrobo.

En julio pasado, el intento de golpe vino a justificar sus sospechas. En una noche calurosa, los helicópteros abrieron fuego contra el Parlamento y los carros de combate aniquilaron a partidarios del Gobierno que habían salido a la calle. El resultado: casi 300 muertos. Al amanecer, los golpistas habían sido derrotados. Lo que siguió fue la caza de brujas. Erdogan no alberga dudas: Gülen orquestó el golpe y sus seguidores -que se cuentan por millones- son todos terroristas.

Más de 4000 jueces y fiscales han sido despedidos y cientos de abogados están presos «por apoyar el golpe»

«No vamos a tolerar a quienes operan como espías y organizaciones terroristas con el pretexto del periodismo -bufó Erdogan en marzo-. Basta ver el listado de periodistas (detenidos) para comprobar que hablamos de asesinos, ladrones, pedófilos, mangantes y de muchas más cosas. Todo esto nada tiene que ver con el periodismo».

Los medios están ahora bajo su control de forma casi exclusiva. Los turcos están sometidos a un bombardeo de imágenes de atentados, funerales de policías y un sinfín de secuencias en las que Erdogan denuncia a sus críticos. En Twitter, trolls profesionales señalan a sospechosos de «simpatizar con el golpe». Las campañas de desprestigio son feroces y efectivas. Muchos críticos optan por mantener un perfil bajo. La paranoia es asfixiante.

Las purgas no afectan solo a periodistas, también se han extendido por el sistema judicial. Más de 4000 jueces y fiscales han sido despedidos y centenares de abogados duermen en la cárcel por supuesta implicación en el golpe. Las detenciones de empleados de los juzgados -desde alguaciles hasta taquígrafos- se suceden. Los expertos aseguran que en Turquía no hay posibilidad de obtener un juicio justo y con garantías.

Para algunos, la solución está en el extranjero, en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Por el momento, los abogados turcos han convencido a la Corte de Estrasburgo de que examine los casos de ocho periodistas encarcelados. Entre ellos está Ahmet Altan, conocido crítico del Gobierno, acusado de pertenencia a un grupo terrorista y de conspiración para derribar al ejecutivo por medio de «mensajes subliminales» durante una aparición en televisión.

Para que la Corte europea se haga cargo de estos casos, los abogados deben demostrar que han agotado la vía judicial doméstica. Su argumentación en este sentido es que sus clientes no van a obtener justicia en el Tribunal Constitucional turco, que tiene casi 100.000 casos pendientes de revisión.

«El Constitucional resuelve un promedio de 20.000 casos al año -explica Tobias Garnett, el abogado británico que representa a Ahmet Altan en asociación con P24, una organización estambulí defensora de la libertad de prensa-. Desde el golpe, el Tribunal no ha resuelto un solo caso. No se sabe si de forma intencionada o no, pero el hecho es que está bloqueando el acceso a la justicia».

Ankara lo niega con el argumento de que los periodistas serán juzgados con plenas garantías en suelo nacional. «El Estado turco, sin duda, alegará que no hemos agotado todas las vías disponibles en Turquía -vaticina Garnett-, pero la inacción del Constitucional indica que eso va a ser imposible. La gente está sumida en un purgatorio legal. Tenemos que salir de este marasmo».

Mantener la esperanza

Hace tres meses, Minez Bayulgen se casó con Tunca Ogreten en la cárcel. Fue una decisión de tipo práctico: las autoridades hacen lo imposible por obstruir las visitas de quienes no sean familiares directos. La joven pareja había soñado con un banquete de bodas en un restaurante de Estambul, junto al Bósforo, pero se conformaron con una ceremonia de siete minutos con dos únicos invitados: un funcionario y un policía. «Dejaron que nos abrazáramos, pero luego tuve que irme -recuerda la periodista-. Fue muy raro, pero me sentí muy feliz de haberme casado con él».

Bayulgen está convencida de que no tardarán en ponerlo en libertad. Pero, si llegan a condenarlo en firme, su esposo podría pasar el resto de su vida en la cárcel. «Creo que van a soltarlo -se dice-. Tienen que hacerlo. Seguimos haciendo planes para nuestra boda de verdad. Estoy obligada a mantener la esperanza».

Tunca Ogreten y Minez Bayulgen

«En Turquía, todos los disidentes son considerados terroristas hoy»

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Estoy preso porque investigo. Hoy, en Turquía, periodistas, parlamentarios, académicos… todos los disidentes son considerados terroristas». El periodista turco Tunca Ogreten fue detenido la pasada Navidad en Estambul; poco después, desde su celda, escribió estas palabras en una carta enviada a The Sunday Times. Él y su novia, Minez Bayulgen trabajaban en Taraf un diario opositor clausurado tras el golpe del pasado julio. Ella no ha vuelto a conseguir empleo, pero Ogreten fue contratado por Diken, un portal izquierdista para el que escribió varios artículos denunciando que el yerno de Erdogan (el ministro de energía Berat Albayrak) tenía vínculos con una compañía acusada de comprar crudo al ISIS. El ministro lo negó todo y él y otros colegas que habían escrito sobre el asunto fueron acusados de ser enemigos del Estado.

Murat y Sehriban Aksoy

Un diario tiene tantos periodistas presos que organiza un autobús para los familiares

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Murat Aksoy era uno de los columnistas más conocidos de Turquía. Escribía en el diario pro gubernamental Yeni Şafak. Hace ocho meses fue detenido bajo la acusación de pertenecer a la organización del clérigo musulmán Fethullah Gülen, al que Erdogan considera su mayor enemigo y atribuye el intento de golpe de Estado que Turquía sufrió hace un año. La esposa de Murat, Sehriban, afirma que está preso en la cárcel de Silivri, a hora y media al oeste de Estambul. La prisión, una de las mayores de Europa, ha superado su capacidad tras la fallida asonada. Aquí residen hoy la mayoría de los periodistas detenidos por el régimen de Erdogan. El diario Cumhuriyet, por ejemplo, uno de los diarios opositores que no ha sido cerrado, tiene tantos periodistas encarcelados allí que ha organizado un autobús semanal para sus familiares.

Mathias Depardon

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Este fotógrafo francés fue detenido por retratar a las familias de los periodistas que salen en este reportaje. Tras una huelga de hambre y la presión del presidente Emmanuel Macron y de Reporteros Sin Fronteras, fue liberado.

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