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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Idiomas

Juan Manuel de Prada

Sábado, 21 de Septiembre 2013

Tiempo de lectura: 3 min

Ha causado general escarnio una intervención de la alcaldesa de Madrid ante los zampones del Comité Olímpico, en la que con un inglés bastante patatero encomiaba las excelencias de la candidatura madrileña. La intervención de marras, en efecto, es calamitosa, aunque por razones bien distintas a las que han provocado el choteo. A Ana Botella le han reprochado su escaso o casi nulo dominio de los idiomas; a mí me parece más deplorable su patético empeño por hablar un idioma que desconoce y que, por lo demás, no tiene obligación alguna de conocer.

Este patético afán es compartido por otros politiquillos españoles, que pretenden demostrar que han logrado cepillarse el pelo de la dehesa con grotescos alardes políglotos. Los resultados son, en general, penosísimos; aunque, dicho sea en su descargo, no tan penosos como la irrisión que provocan entre el común de la gente, que solo puede explicarse como una expresión especialmente chillona de nuestro proverbial complejo de inferioridad. Pues lo cierto es que la inmensa mayoría de los españoles no hablan idiomas (no, desde luego, con una mínima corrección, ni siquiera el suyo) y, cuando los habla, lo hace de forma tan pedregosa como los politiquillos que nos sobresaltan con sus grotescos alardes políglotos. En repetidas ocasiones, he tenido ocasión de comprobar que salvo casos excepcionales, irrelevantes para un cómputo estadístico ningún español con más de cuarenta años habla inglés; y también he comprobado que los menores de esa edad que lo hablan con insensata osadía suelen emplear un inglés indecoroso, con un vocabulario exiguo, una sintaxis de parvulario y una pronunciación indiscernible. Que personas que no hablan idiomas (ni siquiera el suyo) con corrección se burlen de los alardes políglotos de los politiquillos sería, en efecto, misterioso si la psicología elemental no nos explicara que con frecuencia las faltas y pecados que con mayor acritud o escarnio censuramos en el prójimo son aquellos que reconocemos dolorosamente como propios.

¡Pero a una alcaldesa de Madrid hay que exigirle más que a un señor cualquiera de la calle! , podría protestar algún lector que se haya dado por aludido en el párrafo anterior. Pues no, querido amigo. Si nuestro régimen político fuese una aristocracia, tal vez, aunque no creo que la excelencia de las personas deba medirse por el grado de conocimiento de idiomas foráneos. Pero, en una democracia, al político no se le exige tal cosa (en realidad, ni siquiera se le exige que conozca el idioma propio); y aun me atrevería a añadir que, en democracia, el político más valorado es aquel que comparte las limitaciones, vicios y lacras de la llamada ciudadanía. Por lo demás, y prescindiendo de regímenes políticos, habría que reconocer que hablar idiomas foráneos es una cosa propia de mindundis. A simple vista, esta afirmación suena desquiciada y gratuitamente provocadora; pero, a poco que nos detengamos a pensar, descubriremos que las personas verdaderamente importantes no necesitan hablar idiomas foráneos (porque siempre su interlocutor se esforzará en hablar en el suyo), y hasta me atrevería a decir que ni siquiera necesitan hablar el suyo. un gesto apenas esbozado, una leve indicación, si acaso un escueto monosílabo, les bastan para que su santa voluntad se haga realidad. El exceso de locuacidad (que, por lo general, es charlatanería) denota ya cierta irrelevancia; la necesidad de recurrir a otro idioma suele ser signo inconfundible de mindundismo.

A la alcaldesa de Madrid habría que reprocharle que se viese a sí misma (y, por extensión, a su patria) tan insignificante como para tener que expresarse en un idioma foráneo que no domina, renunciando al idioma propio, tan universal o más que el inglés. Pero tal vez cuando nuestros politiquillos nos obsequian con grotescos alardes políglotas, aun a riesgo de incurrir en el ridículo, es porque secretamente saben que si hablaran en español el riesgo de ridículo sería mucho más aflictivo. Ante una audiencia doméstica, se atreven a evacuar su español mazorral e inepto, con su vocabulario propio de indios comanches, su sintaxis infestada de anacolutos y solecismos y sus grimosas frases hechas que no son sino consignas aprendidas de memorieta; y se atreven porque, bajo la máscara de populachería democrática, nos desprecian. Pero ante una audiencia foránea sienten un repentino miedo de que su español cochambroso los delate como analfabetos funcionales; tal vez por eso asuman el riesgo más benigno de hacer el ridículo, hablando un idioma que desconocen.

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