Sudán del Sur vive una de las peores hambrunas de la historia. Pero la causa de que la gente esté muriendo no es la sequía. Son las sangrientas luchas por el poder, el dinero y el petróleo. Viajamos al centro de la catástrofe. Por Jonas Breng

Hay un momento en el que cae sobre ti como una fiera salvaje -dice Nyatuak-. Te derriba y ya no te suelta. Y solo quieres escapar, acabar con ese picor de la piel arrancándotela con las uñas, cualquier cosa con tal de que pare. Y cuando por fin se detiene, porque el cansancio ya se extiende sobre ti como una manta harapienta, con tus piernas delgadas como ramas, tu garganta hinchada… cuando estás tan consumida que no puedes ni sacudirte las moscas, entonces sabes que te ha vencido». Es Buoth, como la llaman los nuers. El hambre.

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Nyatuak logró sobrevivir al hambre con sus cuatro hijos, pero su marido fue asesinado y ella, violada. En el campo de refugiados tampoco tiene futuro. Y la situación va a empeorar. En mayo, con las lluvias, toda la región se transforma en una inmensa ciénaga 

Nyatuak consiguió escapar de ella. Llegó al campo de refugiados hace poco. Vino con sus cuatro hijos y algunas personas más de su aldea. La aldea de Nyatuak se encuentra a cuatro días a pie de distancia, en plena zona 5. En la escala de Naciones Unidas, esta denominación significa hambruna. El término es un tanto engañoso porque, en realidad, el hambre se ha adueñado de todo Sudán del Sur. Zona 5 solo implica que la mortandad está fuera de control.

Ese fue el motivo de que Naciones Unidas hiciera sonar la alarma el pasado mes de febrero. Y no solo para Sudán del Sur, también para varios países más de África. Esta hambruna constituye la mayor catástrofe humanitaria desde 1945. Pero mientras que en Kenia y Etiopía la responsable de la mortandad es la sequía, en Sudán del Sur es el propio ser humano. «Las armas han traído el hambre», dice Nyatuak.

Las noches en las que Nyatuak no consigue conciliar el sueño, las imágenes de su memoria vuelven a asaltarla. La cara de su vecina, por ejemplo, que perdió todo el pelo de la cabeza, o la del bebé de ojos enormes mamando del pecho de su madre muerta, y luego las de aquella noche en la que la antigua vida de Nyatuak llegó a su fin.

Era una buena vida. Nyatuak vivía con su marido en una choza en las afueras de la aldea. Él trabajaba en el mercado cargando camiones. Nyatuak se encargaba de los niños y del ganado. Su familia tenía cien vacas y diez cabras. Por las noches, Nyatuak cocía leche para los niños antes de acostarlos. Tenía esperanza en el futuro, para su familia y para su país.

Una independencia fallida

Después de décadas de guerra civil, el sur de Sudán se separó del norte árabe en 2011. El 99,57 por ciento de la población votó a favor de la independencia. La comunidad internacional recibió con los brazos abiertos a la nación más joven del mundo. Sin embargo, el cuento de hadas no tardó en conocer un abrupto final. En diciembre de 2013, las disputas entre el nuevo presidente, Salva Kiir, y su anterior vicepresidente, Riek Machar, fueron adquiriendo una virulencia cada vez mayor.

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El campamento de Bentiu es el mayor de Sudán del Sur. Durante el transcurso de la guerra ha acogido a más de 120.000 personas. Casi todos los refugiados son de la etnia nuer, que huyen de los ataques de los soldados de los rebeldes

Kiir era un dinka y Machar, un nuer. Las dos principales etnias de Sudán del Sur habían luchado juntas por la independencia. Pero ahora, en el nuevo Estado, eran los dinkas los que ostentaban el poder. El odio se inflamó. De un día para otro, miembros de la etnia dinka empezaron a perseguir a los nuers por las calles de Juba, la capital. Hubo matanzas por ambas partes. Tras los primeros combates en Juba, Machar -el líder de los rebeldes- se retiró con sus hombres hacia Unity, la región norteña en la que no solo se encuentra la aldea de Nyatuak, sino también los pozos petrolíferos del país. Estos yacimientos, que podrían haber hecho que el nuevo Estado fuese rico y próspero, no tardaron en arder en llamas.

«Esto es más que una guerra civil; es un todos contra todos. Un caos infernal», dice un cooperante

Aquellos hechos hicieron que la guerra llegara a las puertas de la choza de Nyatuak. Corría la primavera de 2014. Una mañana, los soldados del SPLA -el movimiento del presidente dinka- entraron con sus todoterrenos en la plaza del pueblo. Los soldados empezaron a lanzar gritos y disparar ráfagas de AK-47 al aire. Se apoderaron de las vacas y las cabras, incendiaron chozas y asesinaron a todos los hombres nuers que encontraron. Nyatuak y su marido consiguieron huir y se pusieron a salvo con sus hijos. Después de ese día, sobrevivir se volvió más y más difícil. El hambre se fue colando poco a poco dentro de las chozas. Nyatuak empezó a cocer nenúfares que cogía en la orilla del río. La papilla que hacía con ellos no sabía a nada, pero mantenía a la familia con vida.

Nyatuak y los otros habitantes de la aldea pasaban los días escondidos. Pensaban que si solo volvían a sus chozas al ponerse el sol estarían a salvo de los soldados. Así fue hasta una noche de febrero, cuando volvieron los soldados del SPLA. Dos hombres cogieron a Nyatuak del brazo y la arrastraron hasta un camión.

A la mañana siguiente, cuando recuperó la consciencia, no se atrevió a abrir los ojos. Se lo impedían el miedo y el dolor terrible que le ascendía por el cuerpo. Nyatuak se palpó la entrepierna y se encontró con las manos manchadas de sangre. Dolorida y tambaleante, se dirigió hacia la aldea y encontró a sus hijos junto al río. «¿Dónde está tu padre?», preguntó a su hijo mayor. El chico señaló un montículo a poca distancia. La tierra todavía estaba fresca.

Pasaron dos semanas hasta que pudo volver a caminar, cuenta Nyatuak. Fue entonces cuando decidió ponerse en camino hacia el campamento de refugiados. «Tenía que salvar a mis hijos», dice. En el campamento de Bentiu le curaron las heridas. Le dieron mijo, algunas judías, un poco de aceite.

El ‘resuelve problemas’

El alemán Thomas Hoerz, de 58 años, lleva media vida de cooperante. «Esto es más que una guerra civil; es un todos contra todos», dice. No solo luchan entre sí los rebeldes y los soldados del SPLA. Entre los escombros de un Estado hundido ha proliferado multitud de milicias y bandas criminales; armadas durante décadas de la guerra civil, recorren los pueblos arrasando y matando. «Un caos infernal», dice Hoerz, que trabaja para una ONG alemana, y esta es su tercera vez en el país. A la mañana siguiente, Hoerz se sube a un jeep que forma parte de un transporte de alimentos. El convoy se dirige a Nhialdu, una ciudad que está a unas dos horas del campo. Nhialdu fue en tiempos un bastión de los rebeldes, aunque ahora toda la región está bajo el control de las tropas gubernamentales. Es la primera vez que miembros de las organizaciones humanitarias se atreven a viajar a esta parte del país. Durante los combates del pasado invierno fueron secuestrados 21 cooperantes, también hubo incendios… y muertos.

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Un miembro de Médicos Sin Fronteras atiende a un niño desnutrido y a su madre

Para que el convoy pueda regresar al campo sin incidentes hace falta un montón de llamadas. El seguro de vida de Hoerz es un paquistaní que trabaja desde un escritorio situado a un millar de kilómetros de aquí. Rehan Zahid tiene 32 años y, cuando le preguntamos a qué se dedica, responde: a resolver problemas.

Zahid dirige un equipo del Programa Mundial de Alimentos desde un barracón prefabricado en las afueras de Juba. Es el responsable de que los cooperantes y sus camiones cargados con mijo, arroz y judías puedan llegar a todos los rincones. Y de que no les disparen, roben o secuestren por el camino. Zahid no cuenta con armas para hacer su trabajo. Lo que tiene son 400 números de teléfono. Se pasa todo el día hablando con ministros, políticos y generales. Pero también con líderes rebeldes y jefezuelos varios. Con hombres dedicados a hacer la guerra, en definitiva. Zahid estudió Económicas en Estados Unidos. En 2010, cuando llegó a Sudán del Sur, todavía era un veinteañero lleno de entusiasmo. Iba a ser parte de la historia de la nación más joven del mundo. Quería ayudar a levantar el país. Hoy tiene canas entreveradas en su pelo negro. Vino para gestionar la paz, pero ahora está metido en la guerra hasta el cuello.

Un centenar de mujeres enfurecidas se abalanzó sobre el camión con alimentos. «No tenían armas. Solo hambre»

En un día normal, su equipo y él son responsables de unos 300 transportes. Los conductores son casi siempre somalíes, porque nadie más se atreve a ponerse al volante de los camiones. «Son los tipos más duros que hay», dice Zahid. En la guantera llevan licor, dinero y cigarrillos. Además, hacen falta unos 2000 euros para pasar los cerca de 90 puestos de control que se levantan solo en el trayecto entre Bentiu y Juba.

No es fácil decir quién está detrás de esos controles. Hace poco, cuenta Zahid, uno de sus camiones cayó en una emboscada, pero, en vez de alguna de las muchas milicias que operan en la zona, los atacantes eran habitantes de una aldea cercana. Un centenar de mujeres enfurecidas se abalanzó sobre el camión y se llevó toda la comida que transportaba. «No tenían armas, solo hambre», dice Zahid, y se echa a reír. Pero sus ojos no ríen. El teléfono suena. Uno de los transportes tiene problemas. Zahid entra en su despacho y cierra la puerta.

La ayuda internacional

Pocos lugares hay en el mundo que lleven tanto tiempo dependiendo de la ayuda internacional. La relación entre el Gobierno y los cooperantes es complicada. Por un lado, el Ejecutivo acusa a las ONG de mantener a los rebeldes. Por otro, el país depende totalmente de las organizaciones extranjeras. Son una de las pocas fuentes de ingresos que le quedan a un Estado que destina la mayor parte de sus recursos a la guerra.

 

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