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ANIMALES DE COMPAÑÍA

'Los juegos del hambre'

Juan Manuel de Prada

Sábado, 07 de Diciembre 2013

Tiempo de lectura: 3 min

Como ya ocurriera con la primera entrega de la trilogía Los juegos del hambre, la segunda también se ha convertido en un fenómeno multitudinario, acorde con el éxito de las novelas de Suzanne Collins en las que se basa. A mí la película me ha parecido un pestiño derivativo, un 'marear la perdiz' o 'estirar el chicle' que nada añade a la entrega originaria, que en cambio me pareció un producto digno de consideración y estudio (más desde una perspectiva política y sociológica que estrictamente estética). Es cierto que la trama de Los juegos del hambre delata enseguida sus fuentes de inspiración. el mito de Teseo y el Minotauro; las distopías siniestras que imaginan un futuro de esclavitud o embrutecimiento para la humanidad; y las historias de cacerías humanas, que hunden sus raíces en la noche de los tiempos (recordemos a Ulises, recién regresado a Ítaca, asaeteando a los pretendientes de Penélope) y que hallarían cristalización en obras como El juego más peligroso, un relato de Richard Connell, o la novela Battle Royale, de Koushun Takami, ambas adaptadas al cine (la primera en una obra maestra de los albores del sonoro, El malvado Zaroff) e inspiradoras de versiones del más diverso pelaje. Pero el arte no tiene por qué ser 'original' en el sentido romántico -y funesto- de la palabra, sino significativo. Y la trama de Los juegos del hambre y, sobre todo, el telón de fondo sobre el que transcurre sí me lo parece, más allá de que sus logros formales se me antojen raquíticos.

Aunque contaminada con elementos un tanto sonrojantes que anhelan la complicidad de un público adolescente (o adulto infantilizado), la distopía que nos propone la trilogía de Suzanne Collins incorpora algunos aspectos muy sugestivos que, sin necesidad de forzar en exceso la imaginación, nos permiten anticipar el mundo que nos aguarda a la vuelta de la esquina. Ocurre así, por ejemplo, en la visión de una sociedad dividida entre una minoría que disfruta opíparamente de la prosperidad, confinada en una ciudadela inexpugnable, y una mayoría desarrapada, relegada a arrabales de miseria y obligada a los trabajos más infrahumanos, vampirizada hasta la última gota de sangre para mantener a unas oligarquías insaciables (como ya está sucediendo en nuestra época, que pretende tapar la crisis financiera ordeñando a los trabajadores hasta dejarlos exangües). También nos parece muy verosímil que el entretenimiento mediático que se solaza en el embeleco, la truculencia y la indignidad del prójimo sea la droga idiotizante de las multitudes del mañana (como ya es de las de hoy), a las que se logrará apacentar tranquilamente manteniéndolas prendidas de una pantalla. Sin embargo, junto a estos aciertos, convive en Los juegos del hambre un gigantesco error de fondo en la visión del futuro que, en cierto modo, la descalifica (por complaciente) como obra de intención revulsiva; y que, a la postre, la caracteriza como uno de tantos productos políticamente correctos que no hacen sino amodorrar a los jóvenes e incapacitarlos para la auténtica rebelión.

Este error consiste en hacer creer a los seguidores de la saga que el gobierno inicuo que regirá ese mundo futuro será un gobierno despótico que logrará sus objetivos mediante la más estridente impiedad. Nada más alejado de la realidad. los gobiernos despóticos son una antigualla del pasado que ya probó mil veces su inviabilidad; y, por ello mismo, han sido sustituidos por formas infinitamente más melifluas de tiranía, de modales irreprochablemente democráticos, legalísimos, incluso sensibleramente filantrópicos. La tiranía del futuro (la tiranía que ya está cuajando ante nuestros ojos, sin que nos demos cuenta) será de apariencia tolerante, optimista y eufórica; preconizará una alegría falsa y exterior y ofrecerá a sus sometidos un supermercado de derechos y libertades (sobre todo de cintura para abajo), para que puedan refocilarse a gusto en su pocilguita, mientras son sometidos a las exacciones más salvajes, mientras son privados de sus más elementales prerrogativas humanas, mientras sus hijos son sistemáticamente corrompidos y convertidos en jenízaros de la ideología oficial. Y los sometidos por esa tiranía, aun en medio de la miseria, aun viendo sus familias destruidas, sus patrimonios esquilmados y su vida reducida al gregarismo y la satisfacción animalesca y servil de sus apetitos más básicos, se creerán libres, rabiosamente libres, infinitamente más libres que en cualquier otra época; y odiarán minuciosamente a quienes osen recordarles que están sometidos a la más triste de las esclavitudes.

Pero esa tiranía, por supuesto, Los juegos del hambre ni la huelen.

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