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Cumbres 'borrascosas' El día que Reagan declaró a Rusia 'ilegal' delante de Gorbachov

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La relación entre Mijaíl Gorbachov y Ronald Reagan gestó uno de los momentos más icónicos del siglo XX: la caída del muro de Berlín. Pero aquella relación no empezó bien. Su primer encuentro en 1985 en Ginebra estuvo a punto de malograrse irremediablemente. No fue el único encuentro entre presidentes rusos y norteamericanos que puso al mundo al borde del abismo...

Miércoles, 31 de Agosto 2022, 11:12h

Tiempo de lectura: 8 min

El muro de Berlín cayó en 1989, pero sus bases empezaron a socavarse cuatro años antes, con un encuentro en Ginebra entre Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov que, sin embargo, no pudo empezar peor. Ambos dirigentes querían reanudar los vuelos directos entre los dos países y llegar a un acuerdo sobre el IDE, la llamada 'Guerra de las Galaxias'. El resultado: no llegaron a ningún acuerdo, pero fue el comienzo de una serie de encuentros que llevarían a la caída del Muro.

Nada más ser elegido presidente en 1983, Reagan declaró públicamente que la Unión Soviética era «el centro del Mal en el mundo moderno». Unos días después, anunció un sistema defensivo destinado a interceptar y destruir armas nucleares, la llamada 'Guerra de las Galaxias'. Reagan tenía una visión del mundo en blanco y negro y fue un político «paradójico»: por un lado era inflexible partidario de la Guerra Fría y, por otro, aspiraba a ser un cruzado de la paz. Según Kenneth Adelman (su negociador para el control de armas), era «un hombre dotado de una habilidad especial para sostener ideas contradictorias sin incomodarse».

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Mutua desconfianza. Gorbachov y Reagan hablan con sus respectivos intérpretes antes de la conferencia de prensa del histórico encuentro en Ginebra.

Mijaíl Gorbachov, por su parte, era extraordinariamente joven para ser un dirigente soviétivo y creía que el sistema de su país necesitaba un cambio radical, lo que significaba, por encima de todo, reducir el gasto armamentístico. Eso requería una relación más pacífica con Occidente.

Pensando que el micrófono estaba cerrado, Reagan dijo: «Tengo el placer de comunicarles que he declarado a Rusia ilegal para siempre. Empezaremos el bombardeo en cinco minutos»

Los norteamericanos fueron muy meticulosos en la preparación de la cumbre. Sin embargo, una broma del presidente mientras probaba los micrófonos de una radio a la que había sido invitado, despertó las dudas en Rusia y el resto del mundo sobre sus verdaderas intenciones. Pensando que no estaba en el aire, Reagan dijo: «Estadounidenses, tengo el placer de comunicarles que he firmado una ley que declara a Rusia ilegal para siempre. Empezaremos el bombardeo en cinco minutos».

A punto estuvo de cancelarse el encuentro. Finalmente, el Air Force One despegó el sábado 16 de noviembre. Al parecer, la hora exacta en la que despegó el avión presidencial, las 8.35, fue elegida por razones esotéricas por Nancy Reagan, gran aficionada a la astrología. Tres días después comenzaba la cumbre. En apariencia, fue distante y nada productiva. En Moscú, Gorbachov se enfrentó a duras críticas, y en Washington tuvo que dimitir el asesor de Seguridad Nacional, MacFarlane. Pero cuando los dos líderes se despidieron, según el biógrafo de Reagan, «se miraron con verdadero afecto». Gorbachov, por su parte, recuerda «una chispa de mutua confianza entre los dos, como un arco voltaico entre polos opuestos». Así debió de ser, porque en los siguientes cuatro años «cortocircuitaron» todo un sistema.


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Moscú, 1972

Bréznev-Nixon: hacia el fin de la Guerra Fría

El encuentro entre Leonid Bréznev y Richard Nixon fue la cumbre más productiva de la Guerra Fría. Es la primera en la que todos ganan. Nixon confiaba en la influencia de Moscú sobre Hanói para hallar una salida honorable de Vietnam. Se debatía el Tratado de Limitación de Armas Estratégias y un marco para las relaciones soviético-americanas. El resultado: Nixon fue reelegido.

Einsenhower, Kennedy y Johnson desearon -e intentaron- celebrar una cumbre en Moscú, pero ninguno lo consiguió. Fue Richard Nixon el primero en lograrlo, en 1972, y la clave tiene nombre propio: Henry Kissinger. Nixon accedió al poder persuadido de que debía llevar la política exterior en el mayor de los secretos, actitud reforzada por su propio carácter inseguro. Quizá por ello colocó a Kissinger al frente de la Seguridad Nacional, pese a que durante la campaña este había tonteado tanto con republicanos como con demócratas. «No confío en Henry, pero puedo utilizarlo», comentó Nixon en privado. Kissinger, un judío refugiado de la Alemania nazi, gestionó la cumbre de Moscú al más puro estilo «llanero solitario».

El artífice del encuentro fue Kissinger, que lo gestionó al más puro estilo 'llanero solitario'. «No confío en Henry, pero puedo utilizarlo», comentó Nixon en privado

El 17 de febrero, el primer presidente americano en viajar a la capital soviética sugirió al embajador ruso, Anatoly Dobrynin, pasar por encima del Departamento de Estado para los asuntos importantes y tratarlos directamente y en secreto con Kissinger. Esta vía extraoficial entre la Casa Blanca y el Kremlin se convirtió en el canal principal para las relaciones entre soviéticos y norteamericanos durante los años de la administración Nixon.

En sus memorias, Dobrynin comentó que el amplio uso de esta vía extraoficial no tenía precedentes, «ni en mi experiencia ni quizá en los anales de la diplomacia». Atribuyó también a ese estilo de comunicación muchos de los logros de la llamada «era de la distensión». Pero el precio fue muy alto, ya que excluyó al Departamento de Estado y al Pentágono de los mensajes y las discusiones más importantes sobre temas clave, como Vietnam y el control de armas.

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El hombre en la sombra. Nixon brinda por el éxito del encuentro con Kissinger, en presencia de Bréznev. Al año siguiente, el soviético visitó Estados Unidos y fue invitado por Kissinger a una fiesta en su casa, donde Bréznev, ante todo, prestó atención a la novia de Kissinger, la actriz Jill St. John.

En cualquier caso, lo conseguido en Moscú no puede obviarse. El Tratado de Limitación de Armas Estratégicas (SALT) que firmaron fue el primer acuerdo entre superpotencias y regulaba la carrera de armamentos nucleares. Ambos líderes concertaron también otros acuerdos, de cooperación económica y social; y se afianzó la convicción de que el antiguo enfrentamiento estaba superado y se pasaba a una fase de negociación. Esas esperanzas pronto se vieron truncadas, pero durante un tiempo se mantuvieron unas «cordiales» relaciones.

Incluso en el ámbito personal, se coronó la visita con un intercambio de regalos. Como era conocida la afición de Bréznev por los coches llamativos, Nixon le regaló un Cadillac. Para los soviéticos fue más complicado, porque nadie, ni siquiera los expertos del Ministerio de Asuntos Exteriores, pudieron averiguar si Nixon tenía algún hobby. «Creo que lo que le gustaría de verdad —observó el ministro soviético, Andrei Gromiko— sería una garantía para quedarse siempre en la Casa Blanca».


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Viena, 1961

Kennedy-Jruschov: la hora del deshielo

La Unión Soviética y Estados Unidos estaban embarcados en una carrera armamentística que agotaba sus economías. Necesitaban rebajar la tensión y el gasto. Era necesario organizar una cumbre, pero todas las circunstancias parecían desfavorables.

A pesar de su aspecto atractivo y atlético, John Fitzgerald Kennedy sufría tantos males —úlceras, insuficiencia suprarrenal, debilidad crónica, problemas de vejiga, sinusitis, problemas de espalda…— que dependía de un cóctel diario de fármacos. No quería presentarse ante Jruschov «como un minusválido» y, para poder prescindir de muletas, llevó a la cumbre al doctor Max Jacobson, a quien su hermano Robert veía con espanto: la especialidad de Jacobson eran las anfetaminas. Frente a él, Kennedy se encontró a un hombre inteligente, ambicioso y desconfiado; dicen que por sus orígenes humildes e incluso, según prejuicios discriminatorios de la época, por su estatura: Jruschov medía poco más de un metro cincuenta.

Kennedy viajó a la cumbre con el médico que le proveía anfetaminas para soportar el dolor de espalda

Cada líder llegó con su propia lista de prioridades y con la certeza de que, si se mantenía firme, el otro cedería. No ocurrió. Tras el encuentro, Jruschov reconoció que la guerra era «posible» y aprobó los planes para separar Berlín con un muro. Ordenó que empezaran con alambre de espino y que se vigilara la reacción de Occidente antes de erigir un muro de hormigón. Kennedy, aunque se había comprometido con una Alemania libre y unida, bromeó: «Un muro es, de lejos, mejor que una guerra».


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Yalta, 1945

Churchill-Roosevelt-Stalin: el reparto del botín

Kennedy necesitaba recuperar prestigio tras el fiasco de Bahía de Cochinos en Cuba, y Jruschov «desactivar» a su socio chino, Mao, quien llegó a considerar la guerra nuclear aduciendo que el bloque comunista tenía más población y, en caso de aniquilación, más posibilidades de sobrevivir. Jruschov creía que Mao estaba loco, pero aspiraba al liderazgo del bloque comunista y, por lo tanto, necesitaba la distensión con Estados Unidos. Su otra prioridad era solucionar el problema de Berlín, donde miles de refugiados del este cruzaban a la zona occidental.

Los objetivos eran muy ambiciosos... y dispares. Churchill quería dirigir la reconstrucción alemana; Roosevelt, involucrar a Rusia contra Japón; Stalin, ganar todo el territorio alemán posible. El resultado: se aprobó la partición de Alemania y nació la idea de un Consejo de Seguridad para la ONU.

«Ningún amante ha estudiado cada capricho de su amada como lo hice yo con los del presidente Roosevelt», decía Churchill explicando su esfuerzo para implicar a Estados Unidos en la guerra. 'El cortejo' se llevó a cabo mediante unos dos mil telegramas y cartas, pero también cara a cara. Churchill voló 170.000 kilómetros durante la guerra, la mayoría de las veces en bombarderos reconvertidos, sin calefacción y sin presurizar; a menudo bajo la amenaza de aviones enemigos. Cuando alguien dijo que Churchill, Roosevelt y Stalin eran como la Santísima Trinidad, el líder soviético comentó en broma que Churchill era el Espíritu Santo: «Por lo mucho que vuela».

Stalin no intimidaba en estos encuentros. Churchill se refirió a él en privado como «un campesino a quien sabía exactamente cómo manejar»

Roosevelt y Churchill se conocían bien, pero lo sorprendente de la cumbre de Yalta, donde se reunieron en febrero de 1945, era lo poco que conocían a Stalin.

Los soviéticos controlaban entonces gran parte de Europa del Este y no podían ser expulsados salvo por la fuerza. Volverse contra un aliado así no era posible. Por lo tanto, lo curioso no fue lo que Roosevelt y Churchill concedieron a Stalin, que ya lo tenía casi todo, sino lo convencidos que estaban ambos de poder establecer una relación de cooperación duradera con el líder soviético.

Roosevelt conocía bien Alemania, pero sabía muy poco de los soviéticos. Su régimen era prácticamente un arcano: el personal diplomático apenas tenía oportunidad de establecer contacto con funcionarios rusos y menos aún con la población. Los embajadores rara vez veían a Stalin, mientras que su ministro de Asuntos Exteriores, Viacheslav Mólotov, tenía fama de ser Mister Niet (Señor No).

Stalin, que había enviado a la muerte a cientos de miles de personas, no daba esa impresión en persona. Churchill se refirió a él en privado como «un campesino a quien sabía exactamente cómo manejar». Roosevelt reconocía estar impresionado por su buen talante. Stalin mantuvo una actitud tranquila e irónica en las reuniones, mientras garabateaba y fumaba en pipa. Era un negociador hábil, dejaba hablar a los demás y guardaba sus sucintos comentarios para el momento más oportuno. Churchill, en cambio, agotó a los demás al abordar las reivindicaciones alemanas y la posición de Francia. Yalta alcanzó triste fama. Se vio simplemente como un reparto de Europa entre las superpotencias y como ejemplo de un apaciguamiento cobarde, por el que se entregó a millones de personas a la opresión comunista.