¿Cómo hacer que un cuerpo dure 3.000 años? Nadie como los sacerdotes egipcios para garantizar a un faraón la inmortalidad entre los dioses. Gracias a la tecnología, cada día conocemos mejor sus secretos. Le presentamos el ritual de la muerte egipcia como nunca se había visto. Por Fernando Goitia

Los faraones también momificaban a sus mascotas

Lady Hor dejó de ser mujer para convertirse en hombre. Ocurrió ante los ojos atónitos de los egiptólogos que sometieron a esta momia de más de 2.000 años de antigüedad a una tomografía axial computerizada (TAC) en un hospital de Nueva York. Desde que fuera descubierta en 1937, en Tebas, Lady Hor había sido considerada una fémina, ya que su sarcófago carecía de la característica barba ornamental que, según la egiptología, aparece en los ‘ataúdes macho’ de aquella civilización. «¡Es un chico! Escroto y pene bastante bien preservados. Órganos pélvicos propios de un hombre», revelaba un portavoz del Museo de Brooklyn, residencia de la momia desde los años 30.

La identidad de Hor es apenas uno de los muchos aportes de la tecnología médica al estudio del Antiguo Egipto. En realidad, desde que en 1905 un grupo de arqueólogos llevara al faraón Tutmosis IV a una residencia de ancianos de El Cairo para radiografiar sus restos, estos milenarios cadáveres no han vuelto a descansar en paz. Sobre todo cuando, a partir de los años 80, la tomografía trimidensional, el TAC, permitió elevar de manera exponencial nuestro conocimiento sobre sus identidades, las causas de su muerte y las prácticas funerarias de la época.

«El rey momificado se elevaba con el aspecto de un ave o un escarabajo. Acogido por RA, viviría una existencia semejante a la terrenal»

El escáner revela ante los egiptólogos golpes, roturas de extremidades, la posición de las mismas, el estado de los tejidos y de la dentadura (básica para desvelar edad y hábitos alimenticios), las enfermedades padecidas, el sexo… Muchos detalles, invisibles al ojo humano, surgen ante la mirada inquisitiva del escáner. De Tutankamón, por ejemplo, se pudo averiguar que gozaba de buena salud, que no presentaba señales de desnutrición ni de enfermedades infecciosas en la infancia o que su dentadura estaba en excelentes condiciones.

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El TAC de este joven (se cree que murió con 19 años) y misterioso faraón ha sido el más celebrado de los últimos años. Si el descubrimiento de su tumba, en 1922, se mantiene como el hallazgo arqueológico más importante del siglo XX, las revelaciones de su paso por la tomografía, en 2005, resolvieron algunos misterios pendientes. El escáner derribó más de tres décadas de elucubraciones sobre una posible muerte violenta debida a un golpe en el cráneo.

La idea surgió en los 60, cuando la momia fue radiografiada y se detectó la presencia de un hueso suelto dentro de su cabeza. A la luz del TAC, resultó ser un huesecillo nasal que había acabado ahí durante la momificación, momento en el cual se extraía el cerebro del cadáver a través de la nariz. No apareció indicio alguno de asesinato; la causa posible de su muerte pudo ser algo tan peregrino a nuestros ojos como una infección mal curada en la rodilla izquierda causada por una caída.

La recreación tridimensional de Tutankamón se cuenta al detalle en Momias reales, la inmortalidad en el Antiguo Egipto (Ed. Libsa). Escrito por el prestigioso arqueólogo y médico francés Francis Janot, el libro reúne el cuerpo de conocimientos actuales sobre la cultura de la muerte y las prácticas funerarias de esta civilización que se desarrolló a lo largo de más de 3.000 años. Ligados a su tierra, una estrecha franja de tierra, sometida a las inundaciones del Nilo y rodeada de un terrible desierto lleno de peligros, los egipcios proclamaban el horror de morir y dejar este mundo. Para afrontar esta amenaza permanente de la muerte, el pensamiento teológico elaboró una complicada respuesta mágica y religiosa que contemplaba la existencia de una segunda vida y garantizaba la inmortalidad.

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El último elemento de este entramado espiritual era la intervención física sobre el cadáver, ya que, para vencer a la muerte, era absolutamente necesario curar el cuerpo de la corrupción. Esto es, convertirlo en momia.

El origen de estas creencias se pierde en la noche de los tiempos, fruto de la observación temerosa de la naturaleza. Al comprobar que el Sol se hundía cada tarde por Occidente, como tragado por el horizonte, los egipcios imaginaron un mundo subterráneo, teatro de las luchas incesantes del astro rey contra un enemigo, invisible para los mortales, cuya derrota total nunca estaba garantizada.

En el Imperio Antiguo (2700 a 2200 a. C), periodo en el cual se forjó y consolidó la estructura política, cultural y religiosa que dominaría el Valle del Nilo, los sacerdotes de Heliópolis, fundadores del sistema de mitos y creencias, eligieron el Sol como creador del mundo. Su nombre era Ra. Por asimilación, el destino del faraón, su hijo, era solar y en esos años sólo él podía ascender al cielo para sentarse junto al padre en una nueva existencia. Por nacimiento y jerarquía, el rey podía aspirar a la inmortalidad si superaba el juicio de los tribunales del Más Allá. Para garantizar el éxito de esa travesía, todos los esfuerzos del pueblo, y buena parte de los recursos nacionales, debían dirigirse a la construcción apropiada del complejo funerario del monarca, dominado por la pirámide, símbolo de esta ascensión al cielo. No es de extrañar, por lo tanto, el esplendor de las sepulturas egipcias, desde las majestuosas pirámides del Imperio Antiguo hasta las criptas del Imperio Nuevo en el tebano Valle de los Reyes, donde, a lo largo de 420 años, fueron enterrados 28 faraones.

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El monumento funerario ideal constaba de dos partes principales: el lugar de enterramiento subterráneo, donde se depositaba el cuerpo momificado -a veces hasta 30 metros bajo tierra-, y el lugar de culto en la superficie, en el que se oficiaban los ritos y se realizaban las ofrendas. La finalidad de estas tumbas era servir como morada eterna donde el difunto pudiera disfrutar de su nueva vida. La escala social de este lado del mundo se repetía al cruzar la puerta del otro. Los reyes se convertían en dioses; los nobles, en espíritus bienaventurados que accedían al Más Allá; y, en un proceso que se ha dado en llamar la «democratización de la vida eterna», los plebeyos fueron accediendo también a los atributos divinos.

Tal y como lo describe el arqueólogo Francis Janot, en la cámara funeraria, los Textos de las Pirámides fijaban el gran ritual del culto funerario real, desarrollado para permitir al faraón superar los múltiples y peligrosos obstáculos que amenazaban su ascensión. Sufriendo una metamorfosis, el rey se elevaba hacia la bóveda con el aspecto de una garza real, un halcón, un ánade silvestre o un escarabajo. Acogido por el divino Ra, llegaba a la región de los Campos de los Juncos y de los Campos de las Ofrendas, donde viviría una existencia semejante a la terrenal.

Para que el estado de la muerte no equivaliera a la desaparición total del ser, los egipcios imaginaban la existencia de tres principios vitales invisibles, instalados en lo más profundo del ser humano y que nunca se extinguían: el ba, el ka y el aj.

El ba era la posibilidad que se le daba al cuerpo de asumir distintas formas. En la escritura jeroglífica que decoraba las tumbas, aparecía en forma de un pájaro con cabeza humana que observaba el desarrollo de la vida, posado en un árbol. Los egiptólogos equiparaban el ba con nuestro concepto del alma, que infunde vida al cadáver. Daba al difunto plena libertad para salir de día y moverse sin impedimientos.

El ka era la energía vital del hombre y, en primer lugar, del faraón, que poseía más de un ka. Sólo Ra disponía de catorce. El ka permitía llevar una vida exactamente igual a la terrenal si se cumplía adecuadamente con los ritos del embalsamamiento. La tumba era la residencia del ka, al que había que presentar ofrendas alimenticias regularmente. El ka velaba por el faraón antes y después de la vida.

El aj expresaba la idea de la fuerza divina. Estaba representado en los jeroglíficos por un ibis. Este elemento invisible podía recorrer la distancia que separa el mundo del Más Allá del de los vivos para llegar a las estrellas.

Así, el cuerpo embalsamado seguiría viviendo en compañía de sus tres principios espirituales y del nombre del difunto. La envoltura física ya no podía volver a caminar sobre la tierra, pero debía conservar su integridad para que toda la personalidad pudiera actuar en el Más Allá. La tarea de los vivos era realizar adecuadamente el ritual funerario y procurar con cierta frecuencia asistencia y ofrendas al ka del difunto.

El embalsamamiento, arte que el dios Anubis enseñó a los hombres, era la respuesta práctica ante la inevitable corrupción del cadáver. De la victoria en esa lucha, pensaban los egipcios, dependía el orden cósmico. Sólo Anubis, dueño de los secretos del embalsamamiento y cuarto hijo de Ra, podía devolver la vida al difunto. A lo largo de las dinastías, explica Janot, se desarrollaron y mejoraron varios mecanismos para lograr la regeneración que, llevados a cabo exclusivamente por los sacerdotes-embalsamadores, garantizaban la inmortalidad.

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En sus intervenciones a través de los sacerdotes, Anubis actuaba primero sobre la cabeza. Con un hierro curvo se extraía el cerebro por la nariz y se rellenaba el cráneo de alquitrán, semillas y aceite de cedro. A continuación, con una piedra cortante se practicaba una incisión en el costado y se sacaban los intestinos para purificarlos y lavarlos con vino de palma y sustancias aromáticas trituradas. Tras llenar el vientre de mirra pura, canela y otras especias, se cosía y se salaba al difunto, recubriéndolo de natrón, durante 70 días. Hecho esto, lavaban el cadáver, se cubría con ropajes, ungüentos y vendas de lino, y se introducía en el sarcófago y en la cámara funeraria. Anubis guiaba al difunto durante el peligroso camino que conducía a la beatitud, previo paso por la sala del juicio del alma. Al autorizar su tránsito, él mismo ejercía de severo y silencioso custodio, cuya presencia se documentaba en el Imperio Nuevo en el alféizar de las cámaras funerarias. En 1922, el hallazgo de estos símbolos intactos llevó al arqueólogo Howard Carter a comprender que se encontraba ante la entrada de una tumba real inviolada, la de Tutankamón.

En el tránsito seguro al Más Allá, tan importante como el embalsamado era el sarcófago. Considerado como «señor de vida», éste se concebía como una barrera contra la acción destructora de los elementos. El difunto, colocado en «su nueva casa», viviría rodeado de sus objetos familiares. De hecho, los textos del interior de los ataúdes, cuyo contenido mágico era básico en ese viaje que permitía la metamorfosis de un cadáver en un ser indestructible capaz de atravesar los siglos, incluían listas de objetos de la vida cotidiana. El muerto debía tener siempre a mano los utensilios y los escritos. Los jeroglíficos que adornaban el ataúd comenzaban a la altura de los ojos de la momia, con arreglo a un orden religioso, para que el faraón pudiera leer las fórmulas mágicas que lo salvarían de los peligros del mundo inferior.

Con los cambios del pensamiento religioso, en el segundo Imperio Medio, la caja rectangular inicial dejó paso a la antropomorfa. Las nuevas creencias exigían que la tapa del ataúd reprodujera el alma (ba), simbolizada por una cabeza humana con el cuerpo de un pájaro de colores. Así nació el sarcófago rishi, «cubierto de plumas», cuyo ejemplar más asombroso es el de la reina Amose-Nefertiti, de casi cuatro metros de longitud. La momia de aquella reina legendaria por su belleza aún figura entre las grandes cuentas pendientes de la egiptología. Además de ella, todavía quedan por encontrar los cuerpos de faraones como Ramsés VII, VIII, X o XI. Mientras tanto, momias repartidas por museos de medio mundo desfilan por el escáner aportando nuevas pistas al enigmático puzle del Antiguo Egipto.

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