No hay armadura en el mundo tan amable como el delantal, ni tan universal. No hay número de magia tan portentoso como atárselo por delante y sentir cómo las manos se vuelven diestras y fuertes y la creatividad rebosa por las sienes como una cascada en deshielo. En su sencillez es como un poema de Ángel González, despojado, casi tosco, pero cargado de profunda humanidad y de recuerdos. Un día nos devolverá la infancia y a la madre que se fue, tan amantísima y tan segura con el suyo en la cintura. Recuperará sus enseñanzas grabadas a fuego y besos en los años más tiernos: orinar antes de acostarse y cocinar con delantal, siempre, sin excepción alguna. Reglas inviolables y sagradas para siempre jamás. Otro día nos hará sentir miembros de esas estirpes nobles de seres humanos que trabajan con sus manos para alimentar a los otros: pescateros, pasteleros, carniceros, cocineros, padres, hermanos. En su enésimo regreso se ha vuelto prenda de moda unisex, accesorio cool que tiñe de connotaciones positivas y artesanas la labor de quien lo viste, traje que se ajusta a todos los cuerpos y luce en los orondos infundiendo dignidad y redibuja mejor a los flacos. De aquella sociedad enfermiza que clamaba «la mujer y la sartén en cocina estaban bien» el pobre mandil salió estigmatizado por dócil y servil, siempre dispuesto a proteger al dueño aun a costa de ser maltratado por salsas y manos sucias. Gracias a Dios, ahora recupera su dignidad histórica, asociado al trabajo duro pero gozoso, a la creación y a la artesanía, como en aquellos tiempos medievales, cuando era de piel de cordero y protegía a los canteros que esculpían las piedras con las que se levantaron las majestuosas catedrales.
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