Parecía destinado a ser un satisfecho burgués, pero Paul Gauguin acabó viviendo como un indígena, en medio del Pacífico, conviviendo con niñas casi púberes. «Nuestra vida de hombres civilizados está enferma, nuestro arte también. Solo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como salvajes».  Por Gloria Otero

Nadie diría, viendo sus famosos cuadros -tan decorativos y amables-, que Gauguin fue un hombre acosado por la miseria y la enfermedad. Pendenciero, ególatra y manipulador. En perpetua búsqueda de paraísos ideales que serían su perdición.

Su pintura no alcanza la altura de la de otros contemporáneos, pero no hay personaje tan legendario como él en la fabulosa nómina de los artistas modernos. Seguramente porque ninguno se enfrentó al fracaso con tal testarudez. Y eso que parecía destinado a ser un satisfecho burgués. Su madre era de noble ascendencia española. Su padre, un prestigioso periodista que, desilusionado de la política francesa, decidió trasladarse con su familia a Perú. Murió en el viaje, pero su ‘ejemplo’ no. Gauguin lo recogió. Pasó la infancia en el país andino. Arropado por la rica familia materna y el brillante colorido de la naturaleza y la sociedad limeña. El retorno a Francia fue una insoportable bofetada. Se le atragantan los estudios y se enrola en la marina mercante y en la Armada Francesa después. Es su primera fuga, con 17 años.

Deja su trabajo para vivir de la pintura y se radicaliza. «Tú no amas el arte –dice a su mujer–. Solo amas el dinero»

Al regreso, el tutor de sus hermanos se ocupa de él. Gustavo Arosa es un personaje insospechado, con florecientes negocios y una magnífica colección de cuadros y contactos. De su mano, el joven marino se convierte en agente de Bolsa y pintor aficionado. Gana dinero, conoce a Degas, Pissarro, Van Gogh , y se casa con la joven danesa Mette Sophie Gad. Es su irrepetible momento dorado. Expone con los impresionistas, tiene un hijo cada año, hasta cinco. Pero una crisis financiera lo deja sin trabajo y, decidido a vivir de la pintura, comienza su particular calvario de burgués renegado. «Nuestra vida de hombres civilizados está enferma, nuestro arte también. Solo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes» , escribe. Él elige, a conciencia, lo segundo. Envía a su familia a Dinamarca porque no puede mantenerla. Se embarca a Panamá, trabaja en la construcción del canal y no deja de pintar. Pobre y enfermo de paludismo, decide regresar. Comienza un ir y venir de Francia a ultramar, que nada tiene que ver con el esnobismo que elogió Baudelaire: «El verdadero viajero es el que parte por partir». O con la búsqueda de exotismo de los artistas románticos. Gauguin viaja por algo mucho más moderno, por necesidad económica y existencial.

Huye del París que inaugura los bulevares y la Torre Eiffel y, mientras Europa se lanza a la revolución científica e industrial, él abre paso al boom de lo primitivo.

Van Gogh se cortó una oreja frente a él. Aterrado, Gauguin volvió a París y se autorretrató como Cristo crucificado

Se instala en Bretaña, donde afianza un estilo al margen del impresionismo: «Yo intento expresar el pensamiento, no copiar la naturaleza dice. Quiero reflejar la realidad a través de la imaginación». Le atrae esa región, que conserva intactas sus tradiciones y su honestidad. Y le escribe a su mujer. «Tú no amas el arte. ¿Qué amas entonces? El dinero».

Pinta de memoria, no del natural, dispuesto a poner el color y la forma al servicio de la emoción. Como su amigo Van Gogh, con el que se cita en Arlés para pintar juntos. Dos visionarios tête á tête no podían acabar bien. En un famoso rapto de locura, celos o terror de la soledad, el holandés se cortó una oreja frente a él. Gauguin, aterrado, vuelve a París y se autorretrata como Cristo crucificado, el cuadro que entusiasmó a Mallarmé «por su bárbaro esplendor» Pero el apoyo del príncipe de los poetas no aumentaba sus ventas.

En abril de 1891, a los 44 años, embarca a Tahití: «Vivir no es necesario, navegar sí». Tras dos meses de viaje, la capital, Papeete, lo desilusiona. Demasiados funcionarios europeos depredadores y racistas. Pinta, envía los cuadros a París y aguarda en vano la llegada de algún cheque. «Esperar es casi vivir. Yo tengo que vivir para cumplir con mi deber hasta el final. Y solo puedo hacerlo aumentando mi ilusión. Creándome esperanzas. Todos los días, cuando como mi trozo de pan con un vaso de agua, llego a creer, con un esfuerzo de voluntad, que es un filete» .

Recorriendo el interior más salvaje de la isla conoce a Tehamana, una indígena de 14 años con la que se va a vivir. Tal y como contó él mismo, fue muy fácil: «La saludé, ella sonrió y se sentó a mi lado. ‘¿No tienes miedo de mí?’, le pregunté. ‘No’, dijo. ‘¿Quieres vivir para siempre en mi cabaña?’. ‘Sí’. ‘¿Has estado enferma alguna vez?’. ‘No’. Eso fue todo» .

El lado salvaje de Gauguin 1

‘Mata Mua’ (Muerte, paisaje con pavos reales), una de las obras más importantes de la colección de la baronesa Thyssen y que acaba de retirar del Museo Thyssen para su venta.

Dos años después, enfermo y sin un céntimo, Gauguin pide ser repatriado. Su doble naturaleza, espiritual y salvaje, le pasa factura una y otra vez. De nuevo en París celebra su primera muestra individual. Presenta 44 cuadros haitianos en los que renuncia a la perspectiva y el volumen. Asombran por su naturaleza bárbara y melancólica, pero fracasan. Aunque una inesperada herencia le da un último respiro. Abre estudio en Montparnasse con un cartel que decía Aquí se ama y lo convierte en un exótico rincón de los Mares del Sur. Allí vive con Annah, una mestiza javanesa de 13 años que le presentó su marchante y acabó desvalijándole. Físicamente destruido por el alcohol, los problemas cardiacos y la sífilis, pero atento al verso de Mallarmé, «la carne es triste, ¡ay!, y he leído todos los libros. ¡Huir… ! ¡Lejos, huir!», emprende a los 47 años su definitivo viaje a Tahití.

Era pendenciero, ególatra y manipulador. Los paraísos ideales que tanto buscó fueron su perdición

Busca los cuerpos dorados de las indígenas, pero se mete en furibundas disputas contra los funcionarios y los misioneros que destruyen la cultura local y lo acusan de escándalo público por bañarse desnudo. Entra y sale del hospital, donde lo clasifican como indigente; escribe mucho: libros, cartas, panfletos. Tiene una hija con una maorí llamada Pahura. «En Europa, la gente ser empareja por amor reflexiona. En Oceanía, el amor es consecuencia del coito» .

Y pinta sus cuadros más famosos. Días deliciosos, Las bañistas, Dos tahitianas, Jinetes en la playa Obras de idílica armonía que en nada traslucen su borrascosa vida. Sobre todo la significativamente titulada ¿De dónde venimos?, ¿quiénes somos?, ¿adónde vamos?, considerado su testamento artístico. Y una síntesis de esa visión del mundo que lo llevó, de huida en huida, hasta una cabaña que se construyó en las islas Marquesas y a la que llamó La Casa del Placer, para provocar a los odiados misioneros.

Allí murió, a los 55 años, sin más compañía que la de un viejo brujo maorí y un pastor protestante. De mí se ha dicho todo lo que se debía y no se debía decir. Y yo deseo solo silencio. Que me dejen morir tranquilo y olvidado. Si he hecho cosas bellas, nada las empañará. «Si he hecho basura, ¿para qué dorarla y engañar a la gente con la calidad de la mercancía? En todo caso, la sociedad no podrá reprocharme haberle sacado mucho dinero con mentiras».

Te puede interesar

Lo nunca visto de Paul Gauguin

Nuevo XL Semanal
El nuevo XLSemanal

A partir de ahora consulta los nuevos contenidos en la web de tu periódico

Descúbrelos