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PATENTE DE CORSO

Una carta de 1588

Arturo Pérez-Reverte

Sábado, 26 de Enero 2013

Tiempo de lectura: 3 min

Estuve ayer leyendo de nuevo la carta de Francisco de Cuéllar, superviviente de la Gran Armada de Felipe II, en la que cuenta su naufragio y penalidades en la costa norte de Irlanda después del fracaso del intento de invasión de Inglaterra en 1588. El texto se lo debo al almirante Sisiño González-Aller, historiador de Marina, queridísimo amigo desde que lo conocí como director del Museo Naval de Madrid, cuando yo documentaba allí mis novelas La carta esférica y Cabo Trafalgar. El almirante tiene una obra monumental, La batalla del Mar Océano, sólo publicada en sus cinco primeros volúmenes -el Ministerio de Defensa lleva desde el ministro Trillo desentendiéndose de la publicación del resto-, donde recoge cuanta correspondencia y documentos de la época se conocen sobre el fracaso de la gran expedición contra Inglaterra. Una de esas cartas, la del capitán Cuéllar, comandante del San Pedro -galeón español destrozado en la costa irlandesa-, es una auténtica joya: un riguroso documento histórico que parece un relato de aventuras. Pero como se trata del documento número 7127 clasificado por el almirante, y pertenece a la parte inédita de la obra, temo que nunca lleguemos a verlo impreso. Felipe II y la Gran Armada, a estas alturas. A ver qué ministro se gasta un euro en eso. No fastidie, almirante. Esto es España, con su memoria siempre arrojada al basurero del olvido. Y más ahora, con el fácil pretexto de los tiempos que corren. Etcétera. Y sin embargo, menudo relato. Veinte folios que bastan para contar, con más viveza y exactitud que el mejor libro de Historia, cómo el arrogante sueño de Felipe II, su proyecto de derribar a Isabel I con un desembarco que sublevara a los católicos ingleses, fue aniquilado por los combates, los temporales y la mala suerte. En su carta cuenta Cuéllar los pormenores del naufragio en pleno temporal -«No teníamos remedio ni socorro ninguno, si no era de Dios»- y cómo miles de náufragos españoles que iban a bordo de las naves deshechas en playas y acantilados van siendo arrastrados por el mar, vivos y muertos -«Desnudos en cueros, sin ningún género de ropa sobre sí, tiritando de frío, que le hacía cruel»-, en aquellos parajes septentrionales e inhóspitos, asesinados por los lugareños que les roban hasta los harapos, y por las tropas inglesas que recorren la costa ahorcando sin compasión a los supervivientes: «Y se los comían cuervos y lobos sin que viniese quien diera sepultura a ninguno». Estremece hasta erizar la piel la narración del capitán Cuéllar, que todo lo describe de modo admirable: lo desolado del paisaje frío y hostil, la crueldad de irlandeses e ingleses, la espantosa soledad de los españoles dispersos que huyen por los montes buscando amparo, heridos, ateridos de frío, acosados como animales -«Volví a llamar a mi compañero por ver si dormía y halléle muerto»-. Pero también, entre lo espantoso de la tragedia -«Todo destruido y doce españoles ahorcados dentro de la iglesia por mano de los ingleses que en nuestra busca andaban»- brillan también, a ratos, los destellos de humanidad de algunos campesinos irlandeses que, reconociendo a católicos como ellos entre los fugitivos, los amparan y socorren incluso después de robarles lo poco que llevan encima: «No me hicieron mal, porque había uno de ellos que sabía latín». Y no falta tampoco el rasgo épico: cuando ante la proximidad de las tropas inglesas huyen los lugareños irlandeses, un pequeño grupo de nueve españoles supervivientes, hartos de vagar por aquella tierra desolada, deciden no seguirlos y se atrincheran entre los muros de un pequeño castillo desierto donde resisten diecisiete días, resueltos a vender caro lo que resta de sus pobres vidas; porque «para no vernos en más, era mejor acabar de una vez honradamente». No sé a ustedes; pero a mí, ese relato de hace cinco siglos me estremece como si fuera de hace cinco días. Empañan los ojos esos infelices perdidos en tierra hostil, intentando sobrevivir a la desgracia de ser españoles -eso los llevó a buscar fortuna a bordo de aquellas naves y a naufragar en aquella costa peligrosa y desolada-. Cuando pienso en ellos, no puedo evitar asociarlos con quienes, cinco siglos después, vagan ahora por sus particulares costas inhóspitas, intentando sobrevivir a la estupidez y la arrogancia de quienes los embarcaron en la última pomposa Gran Armada. Con el desastre que, como inevitable maldición histórica, esta España enferma de sí misma se obstina, de siglo en siglo y sin aprender nunca -la mala memoria es lo que tiene-, en seguir destrozando a cada temporal, estúpida y suicida, contra la misma roca.

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