¿Nuestras vivencias pueden cambiar a los demás?

Juan L. Ferreyra. correo electrónico

No había tenido tiempo hasta ahora de ocuparme de arreglar los papeles para disponer de un lugar adecuado cuando me vaya un rato al otro mundo. Si no me ocupo de ello ahora, con setenta y seis años, ¿cuándo voy a hacerlo?

A todos los que se interesen por mi nuevo ático, me gustaría decirles que se trata de un nicho en el cementerio de Vilella Baixa, un pueblo entonces de trescientos habitantes en el Priorato, en donde pasé la infancia porque mi padre, que e. p. d., ejercía de médico de lo que llamaban entonces asistencia pública domiciliaria (APD).

Recuerdo perfectamente que el primer ruego a los pacientes ubicados en el Río Grande, o bien en el Pequeño -el Riu Petit, como lo llamábamos entonces-, era pedirles que sacaran la lengua para saber alguno de los dos mil síntomas de microbios distintos, que pueden cobijarse en aquel lugar, hoy olvidados por los médicos generalistas.

Montado en un burro, años después en una de las primeras motos, padre recorría sin parar los pueblos de Vilella Baixa que se llamaba ‘baja’ no porque lo fuera, puesto que estaba en la cima del Montsant, sino porque había otro pueblo muy parecido, incluido en la altura, llamado Vilella Alta, además de Cabacés, Gratallops y La Figuera. En el Río Grande, debajo de las rocas, pescábamos, familiarizándonos con la vida de los peces y del resto de los animales, mucho antes de que conociéramos a las personas.

Las casas de las personas estaban siempre abiertas a los niños, aunque deba confesar que nunca hablábamos de nada con los adultos. Solo con la manada, que era la guardiana celosa de nuestros secretos. dónde estaba el nido de la puput una especie de lechuza con pequeños cuernos, debajo de qué roca se escondían los peces grandes en el río o dónde podíamos encontrar la cebolla cruda que fortalecía los músculos de las aves de rapiña, o el nido de los jilgueros.

En la Vilella Baixa se cumplía este mes el centenario de L Envelat, el verdadero centro cultural y sexual de aquella comarca. los párvulos aprendimos por primera vez a distinguir una roca calcárea de una pizarra o a sentirse arrollado, cuando no embelesado, por el primer baile con alguna hija de anarquistas que habían conservado el nombre de su histórico bautizo. Ilusión, Primavera o Libertad. ¿Qué habrá sido de todas ellas? Algunas debieron cambiar su nombre original para no herir las susceptibilidades del medio más confesional que prevaleció después de la Guerra Civil.

Los primeros organismos que conocimos fueron los del resto de los animales. Sabíamos perfectamente cuándo las perdices cambiaban las plumas, lo que requería reforzar su ingesta proteínica. En cambio, no sabíamos nada del daño que podíamos causar tirando una piedra desde el otro lado del río a la cabeza del contrincante en el juego que llamábamos de Canpitulet, ¡solo Dios sabrá por qué!

A los que tuvimos la suerte de topar primero mucho antes que con los humanos con los animales, como las perdices, los gorriones, los perros, los cuervos, los gatos y las ovejas o las cabras, nos iba a parecer extraordinario que docenas de científicos descubrieran, tras esfuerzos interminables, que primero los homínidos y después los demás animales también tenían emociones. De pequeños aprendimos naturalmente que las emociones básicas y elementales eran lo único con lo que todos veníamos al mundo y que serían para siempre las manipuladoras de todo lo bueno y lo malo.

El gran descubrimiento que está transformando las bases de todos los sistemas educativos del mundo es ahora la llamada ‘plasticidad cerebral’. Con nuestra experiencia individual podemos transformar las estructuras genéticas y cerebrales de los demás. Yo tuve la suerte de descubrir con menos de seis años lo que nadie dudaba entonces. la capacidad del resto de los animales para hacer lo mismo.

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