Sara Baras, voces en los tacones

ARENAS MOVEDIZAS

Grandes genios desaparecidos del flamenco han bajado a ver a Sara Baras. Le han contado sus cosas, la identidad de su arte inalcanzable, el mecanismo de su proceder indescifrable. Y Sara se lo ha echado a los pies. Y a las manos.

Coreógrafa y bailaora -y persona que rebosa sus costuras, bondad y delicadeza mediante-, parece demasiado joven para saber tanto. Pero sabe. Y lo lleva a la soledad de un escenario en el que absorbe todas las luces, como dicen que hacen los agujeros negros. Su baile es pasión, claro, pero también método y persistencia, estudio, ensayo, horas contumaces al calor del compás. Hace lo que hace en los escenarios porque le viene tocado por un rayo caprichoso que solo descarga sobre algunos, pero de nada serviría el rayo si no se lo llevase muchas horas al día al tacón de sus zapatos. El espectáculo Voces, que estos días se ve y se siente en el Teatro Nuevo Apolo de Madrid -el de la plaza Tirso de Molina-, es culminación de todo lo que ha aprendido de maestros a los que homenajea y de todo lo que puede enseñar a los demás merced al trabajo agotador que la precede. No sé cuánto perderá en cada pase de dos horas, pero muchos darían la vida por alimentarse solo con lo que Sara deja en las tablas cada tarde. Paco de Lucía, Gades, Morente, Moraíto y Carmen Amaya le susurran bisbiseos de su genio y ella lo traduce a un combate diariamente desesperado entre plástica y sangre, arena y terciopelo, forcejeo y sutileza. A todos los conoció menos al enjuto seísmo retaco y renegro del Somorrostro barcelonés, aquella gitana de la que Jean Cocteau dejó dicho que era granizo sobre los cristales: siendo tan distintas, parezca que al ponerse la chaquetilla de La Capitana el espíritu de Carmen, hecho humo, se hubiese alojado en los pies de Sara, esos que alojan, como dice el gran Juanini Marismeño, una metralleta perfecta.

¡Cuán difícil es hablar de flamenco! Casi tanto como describir un cuadro y las sensaciones que alumbra. La descomunal farruca que mece Israel Fernández, el romance que clava en el aire el Rubio de Pruna o la rotundidad de la voz de Miguel Rosendo me atan los dedos y me dejan sin recursos para el relato. Como la obra redonda de Keko Baldomero en la dirección musical… o las coreografías de un apabullante José Serrano, que son punto y aparte.

Serrano creció al calor de Mario Maya o Cristina Hoyos, se reinventó a la vera de Antonio Canales y se hizo mayor en diversas compañías hasta ser artista invitado en la vida y obras de Sara Baras desde hace muchos años. Crea en Voces un par de coreografías demoledoras y estupefacientes, de incredulidad, ausentes, felizmente, del componente atlético y meramente muscular con el que muchos han querido caracterizar el baile de hogaño. Como pareja trasladan la sensación de que todo es cierto y veraz, sin que sobre un golpe o una palma, un contorneo o una ráfaga de esos pies de disparo inacabable.

Voces, vengo a decir, es un prodigio de técnica, pero no solo eso, que de por sí ya es mucho. Hay grandes técnicos en diversas materias que por no ser artistas solo sirven para la estadística. No traspasan la barrera, aunque conozcan cada uno de los rudimentos de la materia. Sara Baras irradia y contagia felicidad, que es lo exigible a los artistas, lo que reclamar a quienes les confiamos unas horas de nuestra vida. No se trata de ir a un teatro a que gente indócil que va escupiendo amor como si tal cosa nos envuelva en azúcar caducado. Se trata de que por las uñas nos cabalgue una suerte de melodía misteriosa y que no salgamos del teatro igual que como entramos. Eso hacen los artistas que se arremolinan junto a esta poderosa gaditana.

No sé a qué está esperando. No sé qué hace ahí sentado todavía. Busque entradas. Teatro Nuevo Apolo, Madrid. Corra. En julio se va. Le queda mes y pico para verla.

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