Borrar

La Reina Madre contra Wallis Simpson Un culebrón real Duelo de cuñadas en la Casa Real británica, al estilo de Catalina y Meghan

Elizabeth, la Reina Madre, llegó a serlo porque el hermano de su marido, Eduardo, renunció a la corona británica para casarse con la divorciada americana Wallis Simpson. Para la historia oficial, la primera es la buena y la segunda, la mala, una libertina que dominó al sumiso rey. Pero hay quien ve en Wallis una pionera de la sexualidad desinhibida y a la Reina Madre, una hipócrita victoriana. ¿Y si se cambian los nombres por Catalina y Meghan? ¿Te suena a culebrón reciente?

Jueves, 12 de Enero 2023

Tiempo de lectura: 9 min

Eran cuñadas. Eran enemigas. Se odiaban. «Doña Galleta», llamaba Wallis, la duquesa de Windsor, a la Reina Madre, que, golosa, se pirraba por las pastas de té y no perdonaba una merienda. «Esa mujer…», murmuraba la monarca británica, aludiendo al pasado aventurero de la plebeya norteamericana. El primer ministro Winston Churchill era menos diplomático: «Esa zorra», sentenciaba. Madonna dirigió una película, El romance del siglo, sobre la traumática abdicación de Eduardo VIII a la luz de la rivalidad entre ambas mujeres.

Según fuentes que han tenido acceso al guión, la reina del pop toma partido por Wallis, pionera de la desinhibición sexual, y Elizabeth Bowes-Lyon, la risueña Reina Madre, encarnaría el paradigma de la hipocresía victoriana. ¿Por qué se odiaban tanto estas dos mujeres? Quizá porque estaban enamoradas del mismo hombre. Antes de ser una anciana de aspecto bondadoso; madre de Su Graciosa Majestad Isabel II; viuda del príncipe Alberto, que llegó al trono de rebote y reinó con el nombre de Jorge VI; en fin, antes de ser la abuela eterna de sus súbditos, fue una jovencita casadera. Y estaba por los huesos de Eduardo, el príncipe de Gales, el soltero de oro de la época.

alternative text
El príncipe y la novia maldiciente. Rostro aniñado, bucles rubios... millones de mujeres seguían las andanzas de Eduardo, el príncipe de Gales, pero su primera novia formal Thelma Furness, se quejaba a sus amigas de que el príncipe estaba pobremente dotado y era un pésimo amante.

A Elizabeth, habitual de los bailes de palacio, le tiraba los tejos el apocado Alberto, hermano de Eduardo, el segundo en la línea de sucesión, pero lo rechazó una vez. Y otra… «Si acepto, tendría que renunciar a ser libre de pensar, hablar y actuar», se excusó. En realidad, estaba prendada del heredero del Imperio. Y debieron de tener un flirteo bastante serio porque en enero de 1923 la noticia de su boda fue portada de The New York Times, pero una semana más tarde, despechada y por sorpresa, aceptó la enésima proposición de matrimonio del tenaz Bertie, como lo llamaban en familia, el hombre sin ambiciones. Y se convirtió en la duquesa de York. ¿Qué pasó?

Lo que pasó fue que Eduardo, destinado a ser monarca de un tercio de la población mundial, no estaba para ñoñerías. Tenía una sexualidad compleja y ambigua. Y le sobraban amantes. Mimado, encantador, furioso si no conseguía lo que quería… Era aficionado a las mujeres casadas, audaces y problemáticas. Entre sus conquistas, la aviadora Amelia Earhart y Marguerite Laurant, una belleza parisina que asesinó a su marido en un ataque de celos. Viajero, deportista, cazador de elefantes, bronceado de mil soles tropicales… Sin embargo, su buena forma física apenas podía disimular las ojeras del insomnio crónico y los estragos del alcohol. Algo le atormentaba, ¿pero qué?

alternative text
La amiga de la novia y 'el cornudo'. Wallis era una joven americana de buena familia venida a menos, pero decidida a triunfar en las altas esferas; casada con el empresario naviero Ernest Simpson, en cuanto conoció al príncipe, ambos quedaron impactados. Ernest soportó con estoicismo la infidelidad.

Una pista. Durante un viaje a Australia en un buque de la Royal Navy, el conde Louis Mountbatten, futuro Lord del Almirantazgo, consignó en su diario que al joven príncipe le gustaban ciertos juegos peculiares: «Se pasea en tacatá, con pañales y chupete. Ha desnudado a un granadero y en otra ocasión, disfrazado de mujer, se ha comportado de manera impropia con el contraalmirante Halsey». Otro indicio: su última amante, antes del huracán Wallis, fue la deslenguada Thelma Furness. La alojó en su residencia favorita, el fuerte de Belvedere, y ordenó pintar el dormitorio de color rosa. Compraron ositos de peluche para decorarlo y hacían juntos labores de bordado. Sus problemas íntimos eran la comidilla de los salones europeos. A Eduardo le mortificaba ese desfase entre su imagen pública y sus instintos reprimidos. Wallis captó al vuelo esa discrepancia. Y supo cómo aliviar, y también cómo manejar, al atribulado heredero.

Wallis investigaba a sus futuras conquistas. Sabía cómo fortalecer el ego masculino y los seducía, pese a no ser guapa

El romance tuvo un comienzo poco prometedor. Invitada a una fiesta por su amiga Thelma, Wallis respondió de manera cortante a la conversación de Eduardo. «Debe de añorar la calefacción central», le había dicho. «Me decepciona usted», replicó Wallis. Caras estupefactas de los invitados. «A todas las mujeres norteamericanas nos preguntan lo mismo cuando venimos a Europa. Y yo esperaba algo más original del príncipe de Gales.» A Eduardo le gustaba que lo desafiasen. Y las palabras abrasivas y la mirada dura de aquella dama le intrigaron.

alternative text
Sí, quiero. Cuando Eduardo anunció que se casaba con Wallis, la acusaron de prostituta y llegó a ser amenazada de muerte. En 1936, todavía soltero, subió al trono. Once meses después abdicaba y se casaba en Francia.

¿Quién era Wallis Simpson? Una mujer de armas tomar. Nació en 1896. Su padre, de buena familia de Baltimore, magnates de los ferrocarriles, tenía tuberculosis y sobrevivió sólo seis meses al nacimiento de su hija. Viuda y huérfana se mantuvieron con una pensión exigua que les pasaba un tío político. La pequeña Wallis fue a buenos colegios, pero no tuvo dinero ni pudo codearse con la alta burguesía, como sus primas, a las que envidiaba. Esnob desde el primer biberón, les puso a sus muñecas los nombres de señora Astor y señora Vanderbilt, las grandes damas de la época. Fingía jaquecas y teatrales desmayos. Era malhablada, soltaba tacos y recibía azotes. Como tantas otras, tenía decenas de fotos y recortes de prensa sobre el príncipe de Gales en su habitación.

Casada con un alcohólico, Wallis se quedó embarazada de un amante. Un aborto chapucero le impediría para siempre procrear

Empezó a perseguir a los chicos en una época en la que se suponía que los chicos hacían la persecución. Investigaba a sus futuras conquistas. Aprendía todos sus gustos y los adulaba. Sabía cómo fortalecer el ego masculino y se los llevaba de calle, a pesar de que no era guapa. Wallis prefería a los hombres de uniforme. Su primer novio luchó contra Pancho Villa. Su primer marido, Earl Winfield Spencer, fue un aviador alcohólico al que no dejaron combatir en la Primera Guerra Mundial porque se emborrachaba antes de despegar. Su vida conyugal fue una sucesión de adulterios, peleas y reconciliaciones. Winfield fue destinado a China y Wallis fue con él. En Shanghái conoció al conde italiano Galeazzo Ciano, que sería ministro de Exteriores de Mussolini. Quedó embarazada y se sometió a un aborto chapucero. Perdió la capacidad de procrear y tuvo problemas ginecológicos el resto de su vida.

alternative text
El amante alemán. Wallis había sido amante del ministro de Exteriores nazi, Joachim von Ribbentrop, y Eduardo era admirador de Hitler. Con la guerra, fotos como ésta minaron aún más la imagen de la pareja.

Wallis se divorció nada más volver a Estados Unidos, en 1927. Ya tenía fichado a su segundo marido: Ernest Simpson. Copropietario de una naviera. Culto, cortés y… casado. «Wallis era muy lista. Me robó a mi marido cuando yo estaba en el hospital», se quejó su esposa. Ernest consiguió el divorcio y el matrimonio aportó la estabilidad financiera que Wallis siempre anheló hasta que el crash de la Bolsa de 1929 los obligó a despedir criados y recortar gastos. Entonces apareció el príncipe de Gales, que se había peleado con Thelma. Wallis se dedicó a consolar a Eduardo. A partir de entonces fueron inseparables hasta la muerte.

Eduardo la colmó de joyas y regalos, se paseaba con ella en público y pasaban la noche en Belvedere. El señor Simpson soportó el concubinato con civilizado estoicismo. Pero en el Palacio de Buckingham tenían menos correa. El rey Jorge V no la podía ver. «Ruego a Dios que Eduardo no se case nunca», suspiraba. Pero era la duquesa de York la que capitaneaba la repulsa de la familia real ante el escándalo. Le negaron audiencia, pero Wallis no se arredraba. Tenía a Eduardo embelesado. Un criado pidió la baja cuando sorprendió al futuro soberano postrado ante su amada y pintándole las uñas de los pies.

Elizabeth, reina consorte, le negó a su cuñada el trato de alteza, promovió su 'exilio' a las Bahamas y redujo su asignación anual

Cuando Eduardo anunció sus planes de casarse en cuanto Wallis Simpson se divorciase, saltaron todas las alarmas. Fue espiada por los servicios de inteligencia. Un informe secreto del MI6 relataba que, durante su estancia en China, Wallis había ejercido la prostitución. La veracidad de ese presunto dosier está en entredicho, pero arruinó cualquier remota posibilidad de que la estadounidense fuese aceptada como reina.

alternative text
Bajo presión. Elizabeth, ya Reina Madre, redujo cuanto pudo la asignación de los duques de Windsor para dificultar su lujosa vida. Pese a ello, se mostraban felices en público; aunque alguna foto registrase 'tensiones'...

Jorge V murió el 20 de enero de 1936 y subió al trono Eduardo, todavía soltero, como Eduardo VIII. Su reinado duró 11 meses, uno menos de los que pronosticó su padre. Su empeño en casarse con la plebeya Wallis, que consiguió el divorcio en octubre, provocó una crisis constitucional. El Gobierno y la Iglesia de Inglaterra se opusieron. Hubo manifestaciones en las calles. Eduardo, que rechazó la propuesta de un matrimonio morganático, mediante el cual conservaría el trono, pero Wallis nunca sería reina, amenazó con abdicar… Y le tomaron la palabra, a pesar de la oposición de su amada. «Querido, piénsatelo; si abdicas, todo el mundo dirá que no hice lo suficiente por evitarlo». Recibía amenazas de muerte de una misteriosa liga de mujeres decentes y barajó la idea de marcharse a Nueva Zelanda y comenzar una nueva vida. «Puedes irte a China, Labrador o los Mares del Sur, que yo te seguiré», zanjó el rey.

La renuncia a la Corona entró en vigor el 10 de diciembre de ese mismo año y el atribulado Bertie se convirtió en Jorge VI. Eduardo ni siquiera consiguió el tratamiento de Alteza Real para su prometida, un premio de consolación. La discreta, aunque feroz, oposición de su cuñada, ahora reina consorte, lo evitó. Sólo transigió en que se le otorgase a la pareja el título de duques de Windsor, con la condición de que se fuesen de Inglaterra.

Así lo hicieron. Fueron perseguidos hasta Francia por una legión de periodistas, donde se casaron. Y cortejados por Hitler, que contaba con la simpatía de la pareja para sus planes y los invitó a su residencia veraniega. Eduardo era admirador de Alemania. Hablaba un alemán perfecto y tenía un odio visceral al comunismo. Pero estalló la guerra. El Gobierno no sabía qué hacer con el duque. Le dieron un puesto de supervisión de tropas en Francia, pero los servicios secretos sospechaban que pasaba información al enemigo.

alternative text
Enemigas hasta el final. Eduardo murió en 1972. En su funeral (foto) se produjo uno de los pocos encuentros entre Wallis y Elizabeth. Desde entonces, Wallis vivió como una reclusa hasta su muerte, en 1986.

Cuando fue evidente que Francia no resistiría el avance de las tropas alemanas, los duques de Windsor huyeron. El Gobierno inglés quería mandarlos lo más lejos posible, donde no estorbasen. Churchill encontró la solución: nombró a Eduardo gobernador de las islas Bahamas. Allí sería inofensivo. Wallis sospechaba que el exilio había sido alentado por su irreconciliable cuñada, que incluso fijó el estipendio anual que habrían de cobrar. Wallis pedía 300.000 libras, pero sólo consiguió 10.000. La muerte prematura de Jorge VI en 1952 exacerbó la enemistad entre ambas.

La Reina Madre culpaba a Wallis no sólo de haber abducido con astucias de alcoba a Eduardo, su amor platónico, también de ser la responsable última de que su marido, agobiado por unas responsabilidades que no quería, hubiese envejecido a ojos vista por el estrés. Fumador empedernido, un cáncer de pulmón se lo llevó con 56 años. En cuanto a Wallis, su rencor se hizo extensivo a toda Inglaterra. «Es increíble cómo una nación entera ha abusado de una mujer sola», se quejaba. El duque de Windsor murió en 1972. En 1976 las cuñadas estuvieron a punto de escenificar una reconciliación, pero en el último momento la Reina Madre canceló el encuentro y envió una tarjeta. La duquesa de Windsor falleció en 1986. Su cuñada asistió al funeral, así como la reina Isabel II, el príncipe Carlos y Lady Diana. Esta vez no le negaron la pompa y circunstancia que tanto había deseado.