La chimenea apagada

NEUTRAL CORNER

Al repasar, el otro día, algunos artículos de Ruano, tropecé con uno de los que más me gustan por su carga de tristeza y de señoritismo desvalido. Me refiero a ese en el que dice que no conviene salir de la cama hasta que alguien se haya ocupado de encender el fuego porque resulta deprimente encontrarse con la chimenea apagada. Tuve siempre una gran predilección por los señoritos desvalidos. Mi mejor relación personal con uno de ellos fue la amistad con Jorge Berlanga, a quien muchas veces describí como un personaje de Wodehouse -o de Waugh en Brideshead, por qué no- a quien, por alguna razón, siempre me apetecía acompañar para asegurarme de que no le pasara nada, de que nadie le hiciera nada. Una tontería, porque sabía cuidarse, y de hecho atravesó los años ochenta sin sufrir percances irreparables. Pero, de haber estado juntos en una novela de Wodehouse, supongo que yo me habría ocupado de que Jeeves tuviera la chimenea encendida antes de que el señorito se levantara: «Ya sabes cómo se deprime cuando se la encuentra apagada y se pone ahí a ver metáforas de su propia finitud y de las cenizas que seremos».

Existe, por tanto, la posibilidad de que la chimenea sea el complemento de vestuario ideal para una actitud de vida relacionada con una palabra ahora infrecuente pero de la que antaño se abusó mucho: dandi, el dandismo. La generación mía no la usa porque somos de barbas pobladas, camisas de leñador y desaliño general, lo mismo en el atuendo que en el léxico y en el escaso rigor con los compromisos de vida. Pero el dandismo trazó hace tiempo una línea sucesoria que, partiendo de ancestros como Baudelaire, Wilde, Cravan y los flâneurs, en la España aquella a ambos lados del franquismo encontraba a Ruano y a Umbral. Jorge lo era de verdad, con menos cálculo, con menos impostura, porque su fibra de caballero no se quedaba en el corte del traje. empapaba entero el modo de ser de un hombre incapaz de cometer traiciones o bajezas.

Todas estas reflexiones me han despertado otro recuerdo personal. resulta que, en los años setenta, también mi padre intentó ser un dandi, y en su pretensión hubo una chimenea. Fíjense con cuánta motivación intentó ser un dandi que se compró un batín y, durante un viaje a Londres, encargó una pipa que le enviaron por correo y que luego extravió durante su estreno en el primer día del veraneo cuando se agachó en un rompeolas para ver el batir de las olas y la pipa se le deslizó del bolsillo de la camisa. el hombre regresó en marea baja con la absurda esperanza de que la pipa se hubiera quedado enganchada en el roquedal.

La cumbre de su dandismo tuvo lugar cuando la familia se mudó a un piso de la Ciudad de los Periodistas, cercano al barrio del Pilar, en el que había chimenea. ¡Chimenea! Cómo se vio mi padre metido en una estampa del dandismo: el batín, una pipa anterior a la de Londres, el periódico desplegado, el dedito de oporto en la copa y el fuego crepitando en la chimenea. La consagración de su pretensión estética. Él no tenía a nadie que le encendiera la chimenea para encontrársela ya viva al levantarse. Tampoco es que un padre de familia numerosa pudiera permitirse la tristeza y la contemplación introspectiva ante una chimenea apagada: el dandismo es para solteros, como lo es el suicidio. El caso es que se encargó él mismo de encenderla la primera vez, ya calzado el batín, aunque con poca maña y un gurruño de papeles de periódico como catalizador. Aquello comenzó a tirar y a hacer llamas. Apenas unos minutos después, sonó el timbre y nos encontramos, en el descansillo, con un grupo de airados vecinos de los pisos superiores a los que acabábamos de atufar con humo. La chimenea era decorativa, una falacia estética, una mentira de atrezo. Ese golpe y el de la pipa perdida en el mar devolvieron a mi padre a la conformidad con un aire existencial de abogado de clase media. Afortunadamente, la frustración no fue tan grave como para que empezara a salir a la calle en chándal.

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