Ha tratado a más de 54.000 mujeres violadas en su hospital del Congo. El doctor Mukwege creía haberlo visto todo, cuando en 2014 llegó a su consulta una bebé que jamás olvidará: también había sido violada. Desde entonces, las agresiones sexuales a recién nacidas no han parado de crecer. Es la nueva arma de guerra de las milicias paramilitares en un país riquísimo en coltán y otros materiales fundamentales para las nuevas tecnologías. Por Christina Lamb/ Fotografía: Paula Bronstein

El viernes 5 de octubre de 2018, el doctor Denis Mukwege comenzó a operar a las 7:30 de la mañana, como de costumbre. Iba por la segunda intervención cuando oyó que los pacientes y compañeros del trabajo rompían a llorar. Salió del quirófano convencido de que había ocurrido algo terrible, cuando todos corrieron a abrazarlo. Le habían concedido el premio Nobel de la Paz, junto con Nadia Murad, una joven activista yazidí, por su común empeño en denunciar la violación como arma de guerra.

En diciembre, en su discurso de aceptación del premio Nobel en Oslo explicó: «Vengo de uno de los países más ricos del planeta. Sin embargo, las gentes de mi país están entre las más pobres del mundo […]. Mi país es víctima de un expolio sistemático perpetrado con la complicidad de personas que pretenden ser nuestros líderes […]. Desde hace dos décadas, el pueblo congoleño está siendo masacrado a la vista de la comunidad internacional».

Su país es la República Democrática del Congo (RDC) –rica en oro, diamantes, cobre y estaño–, saqueada durante décadas por sus gobernantes, que con frecuencia son amparados y pagados por las multinacionales mineras. Este horror se ha visto acentuado en los últimos años con la revolución tecnológica. La RDC suministra las dos terceras partes del cobalto necesario para las baterías de los coches eléctricos, móviles y ordenadores, así como el coltán, de los condensadores. Estas riquezas han acentuado la rivalidad entre las milicias, que recurren de forma sistemática a la violación como arma de guerra.

«La criatura solo tenía 18 meses: aquello no me cabía en la cabeza. Rezamos para que no fuese verdad. Pero lo era; se trataba de una nueva realidad»

En los últimos 20 años, Mukwege ha tratado en su hospital de Panzi a más de 54.000 mujeres, adolescentes y niñas violadas. Creía haberlo visto todo, cuando en 2014 le trajeron a una niña bebé que también había sido violada. «Solo tenía 18 meses. No me cabía en la cabeza. Estaba agonizando. Conseguimos salvarla, pero nunca voy a olvidar lo sucedido. Todas las enfermeras lloraban. Era la primera vez que las veía llorar mientras tratábamos a una paciente. Rezamos en silencio. ‘Por Dios, dinos que lo que estamos viendo no es verdad, que es un mal sueño…’. Pero no lo era; se trataba de la nueva realidad».

Las violaciones cada vez son más despiadadas. «Hace 10 años, el tres por ciento de nuestras pacientes eran menores de 10 años. El año pasado, el porcentaje fue del seis por ciento. Y sigue en aumento», me cuenta mientras visito el hospital de Panzi, situado al este del país.

Despedirse cuando van a parir

Mukwege fundó el hospital en la ciudad de Bukavu hace 20 años. Quería reducir el número de muertes de mujeres durante el parto. «En Francia, donde estudié Ginecología, ninguna moría al dar a luz. Pero en el Congo era tan frecuente que las mujeres se despedían de todos cuando empezaban las contracciones. No sabían si saldrían con vida».

Se licenció por la Universidad de Burundi en 1983 y volvió a su hogar en Bukavu, donde su padre era pastor de la Iglesia pentecostal. Al poco tiempo se trasladó a vivir a Lemera. Allí creó unos pequeños centros donde las mujeres iban a dar a luz y escuelas de formación de comadronas. En pocos años redujo las muertes de forma drástica. «Estaba encantado –recuerda–. Pero en 1996 estalló la guerra».

«Las violaciones cada vez son más despiadadas. El seis por ciento de las víctimas son menores de 10 años; muchas, bebés. Y el porcentaje sigue en aumento»

Después del genocidio de 1994 en la vecina Ruanda, centenares de miles de hutus huyeron por la frontera occidental y se adentraron en los bosques del país, entonces llamado Zaire. Al poco tiempo, el Ejército ruandés, comandado por los tutsis del general Paul Kagame, irrumpió en el sector para combatirlos. Fue el principio de la primera guerra del Congo, disputada entre 1996 y 1997.

Con el respaldo de Ruanda, las fuerzas rebeldes de Laurent-Désiré Kabila avanzaron a través del extenso país que más tarde se denominaría República Democrática del Congo. La noche del 6 de octubre de 1996 se lanzaron al asalto del hospital de Lemera, donde trabajaba Mukwege. El doctor logró evacuar a algunos pacientes, pero 33 fueron masacrados. Junto con muchos de los empleados. «Me quedé hundido –dice Mukwege–. Sin embargo, cuando me rehíce, regresé».

Pero entonces, en 1998, estalló una segunda guerra: después de que Kabila se convirtiera en presidente de la RDC, sus patrocinadores ruandeses y ugandeses se hartaron de él. El conflicto se convirtió en el más devastador desde la Segunda Guerra Mundial, con un saldo de unos cuatro millones de muertos.

Denis Mukwege, el doctor que lucha contra las violaciones más brutales en el Congo 3

Mujeres con sus bebés víctimas de violaciones en el hospital de Mukwege

El desastre afectó a Mukwege de lleno. La soldadesca saqueó y destruyó sus instalaciones. Así que en 1999 decidió tratar a las embarazadas en tiendas de campaña. «Fue el inicio de Panzi», el hospital donde trabaja ahora. Sin embargo, su primera paciente no vino para dar a luz. «La violaron en grupo a 500 metros de donde me encontraba. Y después le pegaron un tiro en la vagina. Me sentí tan estremecido que traté de racionalizar lo sucedido, me dije que tenía que ser algo aislado, que el responsable andaría drogado y no sabía lo que hacía».

«No tiene nada que ver con el sexo: violarlas delante del marido, de sus hijos… Es la destrucción absoluta de la comunidad. He visto aldeas en las que ya no queda ni un alma»

Durante los tres meses siguientes, 45 mujeres más fueron a parar a su centro, y todas contaban la misma historia; que estaban en casa con su familia cuando hombres armados surgieron de la nada, asesinaron a sus maridos a balazos y a ellas las violaron. «Todas fueron violadas en presencia de sus hijos. Comprendí que los paramilitares usaban la violación como una nueva arma de guerra».
Las violaciones eran tan brutales que las mujeres muchas veces sufrían heridas físicas graves. «Esto no tiene nada que ver con el sexo, es una forma de destrozar a otra persona, de arrebatarle todo rastro de dignidad, de dejarle claro que no existe, que no es nadie. La violación de una mujer delante de su esposo no puede ser más humillante para el hombre. La vergüenza recae sobre la familia y la reacción natural es abandonar la zona. El resultado: la destrucción absoluta de la comunidad. He visto aldeas en las que ya no queda un alma».

Todo el mundo tiene miedo

En una sala de consultas decorada con alegres pegatinas del ratón Mickey, la pequeña Violette está sentada, con el pelo peinado en unas trenzas casi horizontales y los ojos abiertos como platos. «La dejé en casa y salí a trabajar en el arrozal –relata su madre–. Cuando volví, no estaba en la aldea. La busqué y terminé por encontrarla llorando y sangrando, con sus ropas en la mano. Muerta de miedo, pregunté: ¿qué ha pasado? ¿Te has caído? Explicó que no, que un hombre la arrastró hasta la letrina detrás la escuela. Le tapó la boca y abusó de ella». Violette tiene 4 años.

Su madre rompe a llorar. «Tengo el corazón partido. Siento remordimientos por haberla dejado sola… Pero tenía que ganar dinero para comprar comida».

La pequeña Violette lleva la cabeza al regazo de su madre, como instándola a olvidarse del mundo. Vuelve a abrirse la puerta. Esta vez es una joven que está dando el pecho a un bebé. Doy por sentado que la paciente es la madre. Pero esta deja a su hijita en manos de los doctores para que la examinen. Se llama Chantal, solo tiene 7 meses y se pone a llorar de inmediato.

Denis Mukwege, el doctor que lucha contra las violaciones más brutales en el Congo 2

Todas las milicias que se enfrentan por el control de las zonas más prósperas del Congo practican la violación indiscriminada, según Naciones Unidas, que subraya que hay 4,4 millones de desplazados internos en todo el país, especialmente vulnerables ante cualquier tipo de violencia.

Anazo, su madre, explica que dejó a Chantal con su hermana y salió a trabajar en el campo. Oyó disparos en la aldea. Eran los Raia Mutomboki, uno de los grupos paramilitares más temidos y que tiene por costumbre retener a las mujeres en cuevas para usarlas como esclavas sexuales.

«Todo el mundo les tiene miedo –cuenta Anazo–. Mi hermana vino corriendo y me dijo que había tenido que escapar, dejando a mi pequeña sola. Fui a casa sin perder un segundo. Cuando llegué, Chantal estaba llorando, me la eché en brazos y salí a todo correr. Pero no cesaba de llorar. Traté de darle el pecho, pero se negaba. La llevé al centro médico. Nada más verla, el médico dijo que la habían violado. Al oírlo, me puse a temblar. Todo me daba vueltas».

Anazo y su hija han tenido que recorrer unos 250 kilómetros hasta el hospital. «Espero que el que hizo esto termine por pudrirse en una cárcel», dice.

Un tratamiento en cuatro fases

En Panzi brindan algo más que tratamiento médico. La experiencia ha llevado a Mukwege a crear un innovador programa basado en cuatro puntos, hoy conocido como ‘el modelo de Panzi’.

«Tenemos claro que no basta con el tratamiento médico, por eso contamos con un equipo de psicólogos. Pero, incluso cuando las mujeres se recuperan mentalmente, muchas veces el regreso a sus aldeas no es la solución, porque son rechazadas por familiares y vecinos. De manera que el tercer punto es la ayuda socioeconómica. Si son niñas o adolescentes, pagamos sus tasas escolares y les brindamos apoyo. Si son adultas, ofrecemos cursos de alfabetización y aprendizaje de oficios artesanales para que puedan ser independientes. También les facilitamos semillas y micropréstamos para que creen pequeños negocios. El objetivo no es solo ganar dinero, ojo; al establecerse por su cuenta son más fuertes y luchan por sus derechos».

Asimismo, el hospital cuenta con un centro para los bebés nacidos de las violaciones, unas personitas que muchas veces despiertan rechazo.

El cuarto y último punto es la asesoría jurídica, clave para cambiar las cosas. «No lo vamos a conseguir de la noche a la mañana. Pero para cambiar la sociedad hay que poner fin a la impunidad. Porque lo que protege a los criminales, también en Europa, es el silencio».

«Cuando logran expresarse y denunciar lo sucedido, ellas son las primeras beneficiadas. Pero la sociedad en su conjunto también. Porque los culpables tienen familias y, cuando se arroja luz sobre sus actos, a veces se topan con el rechazo de sus propios familiares y vecinos».

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«La violación como arma de guerra consigue los mismos resultados que el armamento convencional, pero a mucho menor coste», explica el doctor

La labor de Mukwege comenzó a llamar la atención en el extranjero. Sin embargo, en su propio país se ganó la enemistad de elementos poderosos, por sus críticas a un Gobierno que describe como cómplice: es un hecho que muchos de los violadores forman parte del Ejército nacional.

En 2012, Naciones Unidas lo invitó a hablar ante la asamblea general en Nueva York. Mukwege aceptó y no escatimó palabras contra el Gobierno de Kabila. Cuando regresó a casa, cinco hombres lo estaban esperando con pistolas y Kalashnikov. «Tenían a mis hijas como rehenes. Abrieron fuego. Pensé que iba a morir. Jeff, mi guardaespaldas durante más de 25 años, cayó abatido delante de mis hijas. Todavía no sé cómo me salvé. A mis hijas no les hicieron nada. Pero estaban aterradas».

Tras escapar por los pelos, la familia se exilió en Bélgica. Pero al cabo de un par de meses empezaron a llegarle cartas de congoleñas que le pedían que volviera. «Me llegó la noticia de que estaban vendiendo plátanos y tomates para costearme el billete de avión. Decidí regresar».

En cierto modo, el hospital se ha convertido ahora en una cárcel para Mukwege. No sale del recinto y vive protegido por cascos azules de la ONU. A menudo oye ruido de disparos. Paramilitares «se acercan al hospital o mi casa y abren fuego para intimidar».

Sus cinco hijos ya son mayores de edad. Los echa de menos, pero se alegra de que vivan fuera de la RDC. «Cuando recogí el Nobel, todos aplaudieron, pero no sucedió nada», comenta con tristeza. «Es un honor recibir el Nobel, pero nuestra lucha no tiene que ver con los honores. Tiene por objetivo acabar con lo que están haciéndoles a las niñas y las bebés del Congo», dice Mukwege. «Por desgracia, tengo la impresión de que vamos hacia atrás», concluye.

Foto principal: el doctor Mukwege, de 64 años, en su hospital de Panzi, al este del Congo, en una zona llena de milicias que usan las violaciones como arma. Mukwege ha recuperado a tantas niñas y mujeres violadas con ensañamiento que lo llaman Doctor Milagro.

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