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ANIMALES DE COMPAÑÍA

El futuro del arte

Juan Manuel de Prada

Sábado, 20 de Octubre 2012

Tiempo de lectura: 3 min

Desde que existen hombres ha existido creación artística, pues el hombre es el único ser que puede ser al mismo tiempo criatura y creador. E, inevitablemente, ese hombre que es a la vez criatura y creador, al que hemos dado en denominar 'artista', ha buscado los medios para ganarse el sustento y obtener reconocimiento, a la vez que desarrolla su vocación creativa. Allá en la noche de los tiempos, al artista le bastaba con que su arte fuese encarnación de lo que los antiguos llamaban 'genio popular', expresión de inquietudes y anhelos ancestrales, para que fuera acogido, reconocido y gratificado por sus contemporáneos. así le ocurría al rapsoda o al juglar que recorría los pueblos, recitando romances y cantares de gesta; o al cómico de la legua que entretenía a las gentes con sus entremeses y mojigangas. Pero no tardó en llegar el día en que la acogida, el reconocimiento y la gratificación de ese arte nacido de la entraña popular empezaron a resultar problemáticos. Surgió entonces la figura del mecenas, que -al menos en un principio- puede considerarse una especie de 'representante popular' que protege al artista de la intemperie y lo aloja en su palacio, brindándole los medios para su subsistencia y asegurándole un reconocimiento que le permita seguir desempeñando su vocación.

Sin mecenas no habrían existido Virgilio ni Miguel Ángel; no habrían existido Mozart ni Velázquez; y ni siquiera Cervantes, que siempre tuvo problemas para encontrar un mecenas que lo protegiera, habría existido.  Y cuando decimos que no habrían existido no queremos decir que su genio artístico habría desaparecido, sino que no habría encontrado forma idónea de manifestación, con lo que probablemente se habría extraviado en los pasadizos de una difícil supervivencia, hasta perecer tal vez por inanición. Pero la aparición de la figura del mecenas, tan providencial para el artista, también provocaría una compleja metamorfosis en el arte, que ya no sería un arte brotado desde abajo, de la entraña popular, sino un arte establecido e impulsado desde arriba, para halagar los gustos y preferencias de su patrocinador. Y, desde que el arte se pone al servicio de un patrocinador poderoso, corre el riesgo de convertirse en instrumento de propaganda y dominio; corre el riesgo, en fin, de dejar de ser expresión misteriosa de un anhelo ancestral de Belleza para erigirse en una especie de negociado al servicio del poderoso, que agasajando a artistas gregarios puede asegurarse una provisión de sucedáneos artísticos que se administran al pueblo como alfalfa, hasta acomodarlo a los cánones -no solo estéticos, también sociales e ideológicos- que interesan al poder. De este modo, el artista domesticado y sometido al poder que lo exalta se convierte en cooperador de una forma sibilina de tiranía espiritual, que ya no actúa al modo clásico, mediante imposiciones ásperas y represoras, sino modelando los gustos y preferencias de sus sometidos, al modo de una ingeniería social.

En las últimas décadas, este arte que sirve a los titulares del dominio alcanzó una expresión paroxística a través de la figura de la subvención, que ha terminado generando un divorcio cada vez más enconado entre el artista y el público hacia el que su arte presuntamente se dirige. Cada vez son más las personas que no se sienten en modo alguno representadas por obras de arte -pictóricas, literarias, musicales, arquitectónicas o cinematográficas- que juzgan rebuscadas, tendenciosas, plomizas o, simplemente, vacuas; y en cuya realización, sin embargo, se las obliga a colaborar de forma más o menos directa, por lo común a través de la vía impositiva. Este divorcio se ahonda todavía más en circunstancias como las presentes, en las que una feroz crisis económica acentúa la impresión de que ese arte subvencionado es superfluo y prescindible. Todo parece indicar que la época de los patrocinios y subvenciones toca a su fin; y que el artista, desalojado del palacio, tendrá que volver a ser acogido, reconocido y gratificado por su público natural. Será un proceso traumático en el que muchos artistas de pacotilla se quedarán sin momio; pero en el que también muchos artistas verdaderos se verán obligados a internarse por los pasadizos de una difícil supervivencia, poniendo a prueba el temple de su vocación. Lo que salga de ese proceso de catarsis y sacrificio no lo podemos anticipar; tampoco cómo se las ingeniará el artista para combatir el frío de la intemperie. Pero, al menos, podemos augurar que la época de las maulas jaleadas y opíparamente remuneradas toca a su fin.