Pregunta de Matilde García. P. Madrid

Paulatinamente, será preciso convertir los innegables avances conseguidos en saltos adelante generalizados a todas las actividades amparadas por el talento de una persona. ¿Cómo pasar de lo específico a lo general? ¿Cómo saltar de una simple mejora de la memoria a largo plazo, a ser más inteligente a la hora de dar con la salida en un bosque, mostrar mayor empatía hacia los demás o un mejor control de la ansiedad? ¿Se verá pronto a millones de personas ejercitándose para desarrollar su salud mental tal y como perfeccionan su salud física?

Se están revolucionando los pilares básicos del conocimiento sin que nos demos cuenta; eso es lo que ha ocurrido con el cuestionamiento del llamado impropiamente coeficiente intelectual (IQ en sus siglas inglesas). Los homínidos abrigaron la pretensión a fines del siglo pasado de que no solo podían medir la inteligencia individual, sino que también se podía discriminar cuál era la más adecuada a cada actividad profesional.

Durante varias décadas se tuvo la convicción de poder medir la inteligencia que era necesaria en la sociedad fruto de la revolución industrial. Esa metodología ha resultado, sin embargo, irrelevante para la sociedad ulterior del conocimiento, reñida con la jerarquización previa de las competencias y con el menosprecio de dinámicas como la innovación basada en el estímulo de la creatividad.

Durante más de un siglo se vendió la idea de que el comportamiento humano era racional e interesado. Miles de dirigentes fueron educados con la pretensión de que el móvil de sus actos era conseguir no solo el reconocimiento individual, sino el consiguiente interés propio. Las instituciones sociales, el Congreso y las grandes empresas se dotaron de los mejores personajes siempre y cuando dieran muestras probadas de ser racionales y estar interesados.

La clase política está atiborrada de personajes que están negociando siempre a su favor; que están en un duelo constante del que tienen que salir triunfadores, incluso cuando defienden el interés general. Los negociadores de las empresas importantes no hacen otra cosa más que sobreponer el interés particular al deseo íntimo de ser de utilidad a los demás. Se les ha enseñado a los dirigentes sociales y empresariales que el ser humano es por encima de todo racional e interesado.

¿Alguien ha podido identificar a algún dirigente que defienda, por encima de todo, la necesidad de que él o su país pueda ayudar a los demás? Si nadie lo va a saber, no hay problema en comportarse como un gusano venenoso, explotando al otro hasta que no pueda resistir más. Según la teoría económica que ha regido durante la mayor parte del siglo XX, esa ha sido la manera real de comportarse de las autoridades competentes tanto nacionales como de los organismos internacionales.

Los dirigentes del mundo conocido se enamoraron de la teoría que llamaban ‘del interés propio racional’, en virtud de la cual cada individuo tomaba decisiones en función de su propio interés o el de su país. En el mundo del videojuego lo llamaban el ‘juego de la confianza’, sin darse cuenta de que no iba en absoluto con la gente real.

La mayoría de los directivos y dirigentes no se han enterado de que todo está cambiando. Los científicos que se han puesto a comprobar la supuesta inexistencia de la confianza en los demás, basada en la persecución del interés propio, están descubriendo que las cosas no funcionan así. Ahora resulta que las dosis de comportamiento positivo aumentan el bienestar de los colectivos considerados; los científicos están demostrando además -aunque pocos les hagan caso todavía- que factores biológicos como la oxitocina están desempeñando un papel importantísimo a la hora de responder a un gesto de confianza.

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