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PATENTE DE CORSO

Hoy quiero ser francés

Arturo Pérez-Reverte

Sábado, 14 de Noviembre 2015

Tiempo de lectura: 3 min

Sentado en el café Le Bonaparte, frente a Saint Germain, tomo notas para una novela que llevo por la mitad y que tal vez se publique a finales del año próximo. Se trata de una escena que transcurre exactamente en este café, en la mesa misma en la que estoy sentado: dos personajes, uno joven y otro viejo, dialogando sobre un libro perdido y un misterio. Y estoy en ello, como digo, cuando miro hacia la calle y pienso que hay lugares y ciudades estimulantes, que crean un estado de ánimo favorable para narrar historias. No me ocurre en todas partes, pero sí aquí, en París. Desde que tengo memoria, no hay una sola vez que haya caminado por esta ciudad, entrado en sus librerías, leído en sus cafés, que no me haya sentido vivo y lúcido, con ganas de escribir. Con ánimo de contar. Y eso, que siempre fue importante para mí, lo es más ahora, cuando los años, las cosas y los libros que dejaste atrás podrían entibiarte el ánimo. Aflojar las ganas. Dije alguna vez que sólo se es joven en vísperas de una batalla; al día siguiente, ganes o pierdas, ya has envejecido. Por eso es tan importante disponer batallas nuevas, vísperas tensas en las que engrasar los arneses y afilar la espada, dispuesto de nuevo al combate. A la aventura que te impide, o lo retrasa de modo razonable, envejecer de mala manera. En mi caso, el recurso son el mar y los libros. Y esta vez se trata de libros. Quizá el influjo se deba a las librerías. A su número y calidad. Aunque muchas han cerrado -la última, a pocos pasos de aquí-, París sigue siendo el paraíso del transeúnte lector que describí hace veinticinco años en El club Dumas, territorio habitual del cazador de libros Lucas Corso. Pienso en ello mientras comparo esta ciudad con el desolado páramo en el que la indiferencia gubernamental y la incompetencia municipal han convertido el paisaje librero de Madrid: un centro de ciudad donde no sólo las librerías, sino el comercio tradicional, lo que da vida y carácter a un barrio y a una ciudad, han sido arrasados por las franquicias absurdas y las tiendas de ropa. Un paseo atento por esas calles es desolador: imposible encontrar ya un zapatero, un panadero, un ferretero. Para todo hay que peregrinar a la moderna catedral de nuestro tiempo, que diría el buen Pepe Saramago: El Corte Inglés. Y así, cada viejo comercio de toda la vida que cierra se convierte, automáticamente, en un bar o en una tienda de ropa; lo que es, por otra parte, fiel reflejo de lo que somos y de lo que nos gusta ser. Y de lo que seguiremos siendo. La verdad es que no deja de tener su retorcida gracia, aunque sea siniestra. Paseo por París viendo escaparates de librerías y viejos comercios que se mantienen, y pienso inevitablemente en la desertificación comercial de Madrid y en el estúpido relaxing cup of café con leche de aquella alcaldesa por fin desaparecida, o en el bajuno concepto que de la palabra cultura tiene la que manda ahora. Y me pregunto si alguna vez habrán oído hablar, ellas o sus colaboradores, de cosas como el proyecto Vital Quartier, por ejemplo, que desde hace años se ocupa en París de mantener vivo el comercio tradicional que anima los barrios principales, facilitando sus alquileres, rehabilitaciones y rebaja de impuestos, favoreciendo que los pequeños negocios subsistan, humanicen las calles y animen en torno otros espacios comerciales gratos al ciudadano, complementándolo todo con una política de salubridad, higiene y seguridad callejera. Un esfuerzo al que se destina dinero, imaginación y buena voluntad en vez de desidia y burdo afán recaudatorio, y que ya ha logrado tener tres centenares de tiendas tradicionales, de diversas actividades, protegidas en seis de los principales barrios de París. Por supuesto, y también a diferencia de Madrid, donde hasta la magnífica Cuesta Moyano y sus librerías se ven olvidadas y maltratadas por el Ayuntamiento, uno de los sectores donde más cuidado ha puesto el plan parisino de apoyo al comercio tradicional es el de las librerías. Sólo a eso, a defender la existencia del comercio cultural que ennoblece el centro de la ciudad y mantiene su carácter, la alcaldía de París acaba de destinar una ayuda complementaria de dos millones de euros, amén de exenciones fiscales si una librería dedica a salarios el 12% de su facturación, así como subvenciones por promoción de libros de fondo -no torpes novedades de aquí te pillo y aquí te mato-, pagos de alquiler a la mitad del precio del mercado y créditos con dos años de carencia. Y ahora piensen ustedes en Madrid, aprieten los dientes y hagan, como yo, un esfuerzo para no blasfemar en arameo y que se los lleve el diablo.

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