Martes, 13 de Septiembre 2016
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El dominio del fuego convirtió al Homo sapiens en la criatura más poderosa de la Tierra y le permitió sobrevivir a las glaciaciones y extenderse por todos los rincones del planeta. El fuego es calor y defensa, pero sobre todo es la mágica herramienta para convertir en alimento casi cualquier producto animal y vegetal. Primero las brasas y luego el agua en ebullición -con la aparición de la cerámica- volvieron tiernos los tallos más indigestos y desinfectaron las carroñas que en crudo nos hubieran mandado al otro barrio. Pero el animal que tan temprano logró domesticar las llamas apenas acaba de conquistar el frío hace unas décadas. Vivimos desde entonces tiempos de exaltación gastronómica con la cocina de lo fresco y de lo crudo como nunca antes en la historia, devorando sashimis, ceviches y steaks tartares lejos de los mares y las dehesas. Nos queda aún un territorio térmico casi virgen por explorar: la cocina helada. Las grandes industrias y una buena parte de los artesanos compiten en un segmento básico y mayoritario que ofrece productos elaborados a base de aromas, colorantes y grasas con poco pedigrí que satisfacen los paladares infantiles y adultos con ansias de azúcar. Gracias a Dios, en ese territorio helado existen también algunos exploradores empecinados en cocinar el frío con aspiraciones tan creativas y comprometidas como un chef con tres estrellas. Locos de los productos con alma y origen, empeñados en transmitir el territorio y la cultura de una región a través de una porción de helado. Pienso en alguno de ellos, como el maestro riojano Fernando Sáenz y su mujer, Angelines González, y me siento reconfortado, salvo cuando el recuerdo de su helado de sombra de higuera o el de lías de vino blanco me llenan en exceso la boca de agua. @uncomino
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