En los últimos 25 años ha examinado a un cuarto de millón de personas, unos 30 refugiados al día. Es el único médico permanente de Lampedusa, la isla italiana a la que llegan más inmigrantes. Por Jonathan Stock

En una isla en medio del mar, detrás de las adelfas en flor, debajo de una foto del Santo Padre, hay sentado un hombre de aspecto cansado al que sus amigos llaman Pietro y al que todo el mundo conoce como «il dottore», ‘el doctor’: es el médico de Lampedusa.

La isla en la que trabaja no es como las otras islas. La cruz de la iglesia está hecha con remos, y bajo el agua hay una imagen de la Virgen cuidando a los muertos. Se cree que Shakespeare situó aquí su drama La tempestad, y en el cementerio hay muchas tumbas sin nombre. Pietro Bartolo nació en Lampedusa hace 60 años. Su padre era pescador.

«En 2016 han muerto en el mar más personas que nunca. Y lo peor es que ya no le interesa a nadie»

Si te duele el estómago, si tienes taquicardias, vas a ver a Bartolo; en realidad, es especialista en ginecología, pero aquí se encarga de todo. Esa es su vida durante el día. Por la noche comienza su otra vida, cuando los turistas duermen y la guardia costera lo llama. «Pietro, duocento -le dicen-, fra un’ora»: ‘han llegado 200 refugiados, tiene que presentarse en una hora’. Y Bartolo sale de la cama, se viste y baja al muelle, a donde llevan las embarcaciones. Allí les tiende la mano a las 200 personas que llegan al puerto, luego busca en su piel rastros de sarna y les examina las ingles y los ojos. Busca síntomas de hipotermia, deshidratación, quemaduras, traumatismos, las consecuencias más frecuentes del viaje de huida. Derivará los casos graves a Sicilia, ingresará a las embarazadas, registrará los muertos, olvidará a los sanos.

XLSemanal. Señor Bartolo, ¿por qué se ha quedado todos estos años?

Pietro Bartolo. Me gustaría responderle con otra pregunta: ¿sabe usted cómo es ahogarse?

XL. No.

P.B. No he sido médico siempre. Antes era pescador, como la mayoría aquí. Una vez, cuando tenía 16 años, salí al mar con mi padre. Estábamos a unas 40 millas náuticas de la costa. Mientras achicaba agua, me resbalé y me caí por la borda. Nadie se dio cuenta en el barco. Era por la noche. El agua estaba helada. Llamé a gritos a mi padre, una vez, dos veces, pero el barco no se detuvo. Me quedé flotando solo en medio del mar. Tardaron tres horas en encontrarme. Estuve sin poder hablar durante días. Pensé: morirse es así. Y decidí hacerme médico. Cuando miro a los refugiados a los ojos, en el muelle, vuelvo a pensar en aquel instante de mi vida. Entiendo a estas personas. Soy un hijo del mismo mar. Por eso, me he quedado.

A algunos solo les dedica segundos, a otros los recuerda de por vida. A uno de ellos lo adoptó

XL. Durante su visita a Lampedusa, el Papa Francisco dijo que vivimos en una sociedad del bienestar, en una hermosa burbuja de jabón que nos lleva a la indiferencia hacia los demás, a una especie de globalización de la indiferencia. 

P.B. Este año que ahora termina han muerto en el mar más personas que nunca. Y lo peor es que ya no le interesa a nadie. Son solo cifras. A la gente le da pena, la mayoría son buenas personas, sí, pero luego se olvidan.

XL. Ha tenido que ver muchas cosas…

P.B. Con cada barco que llega, me pregunto qué me espera. Nunca sé cuál de todas las especialidades médicas que no estudié me va a tocar aplicar. E incluso como ginecólogo tengo que hacer cosas para las que nadie me formó. Me gustaría enseñarles algo… [Bartolo busca en el móvil una foto. Es una imagen terrible. Muestra a una mujer joven en carne viva].

P.B. Lo que ven en esta foto son las consecuencias de quemaduras químicas severas. Se producen por la combinación de agua salada, orina y gasolina que se acumula en el fondo de las embarcaciones de los refugiados. Los más afectados son las mujeres y los niños. Son las lesiones de mayor gravedad que he tenido que tratar en 25 años. Empecé a verlas solo hace un par de años, desde el comienzo de la misión italiana Mare Nostrum.

XL. ¿Por qué entonces?

P.B. Porque desde entonces a los refugiados se los recoge más cerca de la costa libia. Así que, en vez de barcas de madera, los traficantes usan lanchas neumáticas con pequeños motores de gasolina para ahorrar dinero. Lo normal es que los propios refugiados tengan que ir rellenando el depósito del motor con unos bidones que llevan. En altamar es fácil que se derrame algo. Las mujeres van sentadas en el fondo de las embarcaciones con sus hijos en brazos. Allí abajo, el agua del mar se mezcla con la gasolina. Al cabo de unas horas, cuando la ropa se empapa con esta mezcla, entra en contacto con la piel. Al principio, la sensación es de un calor agradable, pero luego la piel empieza a quemarse. Las consecuencias son muy difíciles de tratar… y a menudo mortales. Resulta triste: Europa quería ayudar, y en su lugar lo que hace es causar heridas nuevas.

«Sueño que subimos a un barco de refugiados. No hay supervivientes. Veo en las paredes huellas de manos ensangrentadas. Intentaron salir… Desgraciadamente, no es una pesadilla»

XL. ¿Cómo se podría reducir la mortandad?

P.B. Tenemos que hacer que la travesía sea más segura. Tenemos que encontrar formas legales de que los refugiados vengan a Europa. Y tenemos que mejorar las condiciones de vida de la gente en sus países de origen. Hasta que eso se consiga, lo que rige es la ley del mar, que aquí todos los pescadores respetan desde hace siglos: a los náufragos se los ayuda. Es una ley sencilla que a veces, creo yo, en tierra firme se les olvida.

XL. Los gobiernos conservadores y los partidos de derecha europeos defienden una política de disuasión. ¿Qué opina usted al respecto?

P.B. A muchos refugiados les pido que me cuenten sus historias. Son personas que han sufrido guerras, hambre, malos tratos… o que simplemente no veían un futuro en su país. Han cruzado a pie el Sáhara, han pasado años esclavizados en Libia. Los han golpeado y violado, se han gastado todo su dinero en el viaje. No quieren invadirnos. Lo que quieren es vivir aquí con dignidad. Eso es todo.

XL. ¿Entiende que haya mucha gente que sienta miedo ante las altas cifras de refugiados?

P.B. Sí, lo puedo entender. A veces, por culpa de las noticias, a los refugiados no se los percibe como personas, sino solo como cifras, y se genera esa impresión de que se está produciendo una invasión. Pero solo invade un enemigo que es más fuerte, por su armamento o por su simple número. Y esta gente no es más fuerte que nosotros. Tampoco nos superan en número. Y, sobre todo, no son nuestros enemigos. Son víctimas. Son vulnerables, igual que nosotros. Y son muchos menos. En la Unión Europea viven 500 millones de personas. En 2016 han llegado unos 350.000 refugiados por mar. Un refugiado nuevo por cada 1400 europeos. Es como una persona más en un pueblo entero. ¿Eso nos tiene que dar miedo?

«¿Cómo podemos ver a los refugiados como invasores? No son enemigos. Son víctimas. Llega un refugiado por cada 1400 europeos. ¿Eso nos da miedo?»

XL. ¿Cómo ha cambiado su vida a consecuencia de los refugiados?

P.B. No lo sé, solo conozco esta vida. Adopté a un niño que llegó por mar. Hace un par de años me dio un infarto. Y a veces pienso que no puedo con todo. Pero ¿ve esas dos cajas grandes de ahí, llenas de juguetes? Son donaciones que mandan desde todo el mundo. La mitad es para los refugiados, la otra mitad es para el colegio de Lampedusa. Me parece bien, también necesitan juguetes.

XL. Después de todo lo que ha visto, ¿se ha acostumbrado a su trabajo?

P.B. Me lo dice mucho la gente: «Bah, seguro que ya te has acostumbrado». Me ayudaría mucho haberme acostumbrado. Hace un par de años estaba en el muelle y llegó una mujer que también había dado a luz a un bebé en el mar, solo que esta vez ambos habían muerto. Les puse a los dos en el mismo ataúd. Todavía estaban unidos por el cordón umbilical, no los separé. ¿Cómo puede alguien acostumbrarse a cosas como esa? No te acostumbras a la profanación que significa tener que cortar un dedo o una oreja de un cadáver y mandarlo al laboratorio a que registren su ADN, para que los padres tengan la certeza de que su hijo falleció. Cada vez que abro una de las bolsas verdes en las que se mete a los cadáveres es como si fuese la primera vez.

XL. ¿Su trabajo le persigue en sus sueños?

P.B. Sueño mucho. No son sueños buenos. A veces todavía sueño que me caigo por la borda, solo que ahora nadie viene a rescatarme. Una pesadilla. Pero se han ido sumando otras pesadillas nuevas. Hay un sueño que me acompaña desde hace años. Subo a un barco de refugiados, ayudamos a la gente a pasar a la patrullera. Vemos que debajo de los refugiados hay otra cubierta. Abrimos la escotilla y buscamos supervivientes. Pero no hay supervivientes. Los muertos no son adultos, son chicos y chicas. Tengo que caminar sobre los cadáveres porque no hay sitio. Veo en las paredes huellas de manos, son de color rojo. Cuando me acerco, me doy cuenta de que son de sangre. Huellas de manos ensangrentadas. Estas personas querían salir y se han destrozado las manos en el intento. Pero desgraciadamente no es una pesadilla. Me pasó realmente hace ahora seis años.

XL. Parece usted cansado.

P.B. ¿Cansado? Claro que estoy cansado. Espero que este trabajo se acabe ya de una vez. Pero soy médico. Tengo que continuar.


Hijo del mar

médico Lampedusa

«Este niño nació hace un mes en una lancha patrullera de la Marina. Cuando llegó a puerto, el bebé todavía estaba unido a su madre por el cordón umbilical. No estaba preparado para algo así. Corté el cordón con una navaja y lo até con los cordones de mis zapatos. Los dos, la madre y el niño, están ahora en Palermo. Se encuentran bien. La madre me escribe de vez en cuando. ¿Ve la piel clara? Solo se oscurece cuando la melanina entra en acción. Cuando nacemos, todos nos parecemos; todos llevamos la misma sangre. Esta es una foto bonita».


Yo me acuerdo

Dr. Pietro Bartolo steht am Hafen von Lampedusa. Dort kommen die Fl¸chtlingen in Rettungsbooten an. Die Fl¸chtlinge werden durch Dr. Bartolo erstuntersucht und medizinisch versorgt. Lampedusa, Italien.

«Los que se ahogan no son cifras, son seres humanos. Es algo que se nos olvida. Yo me acuerdo de muchas de estas personas. Me gustaría que todos las hubieran visto como las he visto yo. Entonces entenderían a lo que me refiero.  Me acuerdo de Hassan, que cargó a cuestas a su hermano, paralítico, durante todo el viaje.  Me acuerdo de Faduma, quien tuvo que dejar atrás a sus siete hijos.  Me acuerdo de una señora de Gambia maravillosa. Recuerdo su porte, lo orgullosa que era. Llevaba ropa de colores y una maleta en la mano, como si no estuviera bajando de una barca de refugiados llena de agujeros, sino de un tren en la estación.  Me acuerdo de Amina. Justo antes de la salida desde Libia había sufrido quemaduras graves por la explosión de un infernillo de gas, pero los traficantes la metieron en la barca a pesar de todo. Cuando los soldados la llevaron a tierra, debió de sufrir unos dolores terribles, pero no gritó en ningún momento, no se quejó, no lloró.  De todo esto es de lo que yo me acuerdo».

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