«Me acaban de diagnosticar una enfermedad; ya nunca volveré a ser feliz»: no es cierto. «Mi pareja me ha abandonado; me ha destrozado la vida»: no es cierto. «Mis mejores años ya han pasado»: de nuevo, no es cierto. Existen miles de ideas preconcebidas que asociamos a la felicidad. Por N.C.

¿Qué le molestaría más: sufrir un percance con su coche o que le cambiasen de asiento en el avión? Seguro que tiende a responder que lo primero. Y, sin embargo, no es necesariamente así.

Sonja Lyubomirsky, psicóloga y autora del libro Los mitos de la felicidad, se lo replanteó el día que ella misma sufrió un accidente de tráfico. Quedó en un susto y no se sintió realmente preocupada por lo ocurrido, sino más bien aliviada porque no hubiese pasado nada. Esa misma noche, su compañía aérea le informó de que debían cambiarle de asiento a uno peor. A Sonja le molestó la noticia, mucho más que el alcance que había sufrido con su coche. Uno de los principales mitos de la felicidad es el creer que las grandes cosas nos influyen más que las cotidianas. Sus estudios desmontan esta creencia: «La felicidad es fugaz, está en el día a día. Que se nos queme el pollo en el horno o pillar un atasco nos hace más infelices que temidos momentos, como puede ser sufrir un accidente con tu coche».

Somos más felices haciéndolo mal, pero mejor que otro, que haciéndolo bien. Cambiar eso es clave en nuestro bienestar

Pero el experimento del que salimos peor parados en cuanto a nuestras prioridades no ese, sino el que demuestra que somos más felices haciéndolo mal, pero mejor que otro, que haciéndolo bien. La autora describe en el libro un experimento que llevó a cabo con estudiantes. Pidió voluntarios a los que les entregó unas marionetas y les pidió que interpretaran una pequeña obra de teatro para niños. Cuando terminaron, Sonja les dijo por separado cómo lo habían hecho. A algunos les dijo que lo habían hecho muy bien, pero que el resto lo había hecho aún mejor. A otros les dijo que lo habían hecho mal, pero que los otros lo habían hecho todavía peor. Los segundos voluntarios fueron felices mientras que los primeros estaban abatidos, según explica la autora. Eso, pese a haberlo hecho muy bien. «La verdadera felicidad debe alcanzarse por lo que consiga uno mismo, sin necesidad de que haya que añadirle lo que hacen los demás -concluye-. Algo que no es nada fácil»

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Un estudio publicado en Time incide en esa línea, a través de la sutil relación entre envida, dinero y felicidad. La clave está en una cita de Bertrand Russell: «Los mendigos no envidian a los millonarios, pero, por supuesto, envidian a los demás mendigos a los que les va mejor». Russell hablaba en una época en que los mendigos no tenían acceso a la vida de los millonarios, pero en la época de las comunicaciones y las redes sociales el problema se agudiza.

En 2012, un psicólogo de la Universidad de San Francisco, Ryan Howell, elaboró un estudio con casi un millar de participantes a los que entregó una serie de cuestionarios sobre los productos que compraban, las razones por las que lo hacían y cuál era su nivel de felicidad. El estudio concluía que gastamos casi todo el dinero en productos destinados a llamar la atención de los demás, con la consiguiente decepción cuando, aun lográndolo, la felicidad no llega. Cuanto mayor era la motivación de impresionar a otras personas, menor era la sensación de felicidad que producía la adquisición de un producto. Howell, que continúa con el estudio, asegura que cometemos otro error frecuente. elegimos comprar cosas en lugar de experiencias. Lo que no ayuda en nada a nuestra felicidad.

Otro de los mitos de la felicidad más generalizado es la idea de que seremos felices cuando encontremos la pareja perfecta. Y es cierto que a la gran mayoría, según los sondeos, el matrimonio o la vida en pareja los hace felices. Pero no dura para siempre… Hay estudios que demuestran que el ‘subidón’ de felicidad del amor dura, de media, dos años. «El resto hay que ‘interiorizarlo’ como otro tipo de felicidad», dice Lyubomirsky. Y si no es posible y la relación acaba, tampoco hay que dramatizar.

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El miedo a la separación es muy fuerte en la mayor parte de las personas, ya que creemos que nunca podremos ser felices de nuevo. Efectivamente se pasa mal, son momentos duros. Según diversos estudios de la autora, el punto más bajo, más triste, es a los dos años de la separación, pero cuatro años después del divorcio la absoluta mayoría de la gente se declara significativamente más feliz que lo que nunca fue durante el matrimonio.

Un escenario mucho peor es el de la pérdida de la salud, pero tampoco hay que dejarse dominar por los mitos de la felicidad. Nosotros podemos elegir cómo vivir desde el diagnóstico en adelante. La autora explica que cientos de estudios demuestran que se puede vivir con felicidad plena, a pesar de convivir con una enfermedad crónica. Solo se trata de elegir dónde concentrar nuestra atención. Podemos centrarnos en lamentarnos en cómo se nos ha arruinado la vida o centrarnos en vivirla y asumirla e incluso conectar con nuestro lado espiritual. Nadie dice que sea fácil, pero los estudios con personas que padecen enfermedades o minusvalías son esperanzadores en cuanto a la capacidad de superación.

Los picos de felicidad se dan pasados los 60 años ¿Por qué? Se vive más el presente

¿Los mejores años? jóvenes o adultos, la mayor parte de las personas creen que la felicidad va a menos con la edad. Otro mito. Según numerosos estudios, los mayores muestran un grado de felicidad y satisfacción más elevado que la enorme mayoría de los jóvenes, ya que viven más experiencias positivas que negativas porque les afectan menos las vicisitudes del día a día y el estrés. Es más, la autora cita estudios que demuestran que los picos de experiencias emocionales positivas a los 64, 65 y 79 años, lo que desmonta el tópico de que la mejor edad es la juventud. ¿Por qué ocurre esto? Cuando nos damos cuenta de que nuestra vida es limitada, cambiamos nuestra perspectiva. El vislumbrar el horizonte nos hace vivir más el presente y dedicar tiempo y esfuerzos a lo que realmente nos importa. Por ejemplo, nos centramos mucho más en las relaciones que ya tenemos que en intentar nuevas relaciones, con los riesgos que ello conlleva. En definitiva, nos volvemos emocionalmente más sabios.

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