La enfermedad siempre se ha llevado bien con la literatura. Quizá por ello los protagonistas de estas páginas se han entendido de maravilla. Por Fernando Goitia

Se conocieron mientras preparaban Vivir a pulso, un libro de la Clínica Universidad de Navarra en el que diez escritores convierten en relato la vida de otros tantos pacientes. Hemos reunido a seis de ellos para este reportaje.

Bernardo Atxaga y Felisa Rodríguez: «Felisa se ha leído más de mil libros en braille»

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El escritor vasco relata la historia de Felisa. Esta mujer de 63 años perdió la vista a los 2 años y, después, también la audición por una patología llamada NARP. Ahora, dos implantes le han permitido recuperar el oído.

Felisa Rodríguez no tenía ganas de contarle su historia a nadie hasta que le dijeron que se la escribiría Bernardo Atxaga. «’Mira qué bien’, me dije. ‘Podré leer un libro de Atxaga en el que yo soy la protagonista’», recuerda Felisa, provocando la risa del escritor, sentado hoy a su lado.
Ciega desde niña, sorda de forma progresiva hasta que, con 47 años, un implante en su oído izquierdo le permitió volver a escuchar el mundo, Felisa resultó ser una gran fan del escritor guipuzcoano. Ahora, sin embargo, han cambiado las tornas: Atxaga es un gran admirador de Felisa.
Escritor y paciente se conocieron hace 2 años, cuando aceptaron la propuesta de la Clínica Universidad de Navarra para incluir el caso de Felisa en el libro Vivir a pulso, que Alfaguara publica el 16 de noviembre. «Fue el día de San José», rememora ella. Faltaba poco para que le colocaran otro implante gracias al cual recuperaría también el oído derecho y, como recuerda Atxaga, «Felisa se sentía como si le faltara ‘medio cuerpo’». Tenía prisa por ser operada de nuevo.

Atxaga, sordo de un oído, aceptó el encargo porque, cuenta, la ceguera y la sordera han sido temas recurrentes en su vida y su obra. «Pero esto era diferente -matiza-. Felisa no es un personaje, es una persona y sentí que no debía apresurarme con ella; ‘estar a recibir’, como diría un pelotari. Pasamos cuatro meses hablando, viajando yo siete veces de Vitoria a Pamplona, además de intercambiar decenas de correos, para conocer su entorno, a su madre; poco a poco».

Felisa, atentos sus oídos a la procedencia de los sonidos que la rodean, añade con celeridad. «Si yo hubiera podido hablar por teléfono sin problemas, no nos hubiéramos visto tantas veces ni escrito tanto. Esa fue, de hecho, la clave de nuestra armonía. Y para mí es un lujo. Cada vez que veo un correo suyo, me siento importante. ¡Cómo te cuenta algo con tres trazos! ¡Qué bonito! ¡Uf!». A su lado, el escritor de Asteasu sonríe.

Las puertas de la casa de Felisa se abrieron así de par en par al escritor. No esperaba Atxaga, sin embargo, que por el camino se le abrieran también las del quirófano en el que su compañera de viaje literario había depositado tantas esperanzas.

«Cubierta la ropa de calle con una bata que parecía impermeable, envueltos los zapatos en calzas de plástico, con gorro y guantes», Atxaga asistió a la operación donde pudo cincelar un momento culminante de su relato con frases como: «El doctor Manrique había acabado de preparar el receptáculo para el estimulador de titanio y se disponía a abrir el canalillo para el hilo de los electrodos».

Tras aquella intervención, Atxaga culminó NARP. El caso de Felisa Rodríguez, el título de su aportación a Vivir a pulso. Felisa pudo visualizar así, guiada por las palabras de Atxaga, su propia cirugía, aunque no se muestre impresionada. «Lo que más me gusta es que me meto en el personaje, en el propio Bernardo, que está de pie ahí en medio, como si estorbara, nervioso perdido», dice, provocando carcajadas a su alrededor.

Hoy, Felisa tiene un ordenador que le lee textos y un móvil con voz sintetizada para las novelas. «Antes de recibir el primer implante -subraya Atxaga, puro asombro-, ya se había leído más de mil libros». El Quijote, sin ir más lejos. «Catorce tomos en braille», dice Felisa. Las obras completas de Freud, por ejemplo, le ocupan toda una estantería. Y, por supuesto, a Atxaga. «El año que viene te tienen que dar el Cervantes», le dice Felisa, provocando la risa escéptica de su amigo escritor. Porque eso es lo que son: amigos.

Luis Mateo Díez y Manuel Arellano: «Muchos de mis personajes enfermos hubieran admirado a Manuel»

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El académico y novelista leonés escribe sobre Manuel. A sus 43 años ha recibido dos trasplantes de riñón y ha superado un cáncer, un linfoma y diversas complicaciones asociadas a estos problemas. En 2016 participó en los Juegos Deportivos de Trasplantados Renales.

Cada mañana, Manuel da las gracias a dos personas. No sabe, en realidad, quiénes son, pero les ha puesto nombre: «Bienvenido es el primero, Agradecido, el segundo», revela. Son los dos donantes de riñón que, en 1993 y 2014, le permitieron seguir viviendo. «Los cuido como si me los hubieran prestado».

Su vida es, por decirlo de modo suave, puro material literario. En manos de Luis Mateo Díez, de hecho, se ha convertido en El cuerpo doblado -el cuerpo se dobla, pero no se doblega, es la metáfora que subyace-, un relato para Vivir a pulso que humaniza el demoledor historial médico de Manuel.
Para convertirlo en literatura, Luis Mateo y Manuel se vieron una única mañana en Pamplona. Ingresado el paciente por una neumonía, se quedaron con las ganas de irse «a comer a alguno de esos sitios maravillosos que hay en Pamplona y a tomar unos vinos -dice Díez-, pero…».

Pese a la frustración, el encuentro fue, a todas luces, intenso. «En mi vida -dice Manuel- cuento con una mano las personas que me han dejado huella. Mateo está entre ellas. Me empujó a reflexionar sobre mi forma de ser, de pensar, de sentir; a rebuscar en recuerdos difíciles que…». Y, entonces, el escritor añade: «Yo he creado muchos enfermos y estoy seguro de que hubieran admirado a Manuel, porque todo esto lo ha ayudado a apreciar la vida». Paciente y escritor se miran de pronto antes de que el primero sentencie: «A los 17 yo ya sabía lo que era importante en la vida».

La experiencia personal de Manuel Arellano y las obsesiones de Luis Mateo Díez parecen haber desembocado, pues, en la misma visión del enfermo como un ser un poco privilegiado. «Manuel lo es», afirma el escritor. «Sin duda», confirma el paciente. Aseveraciones que, sin duda, requieren de una explicación.

«A ver si me explico -dice Díez-. Conocer a Manuel me ha confirmado la visión que yo tenía de la enfermedad como un suceso de lucidez extrema que te da una experiencia en la vida que no hallas en otros sitios. Claro que uno dice: ‘¡Hombre, ya me la podía haber ahorrado!’, pero te permite conocer cosas únicas en el conocimiento y en el sentido de la vida». A su lado, Manuel Arellano, asiente. Es evidente: hay química, complicidad; esas cosas.

Gustavo Martín Garzo y Elmo Fernández: «Nos pusimos a hablar y aparecieron todas las cosas importantes de la vida»

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El narrador pucelano cuenta la historia de Elmo. Empleado en una central térmica desde la adolescencia, a sus 50 años lleva 25 con un implante en el hÍgado y un corazón trasplantado; daños colaterales de una leucemia infantil.

Elmo Fernández jamás le había contado su vida a nadie del modo en que se la contó a Gustavo Martín Garzo. «Fue como romper una barrera -confiesa Elmo; Martín Garzo, a su lado, placidez absoluta en su sonrisa, lo escucha-. La gente que me conoce no sabía realmente por todo lo que he pasado, ni siquiera mi hija Lorena, que es lo más importante que tengo en el mundo. Nadie te pregunta: por pudor, porque no se atreven, porque no les interesa… No sé. Gustavo, sin embargo, me preguntó sin reparos y yo se lo conté todo. O casi todo».

Le contó, por ejemplo, que a los 13 años se apoderó de su cuerpo una leucemia. Domesticada en un primer momento con quimioterapia, 4 años después, sin embargo, embistió de nuevo y con más fuerza. «La imagen que tengo de mi adolescencia es: yo sentado en el salón viendo la tele ante una palangana. Vomitando. Mi padre se quedaba todas las noches conmigo; aunque se durmiera en el sofá, allí estaba. La enfermedad la vive toda tu familia», dice Elmo.

El tratamiento subyugó a su mal, pero se cobró dos víctimas: su hígado y su corazón. El primero recibió un implante en la Clínica Universidad de Navarra en 1992; el segundo sería sustituido por el de un donante un año después en el mismo hospital.

Ahora, media vida de Elmo después, aquel corazón cedido por un donante pero ya completamente suyo se abre de par en par en Noticias de la nieve, el absorbente y emocionante relato que Gustavo Martín Garzo firma para Vivir a pulso.

«En cuanto conocí a Elmo, me di cuenta de que el trabajo estaba hecho -admite el escritor-. No solo tenía una historia dura cuyas fases había ido afrontando con entereza, es que, además, sabía contarla. Elmo tiene el don del relato oral».

Gracias a ese don, de hecho, el escritor se adentra en el alma misma de su paciente, recorriendo su infancia en la remota montaña palentina, con sus crudos pero hermosos inviernos de frío y nevadas extremas -«la nieve, para un niño, es como el mar», apunta Elmo- que acentúan la soledad de un niño debilitado. Martín Garzo captó en Elmo la importancia de su entorno: el paisaje, su familia, el clima y la central térmica donde -como hiciera su padre- ha trabajado toda su vida. «Conocer a Elmo fue, para mí, un gran hallazgo -resume el escritor-. Nos pusimos a hablar y aparecieron todas las cosas importantes de la vida: el amor, la pérdida, el miedo, la solidaridad, la naturaleza…». Y la nieve, sí, la nieve.


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‘Vivir a pulso’ se publica el 16 de noviembre en Alfaguara. El libro, cuyas ventas se destinarán a la investigación contra el cáncer infantil, recoge historias de diez pacientes de la Clínica Universidad de navarra narradas por diez escritores: Lorenzo Silva, Juan Manuel de Prada, Soledad Puértolas o José María Merino, entre ellos

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