En el monasterio de Melk

Una vez al año voy al monasterio de Melk, en Austria, para participar en los Encuentros Waldzell, una iniciativa de Andreas Salcher y Gundula Schatz. Allí, durante todo un fin de semana, logramos lo imposible. hacer realidad una combinación de silencioso retiro espiritual con apasionadas discusiones sobre la situación actual del planeta.

Una vez al año me encuentro, por tanto, con el antiguo prior del monasterio, el abad Burkhard. No disponemos de una lengua común para comunicarnos, pero su presencia me transmite no solo paz, sino una especie de comprensión especial del sentido de la vida. En 2006 di una entrevista a la revista News en la que decía que Burkhard era mi silencioso mentor, advirtiendo allí mismo que a él no le gustaría que le llamaran así. Estaba claro que estaba en lo cierto. en un cariñoso artículo, él niega ese título que le di, pero mostrando a un tiempo, una vez más, su sabiduría. Recojo a continuación algunos trechos de las reflexiones que el abad escribió en dicho artículo, que he tenido que reducir y adaptar debido a la limitación de espacio.

En busca del sentido

En uno de nuestros encuentros en los sótanos de la abadía, [Coelho] preguntó cuáles eran los pasos que debería dar toda persona para acertar con la buena dirección. Sin duda, hay muchos caminos equivocados en este mundo que pueden conducir a la destrucción y al arrepentimiento. Hay otra serie de acciones que podrían compensar todo eso, pero que no son siempre realizables, sin que entendamos muy bien por qué.

Incluso las personas que no tienen fe conocen la situación del mundo. Esta conciencia nos permite (si contamos con la voluntad necesaria) mover rocas o volver a encender todas las luces que se han apagado.

Cuando entré en la orden benedictina, yo tenía unas pocas razones para haber tomado semejante decisión. Poco a poco comencé a recorrer mi camino, a identificarme con él, al tiempo que no conseguía entender bien todo lo que pasaba a mi alrededor. Cada vez que sugería que algo debería cambiar, escuchaba la respuesta. ¿Qué es lo que quieres exactamente? En este monasterio fuimos educados para pensar en procesos de siglos, no en transformaciones instantáneas.

Este comentario no me ayudaba, y yo me sentía distante de todos los ideales que traía dentro de mí.

Finalmente, una conversación con un viejo monje cambió por completo mi visión del asunto. Cuando le comenté mi problema, me respondió.

¿Que te molesta que aquí lo midamos todo en siglos? Sin problemas. no pienses más en esa cuestión y haz lo que mejor te parezca, a la velocidad que juzgues adecuada.

En ese preciso momento, me di cuenta de que todas mis grandes transformaciones interiores progresaban con gran lentitud y que la presencia del Señor en mi alma surgía gradualmente. No en el plano consciente, sino en un lugar más profundo, más denso, donde lo que se posa ya no lo barre el viento con tanta facilidad.

Para eso es necesario que la persona pueda equivocarse de camino, probando atajos que no deberían tomarse. Poco a poco, gracias justamente a estos altibajos de nuestras vidas, comenzamos a comprender cuál es el buen camino. Y entonces sentimos una inmensa libertad para seguir adelante.

Es necesario aprender a vivir con la energía que viene de nuestro interior y que mantiene despierto el entusiasmo por lo que hacemos. En lugar de buscar en las grandes cosas las respuestas que necesitamos, basta con prestar atención a los pequeños detalles que normalmente nos pasan inadvertidos. Hay que hacer como los niños. Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a pequeños . [Mateo 11.25].

Así es como nos damos cuenta de nuestra transformación. Cuando alguien entiende que puede cambiar las pequeñas cosas, recupera el sentido de su vida y deja de tener prisa, pues está concentrado apenas en el próximo paso.

Y cuantos más cambios logramos en lo pequeño, mayor es la transformación de lo grande .

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