Para usted, que cumple 117 años

PALABRERÍA

Becerro. Febrero tras febrero, el aniversario de la señora Eufemia era la única celebración que atraía a los medios de comunicación al pueblo. De las fiestas patronales se ocupaban los periodistas de la provincia; y el día en que los antitaurinos intentaron boicotear la captura a lazo de los becerros -tradición que homenajeaba el tiempo glorioso de los vaqueros de aquel oeste de leche y moscas-, las cadenas estatales de televisión les destinaron algunos minutos en los informativos. El resto de los meses solo veían las cámaras de ‘tele’ en los cumpleaños de la señora Eufemia. Llegaban para certificar que estaba viva y que sumaba un año más a las cuentas de la longevidad. Eran ya 117, un récord, la persona más anciana de Europa. En Asia había algún hombre o mujer que superaba esa cifra, gente alimentada con paciencia y arroz. Ella era de comer poco y de sufrir mucho. en eso coincidían todos los supercentenarios. La dieta infalible para vencer al tiempo.


Latente. La familia preparó el día como si se tratara de la aparición de la Virgen: un hecho escaso y milagroso. Las hijas convocaron a nietos y nietas, a bisnietos y bisnietas. Era gente resistente. por el camino solo había muerto el marido; las hijas, ya ancianas y achacosas y con enfermedades vencidas o latentes, tenían bien anclados los genes de la madre. Después de despertarla, lavarla y peinarla, la señora Eufemia picoteó el desayuno, pedacitos de madalena, leche de vaca, siempre de vaca, la vaca como animal de la tribu, pilar de la economía. La vistieron con un traje alegre, la enjoyaron con las perlas blancas y los pendientes buenos de oro. Ella se dejó hacer, ausente, en otro siglo. «¿Está bien, abuela?». Y no decía ni que sí ni que no. Estaba.


Bastón. Antes del mediodía, pasaron los vecinos por la vivienda. Era aquella una casa antigua de una calle antigua en un pueblo antiguo. Asfaltado no hacía tanto, la señora Eufemia había crecido sobre el barro. Le llevaron tartas y regalos absurdos, como un bastón con un bonito mango tallado a mano que representaba la cabeza de un buey. Apenas podía moverse: si era necesario, la desplazaban en silla de ruedas. Era una maratoniana incapaz de recorrer un metro. El funeral de la muerta con vida ayudaba a la cohesión social. Gente que vivía a poca distancia y que apenas salía aprovechaba la efeméride para compartir. Comían las tartas, bebían algún espumoso de burbuja cansada y charlaban sobre los que estaban y sobre los que se habían ido.


Zueco. Las autoridades y los periodistas aparecieron sobre las 12. Las cámaras de televisión se multiplicaban. Nadie quería perderse a una superviviente de tres guerras. Sentada en un butacón marrón deformado, escuchaba preguntas absurdas que no comprendía. Señora Eufemia, ¿qué recuerda de la Primera Guerra Mundial? ¿Qué recuerda del Titanic? ¿Qué recuerda del día que mataron a Kennedy? ¿A quién vota, señora Eufemia? ¿Añora a su marido, señora Eufemia? Y ella no recordaba nada, ni siquiera qué había desayunado. Solo evocaba, una y otra vez, las miles de veces que dio de comer a las vacas y cómo se hundían los zuecos en el barro.


Cuerno. Las hijas pidieron a los periodistas que no le hicieran más preguntas, que estaba cansada. Los ojos de las cámaras se retiraron un poco. El presidente de la Diputación le dio una placa, que apenas podía sostener, y se retrató a su lado: «Un año más, doña Eufemia, cumple un año más. ¡A ver si llegamos a los 120!». ¡Y un cuerno! Porque lo que ella quería era irse, porque lo que ella quería era desaparecer, porque lo único que había hecho era no morirse. La querían, la agasajaban, la premiaban por no morirse. Y no por haber sabido vivir.

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