Prohibido soñar

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Tengo un amigo profesor que cada año, al empezar sus clases, obliga a sus alumnos a redactar un pequeño texto sobre en qué consisten sus sueños. Es una nota amable y anónima que algunos componen con bromas chuscas, como decir que su sueño es acostarse con Elsa Pataky o Justin Bieber, pero que finalmente se convierte en una manera de tomar el pulso a cada curso. Mi amigo guarda esas fichas en su casa, e incluso los chistes, las salidas de tono o los desmanes sirven para proporcionar una foto fija de sus chicos al comienzo del año escolar. Entre los textos, siempre hay varios que deciden expresarse con sinceridad, que cuentan con pasmosa honestidad en qué consisten sus sueños. Algunas veces, mi amigo y yo nos dedicamos a repasar los muchos cursos que ya acumula, el perfil de esos chavales que siempre tienen la misma edad, por más que el mundo a nuestro alrededor no se detenga nunca. Hace poco mi amigo me hizo una observación que nos obligó a correr a comprobar en las fichas guardadas si se trataba de una impresión errónea o corroborada con pruebas.

Nuestra búsqueda provocó un tremendo desasosiego. Porque su impresión era cierta. Sostenía mi amigo que notaba en los últimos tres años que los muchachos incurrían en una cierta depresión, al enunciar sus sueños con candidez, pero advertían de que sería imposible llevarlos a cabo. De hecho, en muchas de las redacciones breves se translucía que nada importaba demasiado en lo que dijeran porque la vida les tenía reservado el castigo habitual de no poder dedicarse a lo que anhelan, de no poder llegar a ser quien querrían ser. Al correr a chequear los textos de casi veinte años atrás, el contraste no pudo ser más descorazonador, porque esa deriva fatalista no estaba impresa entre los alumnos de entonces. Así que nos tocaba indagar sobre qué está pasando. El proyecto de análisis continúa y no hemos llegado a ninguna conclusión que merezca la pena, pero hay algo que sí nos provoca a ambos la misma alarma.

En los últimos años se ha impuesto un discurso público deprimente. Tiene sus razones objetivas. La crisis económica se ha llevado por delante reformas pendientes como la mejora de la igualdad, el cuidado de los mayores, la protección ambiental, la lucha contra el hambre. Basta analizar el recorte de nuestros gobiernos sobre los planes de cooperación internacional o investigación y desarrollo, la amputación de partidas para servicios sociales, para entender que el dinero manda sobre la solidaridad. Pero no ha bastado con eso para imponer un clima de derrota social. No faltan quienes dicen que carecemos de líderes con proyecto interesante, algo con lo que no estoy del todo de acuerdo. Quizá carecemos de espíritus colectivos para encontrarlos, para elegirlos, para destacarlos entre la masa social, y preferimos encumbrar a arribistas, charlatanes y fanáticos. El resultado es que los padres piensan que legarán a sus hijos un mundo peor que el que recibieron y, no conformes con esa percepción tan negativa, se dedican a pregonarla por las cuatro esquinas mediáticas.

El empeño por contarles a los jóvenes que el esfuerzo no compensa, que el sacrificio no lleva a nada, que la búsqueda del talento y la belleza carecen de importancia frente al pelotazo, la fama y la riqueza, que el premio es la meta y nadie repara en la labor bien hecha, que el destino es una cloaca y la perversión es más grata que la bondad, ese discurso diario posibilista y cínico ha calado en los jóvenes. No entienden que esas deprimentes impresiones responden a vidas ya consumidas, pero que hay, como pasó en todos los tiempos, una realidad distinta, a veces muy silenciada, cuando menos no enseñada en nuestros medios de comunicación, tan reacios a dar cabida a lo que no es abyecto, y que apunta a gente estupenda, con proyectos muy apreciables. Da la sensación de que alguien ha decidido que los jóvenes actuales no tienen derecho a soñar tan solo porque sus sueños particulares no se cumplieron. Quizá esa atmósfera malsana condiciona las redacciones de los alumnos que llegan a la clase de mi amigo. Habrá más cosas, seguro, pero esa deriva del discurso público podríamos cambiarla.

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