Francisco Javier García G. Madrid

Recuerdo cuando me preguntaba -y se lo he preguntado también a mis lectores- por qué los jóvenes fans de un ídolo real se podían pasar horas esperando durante la madrugada a que llegara su personaje preferido. Resulta que no había nada interesante en esta espera; centenares de jóvenes podían sacrificar horas de su tiempo aguardando para contemplar cómo era su ídolo; les bastaba con comprobar las ventajas que este tenía sobre los demás mortales.

Aunque les costara admitirlo, o ni siquiera fueran conscientes de ello, el objetivo final de esta búsqueda prolongada podía ser, sencillamente, comprobar que existía el éxito y atisbar lo que habría que hacer o cómo ser para repetirlo en su caso. Los estudios psicológicos que se han efectuado sobre este tipo de devoción coinciden en que no puede haber nada más desinteresado. Los devotos del supuesto `héroe´ saben perfectamente que ni siquiera tendrán la oportunidad de tocarlo; solo de corearlo.

A veces, las ganas de estar junto a otra persona responden al instinto biológico dictado por la necesidad concreta y localizada de satisfacer una necesidad ancestral como el hambre o el sexo. Se quiere estar cerca del ser querido porque se siente el `hambre´ que este ha ayudado siempre a calmar. Uno de los grandes descubrimientos de los últimos años ha sido el de identificar sentimientos de carácter psicológico y generalizado -ni concretos ni físicos como el hambre o el sexo- que merecen la misma obcecación por parte del cerebro. por ejemplo evitar el rechazo social o la compasión. No es cierto que solo nos movamos por el hambre o el sexo.

Hay cantidad de personas, por ejemplo, a quien las mueve el deseo de buscar apoyo para que ellas o un ser querido consigan trabajo. Los padres desencantados por el esfuerzo sin recompensa de sus hijos exploran las posibilidades de que alguien se fije en el trabajo meritorio de estos; están convencidos de que es imposible prosperar sin que alguien conocido exponga o demuestre todo lo que valen sus allegados. En su mente perfilada por las dificultades de la vida cotidiana no cabe la posibilidad de ser reconocido como un innovador sin campañas publicitarias, como las que acompañan a los políticos en tiempo de elecciones. Alguien tiene que convertirse en portavoz de los méritos adquiridos que no sea el propio interesado.

Están también, por supuesto, los hacedores de presupuestos imaginarios, que están convencidos de que solo la disponibilidad de recursos -y no tanto el conocimiento acumulado- puede generar puestos de trabajo. Para estos, entre la cantidad de horas de trabajo dedicadas a perfilar la innovación y el cúmulo de las relaciones personales, siempre serán más importantes estas últimas.

Quedan para el final -los dejo para lo último porque son los menos, aunque sean los más peligrosos- quienes buscan en los demás la satisfacción de necesidades personales muy concretas, como la consecución de un bolso, un piso o unas vacaciones. No siempre es fácil distinguir en este caso cuáles son los móviles genéticos y predeterminados de los asentados en el mundanal ruido del prójimo.

Desde tiempo inmemorial, la gente ha buscado en los demás a los culpables de sus contratiempos o a los benefactores de su destino. Es útil, en el primer caso, no buscar respuestas conspirativas a procesos o fenómenos cuyo origen, sencillamente, desconocemos. En el segundo caso, es importante -una vez se ha cumplido con los agradecimientos de turno- dedicarse a innovar para demostrar con la inteligencia y el esfuerzo que el puesto logrado, con la ayuda del benefactor, era merecido.

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