El macarrón, ¿no?

Al regresar de las vacaciones, la lavadora estaba averiada. Al abrir las llaves de paso, las tuberías de toda la casa ya gruñeron como los submarinos que, al huir de las cargas explosivas del enemigo, alcanzan profundidades cuya presión apenas pueden soportar las costuras de acero. Parecía que la casa iba a eructar y que saldríamos todos despedidos por la ventana. Poco a poco, todo fue recuperando las constantes vitales. Como cuando se va encendiendo el tablero de mandos del Halcón Milenario. ¿Agua? Afirmativo. ¿Luz? Afirmativo. ¿Freigaplatos? Afirmativo. ¿Televisión por cable? Afirmativo. ¿Aire acondicionado? No tenemos, boludo. Todo, excepto la lavadora. Ahí yacía, con la portezuela circular abierta como el rictus de un muerto.

En estas ocasiones, en la casa se genera una expectativa acerca de mis poderes taumatúrgicos. Como si los conocimientos más diversos, en este caso sobre fontanería, formaran parte de las capacidades por las que fui no ya elegido como marido y padre, sino directamente ungido como macho proveedor de una partícula social patriarcal. Y por ello, por patriarcal, olvidada por el progreso en la jungla del anacronismo como esas tribus amazónicas que de vez en cuando experimentan su primer contacto con el hombre blanco porque son avistadas desde una avioneta. Me sentí obligado a no defraudar a mi progenie, por temor a que un simple incidente fallido con un electrodoméstico sembrara tales dudas acerca de mi infalibilidad que la estructura familiar entera pudiera colapsar. Como en un dejadme solo taurino, exigí que fuera evacuada la cocina para fingirme algo así como el hombre que susurraba a las lavadoras y las traía de vuelta de la muerte.

Después de jugar al Pac-Man cerca de una hora, salí de la cocina. Mientras caminaba por el pasillo, me sentí un poco como el cirujano que va a transmitir malas noticias acerca del resultado de la intervención a un paciente crítico. ¿Familiares de la Bosch Maxx 6 con centrifugado adicional? Nada pudo hacerse . Abrevié el relato de la agonía diciendo que las heridas internas eran demasiado severas, que el alternador había perdido el eje respecto del conducto central y que eso siempre resulta fatal en lavadoras de carga reticular, y que no había que ponerse tristes, porque ahora estaría en la granja donde van todas las lavadoras para jugar entre ellas. ¿Queréis que ahora me ocupe de alguna tarea de bricolaje? Mañana a primera hora llamás a un fontanero de verdad , fue la respuesta que provocó el anticlímax. Sí, querida , dije, con esa autoridad avasalladora que otorga gobernar una partícula patriarcal.

El fontanero de verdad llegó puntual. Por suerte, estábamos solos en la cocina en el preciso instante, transcurridos 47 segundos desde que pulsó el timbre, en que abrió una llavecita de paso que me dejé cerrada y por las venas de la lavadora, impulsiva, viva, centelleante de pilotitos rojos, volvió a fluir el agua. ¡Albricias! Una resurrección más rápida que la de Lázaro, una sanación por imposición de manos, ¡en mi cocina! Reparé enseguida en el peligro que yo corría y susurré al fontanero. Tenemos que hablar .

El fontanero, sostén él mismo de otra partícula patriarcal, esclavo también encadenado al deber de la ejemplaridad, lo comprendió todo sin que apenas necesitara explicárselo. También él sabía que una debilidad en el campo de la fontanería podía ser olida como sangre por cualquier vástago que entonces se propusiera un vuelco de poder. Desparramó herramientas y piezas por el suelo. Se embadurnó una mejilla con grasa, de forma que, cada vez que mi mujer se pasó por la cocina para recibir información actualizada, se encontró a dos hombres con profundos conocimientos técnicos trabados en una lucha desigual contra lo imposible. Cuando por fin gritamos ¡funciona! , el fontanero hasta simuló haber seguido mis esclarecidos consejos, bendito sea, de forma que la familia me miró como si recién entonces hubiera empezado a maravillarse de mí. El macarrón, ¿no?, te dije .

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