Abandonado por su dueño en Tarifa, este labrador estaba al borde de la muerte cuando fue recogido por unos militares. En unos meses pasó de ser un vagabundo a convertirse en el orgullo de un cuerpo de bomberos, tras salvar 18 vidas. Por Carlos Manuel Sánchez

«Turco» es un perro andaluz y su historia comienza, como la película de Dalí y buñuel, con una navaja bien afilada.

En su caso, el tajo fue en el cuello. Sus dueños le extrajeron así el microchip, una práctica muy habitual entre los propietarios de los 150.000 perros que se abandonan en España cada año, tantos como víctimas humanas en el terremoto de Haití. Sin chip, no hay denuncia. El animal pierde su identidad y, casi siempre, perderá la vida. Turco, un labrador jovencito, quizá un regalo de Reyes, vagabundeó no se sabe cuánto tiempo por las afueras de Tarifa, en pleno verano de 2008, y acabó en un campo de maniobras. Lo recogieron unos militares que hacían ejercicios de tiro, muerto de sed, hecho un saco de huesos, lleno de pulgas y parásitos. Y con un pedruscazo en el hocico que todavía supuraba, cortesía de otro «amante» de los animales.

Turco estaba tan traumatizado que olvidó cómo se ladraba, como un niño que enmudece por los malos tratos. Un año después de su odisea, el perro seguía sin poder articular un ‘guau’. Así fue como Turco se cruzó en la vida de Cristina Plaza Jorge, una soldado profesional de 22 años, vallisoletana, destinada en Ceuta. «Me llamaron los compañeros que lo habían rescatado. Sabían que me estaba costando adaptarme, que me sentía sola y le había dicho a todo el mundo que quería un perro. Me mandaron una foto por el móvil. Parecía pequeñito, aunque resultó ser un grandullón. Y estaba flaquísimo. Me enamoré. Crucé el Estrecho en el ferry, me fui a ver al veterinario de Algeciras donde lo habían dejado y me lo llevé a casa.» Turco se recuperó de sus heridas gracias a los mimos de Cristina. Y recobró la alegría, pues la nobleza nunca la perdió. «Es el perro más juguetón del mundo. Incansable. Lo que más le gusta es correr por la playa. Le puedes tirar un palito cien veces, que cien veces irá a por él y te lo traerá.» Vivieron juntos ocho meses felices. Ganó peso, aunque seguía sin ladrar. Una mañana cayó una tromba de agua: 160 litros por metro cuadrado. Y la casa de alquiler de Cristina, una planta baja, se inundó de tal modo que era inhabitable. «Rezumaba tanta humedad que tuve que volver al cuartel. Como allí no podía tenerlo, lo llevé a casa de mi madre en Castronuevo de Esgueva, un pueblo de Valladolid.» Allí, Turco conoció la nieve. Pero el destino le tenía reservada una nueva sorpresa. El perro rescatado de la muerte por unos soldados de buen corazón iba a tener ocasión de demostrar su generosidad y devolver el favor. Con creces.

Trabajando 16 horas diarias en condiciones inimaginables, entre réplicas del terremoto y actos de pillaje o de mera supervivencia. Participaron en 18 rescates

El sobrino de una vecina, bombero del grupo de especialistas en rescates de la Junta de Castilla y León, lo vio corretear por el pueblo e intuyó enseguida que aquel chucho alegre, vivísimo, que lo olfateaba todo con la curiosidad de un detective, sin despistarse jamás, tenía madera de héroe. Pidió permiso a Cristina para hacerle una prueba. «Ya tenían a Dopy, un golden retriever, pero siempre andan buscando nuevos perros. No es nada fácil encontrar candidatos que superen las pruebas. Yo les dije que de acuerdo. Me costó lo mío, porque lo quiero muchísimo, pero me convenció mi madre.» Su argumento era incontestable y resultaría profético: «Imagínate, Cristina, que algún día Turco salva una vida». Cristina les puso a los bomberos tres condiciones antes de donarles a Turco: que no le cambiasen el nombre, que le dejasen verlo cada vez que fuera a Valladolid y que, si el perro no superaba las pruebas, se lo devolviesen. Y los avisó, además, del gran inconveniente: no ladraba. ¿Cómo se las arreglaría para alertarlos si encontraba un superviviente entre los escombros? A los quince días la llamaron por teléfono. «Tu perro ya ladra y está hecho una máquina. Cuando salimos a correr, se viene con nosotros. Y luego se va a correr con el siguiente turno. Nunca tiene bastante.» Comenzó entonces el durísimo entrenamiento de un rescatador canino en edificios y estructuras colapsadas. Eugenio, su adiestrador del parque de bomberos de Tordesillas, enseñó a Turco el oficio. Moverse en las mil trampas de un derrumbamiento, adentrarse en la oscuridad por huecos inverosímiles, pues no basta con detectar un olor y ponerse a ladrar, un buen perro de rescate intentará seguir profundizando y encontrar un camino hasta llegar lo más cerca posible de la víctima sepultada. No son perros a los que se entregue la prenda de una persona y les sigan la pista. Distinguen el olor genérico de los humanos y son capaces de diferenciar si se trata de una persona viva o muerta. Y de discriminar entre los olores de las personas enterradas y los de las que están en superficie. Es una gran responsabilidad, porque cuando los perros terminan su trabajo y la zona se declara limpia, empieza el de las máquinas de desescombro. Deben compenetrarse con su binomio humano hasta formar un equipo eficaz. Su premio: una caricia, una golosina, un palito que mordisquear.

Completado su entrenamiento, llegó la prueba de fuego. Turco y Dopy volaron a Haití con un equipo de siete bomberos de los parques de Valladolid, Tordesillas y Palencia, con Francisco Rivas como jefe de expedición. Y demostraron lo que valen. Fueron nueve días de trabajo tan intensos como atroces, trabajando 16 horas diarias en condiciones inimaginables, entre réplicas del terremoto y actos de pillaje o de mera supervivencia. Participaron en 18 rescates. Cuando hay 150.000 muertos sobre el terreno, hablar de 18 finales felices es como aferrarse a un clavo ardiendo. Hasta los perros se deprimen ante la enormidad de la tragedia. Pero cada vida humana cuenta. Por eso mismo, Francisco Rivas no podrá olvidar nunca a la adolescente que tuvieron que dejar en un edificio cuando apenas faltaba media hora para desenterrarla porque los escoltas de la ONU, temerosos de verse envueltos en un tiroteo cercano, les ordenaron abandonar el salvamento y salir de allí por piernas.

Pero tampoco nadie podrá olvidar el rescate del niño Redjeson Hausteen Claude, de dos años. Un milagro que dio la vuelta al mundo. El pequeño estaba entre los escombros de la vivienda familiar, abrazado a su abuelo muerto. Cuando el bombero Óscar Vega lo sacó en brazos, la familia lo rodeó y empezó a bailar alrededor, entre gritos de alegría. «Cuando lo vi por televisión, me puse a llorar y no podía parar. ¡Ése es mi Turco! Es lo más grande que me ha pasado en la vida», recuerda Cristina. Turco ya está de vuelta en España, mordisqueando palitos, su gran afición, jugando con Dopy, su compañero de fatigas. Y entrenándose diariamente para seguir salvando vidas como si tal cosa. Gracias a Turco, los bomberos de Valladolid rescataron a Redjeson Hausteen Claude, de dos años. El pequeño haitiano llevaba dos días bajo los escombros.

Método Arcón

Ideado por el sevillano Jaime Parejo García, este método es el sistema más eficaz de búsqueda y detección de personas sepultadas. La posición «maniquí» del guía es su principal característica, básica para reforzar la concentración del perro.

Cómo actúa un perro de rescate: del «efecto yoyó» al «efecto maniquí»

«Turco» y «Dopy» fueron adiestrados según el método Arcón, desarrollado durante doce años por Jaime Parejo, un bombero de Sevilla que bautizó su estrategia de rescate con el nombre del perro de aguas español que fue su lazarillo en decenas de salvamentos. El método confía en la autonomía del animal, que se mueve por el lugar de la búsqueda sin que los guías le den indicaciones. De hecho, éstos adoptan una posición estática e inmutable, lo que se conoce como el «efecto maniquí», para no influir en la conducta del can, que olfatea a sus anchas lo que considera oportuno. De este modo refuerza su concentración y su motivación, lo que resulta fundamental si se tiene en cuenta que una operación de rescate suele prolongarse durante muchas horas. No es fácil conseguir que el perro se independice de su adiestrador. Para ello hay que inhibir el «efecto yoyó», una especie de inercia mental canina que le hace volver al lugar donde está su cuidador cuando ha recorrido una cierta distancia. Los ladridos alertan de que hay señales de vida. El guía marca entonces rápidamente el lugar con un aerosol y se inician las labores de desescombro. Si lo que encuentran es un cadáver, los perros esconden el rabo entre las piernas y agachan la cabeza. En este caso, no es tanto una cuestión de adiestramiento como de tristeza. Al perro también le afecta encontrarse con la desgracia.

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