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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Plaga de langosta

Juan Manuel de Prada

Lunes, 14 de Agosto 2017

Tiempo de lectura: 3 min

Allá en mi juventud, cada vez que se abría un hipermercado a las afueras de mi pequeña ciudad, siempre escuchaba la misma cantinela: la apertura dinamizaría la economía local, se crearían muchos puestos de trabajo, nuestras compras nos resultarían mucho más baratas, etcétera. Todas estas paparruchas las ponía en circulación la empresa (generalmente multinacional) a la que se había hecho la concesión de terrenos y licencias; y las repetían como loritos los políticos y periodistas sobrecogedores. Aunque mucho más desalentador todavía era escuchar a la pobre gente cretinizada repetir aquella alfalfa de tópicos cínicos que pronto se iba a volver contra ella. Pues la apertura de aquellos centros comerciales arrasó para siempre el comercio local, obligando a muchos tenderos a cerrar sus establecimientos y a dejar sin trabajo a multitud de dependientes que, si deseaban volver a emplearse, tenían que trabajar por la mitad de sueldo y sin esperanza de promoción laboral en el hipermercado de turno. Que tal vez ofreciese los productos ligeramente más baratos (a costa de imponer condiciones leoninas a sus proveedores y oprimir a sus trabajadores), pero obligaba a sus clientes a desplazarse en automóvil y los incitaba, con su aparatoso despliegue de novedades, a hacer gastos superfluos. Los estragos que aquellos hipermercados y centros comerciales causaron en su día en el comercio local se repiten, a escala planetaria, con la universalización del comercio digital. Algún día alguien debería encargarse de recopilar todas las sandeces que gurús mamarrachos y demás apóstoles de interné ensartaron (los más avispados, después de coger su sobre; los más botarates, por el mero afán de hacerse los modernos), entonando las loas del comercio digital. Nos aseguraron que el comercio digital sería el paraíso de la competencia, donde cualquier 'emprendedor' (así designa cínicamente nuestra época al pobre hombre obligado a buscarse la vida a salto de mata) podría competir en igualdad de condiciones con las grandes compañías. Nos dijeron que la proliferación de empresas virtuales disminuiría enormemente los costes de producción, lo que redundaría en una mayor contratación y en mejores sueldos. Nos dijeron que disfrutaríamos de una oferta más variada, de precios más accesibles, de un comercio más justo y sostenible. Ahora ya sabemos que aquel comercio digital ha favorecido el dominio asfixiante de unas pocas compañías hegemónicas que se han convertido en monopolios mucho más feroces que los existentes en cualquier otra época; y que, después de acaparar los beneficios de sus respectivos negocios, han ampliado su radio de acción, hasta convertirse en 'contenedores' que venden los productos más variopintos, obligando a cualquier competidor a allanarse a sus condiciones oprobiosas, si desea hacerse mínimamente visible. Simultáneamente, el comercio digital ha destruido millones de puestos de trabajo; y los pocos que ha creado están mal remunerados y sin posibilidad alguna de promoción. La destrucción de empleos en algunos sectores ha sido devastadora, hasta casi condenarlos a la extinción; y, a la vez, se han generado nuevas categorías laborales por completo desprotegidas, pues las grandes compañías que se reparten el bacalao del comercio digital, al estar 'deslocalizadas', pueden permitirse saltarse a la torera las legislaciones que el comercio local tiene que cumplir a rajatabla, tanto en su contratación como en el pago de impuestos. Y, a la vez que devasta las economías nacionales y concentra los beneficios en muy pocas manos, a la vez que acumula plusvalías y arrasa empleos, ha multiplicado exponencialmente los transportes, en una despiadada agresión medioambiental. ¿Y qué hacen los Estados por evitar los estragos de esta nueva economía que ha caído sobre nosotros como plaga de langosta? Nada, por supuesto. Pues están muy ocupados confeccionando leyes sobre diversidad sexual y otras morfinas de bragueta que hagan más llevadera nuestra esclavitud. Así se ha cumplido el designio del Gran Inquisidor de Dostoievski: «Nosotros les enseñaremos que la felicidad infantil es la más deliciosa. (...) Desde luego, los haremos trabajar, pero organizaremos su vida de modo que en las horas de recreo se diviertan como niños. Incluso les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Y ellos nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros».

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