‘Calçots’ entre viñas nevadas

Los calçots, como todos sabemos, tienen su intríngulis. Son cebollinos, o directamente cebollas, pero están replantados y ‘calzados’ de tierra sobre la planta. Quiero decir que no vale una cebolla prontamente arrancada sin más. como todo en Cataluña, tiene su particularidad. Se hacen a la llama, se chamuscan, se pelan y se comen con salsa. Ahí nace otro intríngulis. la diferencia entre la salsa Romesco y la Salvitjada es de matiz, pero importante para los puristas; la textura las separa, y la confección tradicional de cada indret también, aunque básicamente es almendra, avellana, ñora, tomate, ajo, aceite de arbequina y pan mojado en vinagre. Hay que saber hacerla. la distancia entre un manjar y un engrudo incomible es muy delgada. A mí, excelente cocinero por demás, siempre me sale lo segundo y aún no he llegado a adivinar por qué (me ocurre igual con el mojo picón, habitante inmediato del cubo de la basura). Las calçotadas son imprescindibles para todo lugareño que se precie entre noviembre y primavera, y Valls, en Tarragona, se considera la capital mundial de la cosa. Eso es sabido.

Hace un par de semanas nevó por Barcelona y cercanías, cosa no habitual. Y también por el Alt Penedès, Vilafranca y compañía. Se antojaba inusitado degustar calçots entre las viñas nevadas de la zona. Dunia Pullina (www.ilalluna.com), la mejor organizadora de eventos y congresos del país, es excelente localizadora de exteriores. Nos montó en un coche a una panda de golfos y nos metió entre las viñas de Fontrubí, a la vera de Can Suriol. Una pequeña casa rústica con una sínia (‘noria’) en su interior obró el milagro de la fusión de culturas. El lugar se llama La Taba y ha sido una de las grandes sorpresas de la temporada particular del que firma este suelto. Abre fines de semana, tiene siete u ocho mesas, y si quieres que te dé de comer en días laborables se lo tienes que encargar a Ernesto, el amable artista del lugar. Si no, no le abre ni a los guardias y se dedica al catering, que tampoco es menudo.

Ernesto es argentino. Bastante acatalanado pero argentino, lo cual es una garantía en el uso patagónico de las brasas y el fuego. Los calçots que confecciona los firmaría cualquier individuo con veinte generaciones de catalanes en sus apellidos. Servidos en una teja, como mandan los cánones, entre las viñas nevadas de las que habrán de surgir los sugestivos cavas de la zona, brindaron un espectáculo tan inusual como atractivo. Un paseo, por demás, por la comarca deja un extraordinario sabor de boca, y no solo por los vinos, espumosos o no. Los empresarios de principios del siglo XX apostaron su dinero para que arquitectos modernistas de primera fila construyeran alguna de sus bodegas o dejaran su sello en muchas edificaciones de Sant Sadurní o de Vilafranca. conviene verlas, como conviene un paseo por Sant Martí de Sarroca y su testimonio impagable del mejor románico europeo. Y así muchas cosas más que encontrará en todas las guías.

Con todo, la sorpresa no acababa en los calçots. Ernesto precisa saber con tiempo si va a querer garrí (‘cochinillo’) para hacérselo lentamente a la cruz, como si fuera un asado argentino, la intensidad de fuego adecuada, la inclinación debida, la distancia correcta. El que comió este que está aquí es uno de los mejores jamás saboreado en mi larga existencia de devorador de cochinillos (desde aquí saludo a José María, en Segovia, que es el brujo por excelencia de tan sabroso manjar). Ya en las brasas de no sé qué leña preparó unas butifarras de las que no se encuentran por ahí y una entraña argentina mareante.

Cuando salíamos por el intrincado camino que lleva a este desconcertante enclave, no dejaba de asombrarme de cómo en el lugar más inesperado surge la sorpresa y te derrota, te embelesa y te deja tocado. Como el que describo, cuántos ejemplos no habrá en este país nuestro lleno de rincones desconcertantes, insólitos, inesperados

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