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PEQUEÑAS INFAMIAS

Pavos

Carmen Posadas

Sábado, 12 de Marzo 2016

Tiempo de lectura: 3 min

Tal vez ustedes la recuerden. En 1993 ganó el premio Pulitzer una fotografía en la que se ve a un niño sudanés de corta edad famélico y moribundo a punto de ser devorado por un buitre. La opinión pública, en un principio, saludó la instantánea como una alegoría en la que el niño simbolizaba la pobreza; el buitre, el capitalismo; y el fotógrafo, la indiferencia del resto de la sociedad . Han pasado los años y aquella foto, que en su tiempo levantó mucha polvareda por la falta de humanidad que denotaba captar una escena así en vez de evitarla, ha pasado a simbolizar la imbecilidad generalizada de fotografiarlo todo, hasta el dolor, el horror, la muerte. O mejor dicho, sobre todo estas tres cosas. He aquí más ejemplos. En 2013 dos yihadistas degollaron a un soldado británico a plena luz del día y delante de testigos. Uno de ellos se dedicó a grabar con su móvil la gesta e incluso continuó grabando mientras un terrorista se abalanzaba sobre él, no para matarlo, sino para lanzar su soflama propagandística, sabiendo que poco después se convertiría en trending topic mundial. Mientras tanto, otro transeúnte grabó a su vez esta escena. Podría pensarse que el ansia de inmortalizar el horror está relacionada con un egoísmo exacerbado, con una indiferencia cósmica ante el sufrimiento ajeno. Indudablemente existe ese componente, pero la fiebre 'inmortalizadora' que ha desatado la omnipresencia de las cámaras en nuestra vida va más allá. La gente está dispuesta, literalmente, a morir por lograr un selfie o un vídeo que se convierta en viral. Y muchos lo consiguen. Hay quien graba, por ejemplo, la hazaña de tumbarse entre las vías del tren y dejar que le pase por encima todo un convoy. A otros les da por caminar por las cornisas de edificios a cientos de metros de altura. O la imbecilidad más copiada el año pasado, rociarse el cuerpo con alcohol y prenderse fuego (sic) mientras narra uno en directo a la estupefacta audiencia lo que siente convirtiéndose en chicharrón. ¿Es posible que nuestras vidas estén tan vacías, tan faltas de alicientes que haya que recurrir a semejantes disparates? Kierkegaard decía que el ser humano hace el mal, primero por instinto de supervivencia y luego, cuando aquel ya no está en juego, acaba haciéndolo por tedio. No voy a enmendarle la plana, pero me gustaría añadir otra explicación posible, relacionada con una pulsión tanto o más potente que las mencionadas, la vanidad. Así, en frío, parece completamente incomprensible que alguien arriesgue su vida o la de los demás por el magro premio de quince minutos de gloria, tal como profetizaba Warhol, pero lo cierto es que ocurre. Peor aún, algunos lo hacen no por quince, sino por cinco, por un minuto incluso. El ser humano es lo más parecido a un pavo real que existe. No lo puede evitar, tiene que ver con un deseo de perpetuarse, de pasar a la posteridad, de aparearse incluso. Tal pulsión está detrás de todo lo que hace, desde pintar un cuadro o escribir un libro a componer una sinfonía o construir las pirámides. La vanidad es una fuerza tan arrasadora como eficaz; sin ella (y sin la curiosidad y el miedo), posiblemente no habríamos salido aún de la caverna. Pero, como toda fuerza, no es buena ni mala, depende de cómo se emplee. También de quién la emplee. Por eso unos pintan el Guernica y otros pintan la mona; unos se comen el mundo y otros se zampan noventa y siete hamburguesas en ocho minutos para figurar en el Guinness de los Récords; unos esculpen la Pietá y otros se dedican a mutilarla a martillazos para entrar en la Historia (y lo peor es que lo consiguen). Es así; el que no tiene nada de qué presumir presume de imbecilidades. O de maldades. No digo yo que sean malvadas esas personas que, cuando ven un atraco o un incendio, en vez de echar una mano echen mano al móvil para inmortalizar la escena. Son como todos nosotros, vanamente vanidosas. Tampoco las nuevas tecnologías nos vuelven más egoístas, insensibles o brutales. Solo nos descubren tal como somos. Unos, pavos reales otros, pavos a secas.