El Big Ben está parado. El reloj londinense y todo el palacio, la sede parlamentaria más antigua del mundo, afronta una reparación. Se caen a pedazos. Visitamos los lugares más ocultos de Westminster. Por Michael Streck

A las puertas del palacio de Westminster reina una calma desconcertante. Turistas llegados desde todos los rincones del mundo se apiñan, cámara en mano, para fotografiar el Big Ben. Sin embargo, la torre -que en realidad se llama Torre Isabel- está cubierta de andamios.

En el guardarropa sigue habiendo lazos rojos para colgar el sable o la espada

La multitud, entre foto y vídeo, aguza el oído y aguarda, pero no llega más sonido que un silencio atronador. El padre de todos los relojes va a mantenerse callado durante los cuatro años que durarán las reparaciones. El Big Ben está parado. El tiempo se ha detenido.

reparaciones del big ben, se cae a pedazos

En el Parlamento hay unos 500 relojes. Paul es uno de los relojeros que se ocupan de ponerlos a punto

Dentro de Westminster, en una estancia de gran tamaño decorada en tonos verdes, charlamos con un hombre de aspecto afable. Trabaja en las Casas del Parlamento, el corazón de la democracia británica. Se llama David Natzler y lleva desde 2015 ejerciendo como secretario de la Cámara de los Comunes. Es el principal encargado de protocolo de la institución y responsable de los más de dos mil empleados que pululan entre estos históricos muros, desde cocineros hasta restauradores, desde guías turísticos hasta halconeros. Además, responde legalmente en el caso de que, por ejemplo, a un turista japonés le cayese un ladrillo en la cabeza.

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En la Cámara de los Comunes hay 650 diputados, pero solo hay 427 escaños. De ahí las ‘apreturas’ en los debates

Natzler nos habla de su pasión por este lugar. Llegó aquí por primera vez en 1975, cuando era un joven historiador, y nunca quiso marcharse. Es un enamorado de este palacio tan magnífico como laberíntico, con mil cien estancias repartidas en siete pisos, un centenar de escaleras, cinco kilómetros de pasillos, corredores ocultos y multitud de cuadros y esculturas de enorme valor y, sobre todo, un lugar lleno de historia, tradición, rituales…

Secretos de palacio

Westminster es como una ciudad dentro de la ciudad, con peluquería, lavandería, cocinas y comedores, guardería y gimnasio, incluso con una galería de tiro. Además, cuenta con varios bares, donde se celebran banquetes legendarios, en ocasiones también vergonzantes. Algunos aseguran que Westminster es más bien un Estado dentro del Estado, con sus propias leyes y costumbres, pompa y procesiones. Para el visitante, muchos de estos detalles resultan excéntricos. Por ejemplo, los cuchicheos, resoplidos y gritos que se escuchan durante los debates parlamentarios, en los que, sin embargo, no está permitido aplaudir y los diputados se tratan unos a otros de «muy honorable».

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Cada dos semanas, los halconeros llevan sus aves para ahuyentar a las palomas

Grietas y ratones

Natzler es el responsable último del silencio del Big Ben. La reparación no se podía posponer más, pues el tictac del viejo reloj andaba cada vez más desacompasado, y el estado general de la torre también hacía necesario un repaso. Por otro lado, bien podría tratarse de un anticipo de lo que está por venir. es probable que a Natzler le toque organizar una gigantesca mudanza a no mucho tardar. Porque lo del ladrillo en la cabeza del turista japonés podría suceder de verdad en cualquier momento.

A pesar de todo su simbolismo, el palacio es una ruina. Las obras de saneamiento y restauración son obligadas porque el edificio fue diseñado y construido tras el devastador incendio de 1834, en unos tiempos en los que Gran Bretaña todavía era un imperio. El palacio es de una época en la que las mujeres aún no tenían reconocido el derecho de sufragio. Solo se las toleraba como un ornamento más, relegado a la galería de visitas.

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Varios operarios acondicionan la Cámara de los Lores. Aquí los asientos son rojos, frente al verde de los Comunes

Tras su lujosa fachada, los muros se agrietan y el agua se cuela por los tejados, los ratones corretean por los pasillos y los cables cuelgan de las paredes. Los más críticos aseguran que se trata de una metáfora del estado general de la clase política británica.

La pereza de los parlamentarios

En el palacio llevan años dándole vueltas a una importante restauración siempre pospuesta. Exigiría el traslado a otra sede durante al menos seis años y costaría como poco tres mil quinientos millones de libras. Una de las mayores paradojas es que son precisamente los seiscientos cincuenta parlamentarios responsables de tomar la decisión quienes con más ahínco miran para otro lado.

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Traslado de The Mace, una especie de cetro, símbolo de la autoridad real. Ninguna ley puede aprobarse si no está presente

Pero cualquiera que haya estado bajo la grandiosa cubierta medieval de Westminster Hall podrá entender las reticencias de los políticos a mudarse. Lugares así hacen que se comprenda perfectamente lo que Winston Churchill quería decir con aquella frase suya tan conocida. «Damos forma a nuestros edificios, luego ellos nos dan forma a nosotros».

Las damas encadenadas

Westminster ha resistido incendios, explosiones y, desde el año pasado, también ataques terroristas. Ha visto el comienzo y final de multitud de conflictos bélicos, y sufrió sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial, cuando las bombas alemanas destruyeron el salón de la Cámara de los Comunes y los diputados tuvieron que reunirse durante años en la de los Lores.

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Jess es uno de los perros policía que registra la Cámara para detectar explosivos.

En el Stephen’s Hall, las paredes están adornadas con lienzos que narran la historia británica. Collins nos habla de las sufragistas y su lucha por el derecho a voto; nos muestra el lugar donde, en 1909, una de aquellas damas se encadenó a la estatua de lord Falkland, rompiéndole, dicen que adrede, una de las espuelas. Luego nos lleva al guardarropa, donde cada parlamentario tiene un gancho propio, algunos de los cuales siguen contando con lazos rojos por si alguien quiere usarlos para colgar de ellos el sable o la espada.

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Cada miembro de la Cámara tiene un buzón para recibir correspondencia, notas o avisos. Se iluminan cuando hay mensajes

Nada comparable

Betty Boothroyd se convirtió en 1992, tras setecientos años de historia parlamentaria, en la primera mujer en ocupar la presidencia de la Cámara de los Comunes. Hoy, miembro de la Cámara de los Lores, ya se la puede llamar oficialmente ‘baronesa Boothroyd’, aunque prefiere que nos dirijamos a ella como Betty.

Cuando Betty recorre los pasillos de Westminster a última hora de la tarde, y no es raro que lo haga calzada con sus pantuflas, se sorprende de lo vacíos que están ahora los despachos, incluso los bares están menos concurridos que en sus tiempos de presidenta de la Cámara.

Betty Boothroyd ha viajado por multitud de países y un sinfín de sedes parlamentarias, pero nunca ha visto nada como Westminster, dice. «Hay muchos lugares hermosos, sí, pero nada que se le pueda comparar». Añade que, a veces, contemplando el Támesis meditabunda, se ha sentido como si estuviera en Venecia, ante un escenario de lo que ella llama ‘historia líquida’.

Las procesiones y desfiles, los uniformes, la solemnidad, el olor de las viejas piedras… A los ochenta y ocho años se puede permitir uno caer en romanticismos, aunque al final no queda otra que rendirse a las evidencias. «Sé que hay que restaurarlo, lo sabe todo el mundo, es algo que se ve», asegura. Hace una pausa. «Pero también sé que nunca volverá a ser tan mágico como fue».

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