Algunos de los nuestros

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Con apenas horas de distancia morían en el pasado mes de agosto dos personalidades del cine español difícilmente repetibles. La actriz Terele Pávez contaba en ocasiones que de pequeña jugaba con los premios de interpretación que ganaba su hermana mayor, Emma Penella, y fingía ante el espejo discursos de agradecimiento. Más que de premios, Terele fue monarca en esa rara jerarquía de los actores donde una personalidad puede más que todos los éxitos, los prestigios y el favoritismo de las cadenas de televisión en sus repartos. Junto con sus dos hermanas, la tercera fue Elisa Montés, todas ellas con distinto apellido, pero idéntico origen, emprendió una carrera que contradice los tópicos sobre el oficio. No alcanzó el éxito de joven, sino que los papeles de su madurez y un físico rotundamente particular le abrieron las puertas de la fama. Hermosa y maldita, no jugueteó en los bordes del abismo, sino que los frecuentó con milagroso encanto de resucitada.

La primera vez que oí hablar de ella sobrevivía a duras penas en el abandono, tratando de sacar adelante a su hijo Carolo, entonces un niño. Un amigo acudía a su casa para que ella le diera de comer y a cambio dejaba algo de dinero a Terele. Yo era un adolescente entonces y recuerdo pensar lo delicada que era la profesión de actriz para acabar malviviendo así. Pero Terele tuvo varias vidas, algunas inhóspitas, y apenas un par de años después le llegó el papel de Régula en Los santos inocentes y un amago de regreso. Eso sí, sonreía siempre, echándose el pelazo hacia atrás, como si se arremangara con esa risa para afrontar las desgracias que le echaran por delante. Para ganarse la voz aguardentosa que la hizo célebre no hay otro cursillo que el que nadie quiere cursar. Si Terele hubiera sido norteamericana no se escapaba de la galería de hermosos y malditos, muy malditos, pero los actores españoles no son iconos, son nuestros.

De Basilio Martín Patino se sabía que el secreto del cine podía resumirse en sus deslumbrantes ojos azules. Tenía una energía invisible y en su caso la sonrisa perpetua era un estilete. De algo se reía siempre Basilio, y era de lo que le rodeaba. Se aficionó a jugar con la memoria histórica antes de que se acuñara el término, reflexionando con los recuerdos condicionados y tirándole pedradas a todos los cristales que nadie quiere romper entre ficción y realidad antes de que combinar esas dos instancias se pusiera de moda. Basilio hubiera inventado un país estupendo si le hubieran dejado, pero casi todas las filmografías de los directores españoles que más he admirado son un reguero de fracasos, desencuentros e incomprensiones. Lo mejor de Basilio es que entre sus películas más memorables dejó un recado para las generaciones futuras que quieran saber cómo éramos. Canciones para después de una guerra, Caudillo y Queridísimos verdugos son un perfecto programa de formación de un espíritu nacional, lo que pasa que no es el espíritu que más se lleva. Ahora lo nacional es siempre intachable, formidable, hay que pasearlo como paseaba Franco los coros y danzas por la Castellana festejando los años de paz, y vuelve a estar de moda el catalogar a los espíritus críticos como malos patriotas.

Aunque Basilio batalló contra la censura y el franquismo, sería improbable que hoy, en unos tiempos de mayor libertad, una película como su Canciones… metiera en las salas el millón de espectadores que metió, descontado el enorme fraude de taquilla de entonces. La censura actual tiene rostros más amables, va disfrazada de contable, de consejero de administración, de concejalía de cultura, de conocedor intachable de los gustos de la gente. En el despropósito industrial de nuestro cine, Martín Patino eligió el autoexilio, una región de bajo coste, menor comunicación, pendiente de oportunidades, ventanas abiertas, ayudas casuales. Por ahí trazó otra de esas carreras de fracaso en fracaso hasta el éxito final, o viceversa, que jalonan, en mi opinión, a los mejores cineastas de nuestro país, llámense Berlanga, Fernán Gómez, Summers. No hay cielo posible para ellos, para el descreimiento risueño de Basilio y sus congéneres, todos sus paraísos eran de fabricación casera. Les queda, como mucho, la mágica rotación del cine, una eternidad amenazada de desalojo.

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