Un silencio atronador

ARTÍCULOS DE OCASIÓN

Los malos tratos y vejaciones que sufrieron durante décadas los niños cantores de Ratisbona traen a la actualidad los traumas del pasado. Los abusos sexuales tendrán ocupados a los jueces alemanes tanto como a la alta jerarquía eclesiástica, esperemos que no cada uno de ellos tirando de la manta en direcciones contrarias. En España tenemos, por desgracia, esa tarea pendiente. Ha habido casos que se han juzgado con pruebas demasiado livianas, en otros el ocultamiento ha sido definitivo, pero en todos ellos se ha alimentado una sospecha contra las acusaciones por el mero hecho de que ha transcurrido demasiado tiempo entre los actos y su denuncia. Ese matiz es el que delata que en España no se están haciendo las cosas bien. Al contrario de lo que algunos afirman, no se trata tan solo de enjuiciar a un gremio, el de los sacerdotes y sus colegios, sino que también afectan a entornos deportivos, asociativos, y a la intimidad familiar, donde se cometieron abusos amparados en los vínculos emocionales.

El patrón de conducta es siempre parecido. Los abusadores obtienen la ventaja por una relación de protección, de autoridad. En la mayoría de los países ha costado mucho enfrentarse a los fantasmas del pasado y solo las labores periodísticas, policiales y judiciales bien afinadas han sabido acompañar la valentía de los denunciantes. La primera prueba que debe superar quien se decide a denunciar es la de vencer su propio territorio íntimo, donde las informaciones son recibidas como una bomba. El paso del tiempo imposibilita que las pruebas sean sólidas, así que solo los episodios de abusos colectivos parecen tener alguna posibilidad de prosperar. Y finalmente se impone una tristeza, la tristeza de pensar que muchos han renunciado a denunciar, que han preferido callar, con la consiguiente fortuna para los malhechores.

Hace poco, en un serial televisivo llamado The Keepers, se contaba con bastante detalle la batalla legal de un grupo de chicas abusadas en los años 70 por un par de sacerdotes de su escuela femenina. Las sombras incluían el asesinato de una monja que pudo amenazar con denunciar al culpable y los tentáculos podrían llegar al cuerpo de policía de Baltimore. Pero más allá de la especulación televisiva, hubo un instante de esa serie que me hizo pensar. Un chico, que había ejercido de monaguillo para ese párroco abusador y perverso, contaba cómo le obligaba a beber vino de misa. Recordé entonces mi juventud, donde no existía la pederastia como concepto, pero sí sabíamos que algunos tipos intentarían meternos mano, acosarnos, ya fuera en el cine, en el colegio, en el deporte, e incluso en la calle o en el metro. Todos tuvimos episodios más o menos chocantes y salir por piernas o a la carrera era la más socorrida escapatoria.

Pero en uno de ellos, recuerdo el despacho de un sacerdote del colegio, al que me llevó para que le ayudara a corregir exámenes. Me dejó allí a solas, liberándome de la clase que tuviera a esa hora, y me invitó a corregir las pruebas de compañeros que eran un curso menores. Antes de marcharse, ese profesor abrió su mueblecito bar y me sirvió un vaso de whisky JB hasta el borde. Por si quieres beber algo en este rato, me dijo. Yo sabía, no sé por qué sabíamos esas cosas de manera tan clara con catorce años, que si tocaba ese vaso, si me mojaba los labios, él tendría un poder sobre mí del que me sería difícil liberarme. Cuando volvió, el vaso de whisky seguía sin tocar sobre la mesa de su despacho. Lo miró, me miró y, cuando me preguntó, le dije que no bebía y me fui. Solo vuelvo a pensar en episodios así cuando me pregunto cuántos chavales de mi edad, entonces, cuántos, pasaron por escenas mucho más sórdidas, fueron abusados y vejados, y hoy aún, por la hipocresía social y esa culpa malsana, han preferido callar. Y uno siente por ellos la mayor de las empatías. Hagan lo que hagan, decidan lo que decidan, la sociedad debería saber que ahí están, en el vientre del silencio, y merecen un pensamiento solidario.

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