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PATENTE DE CORSO

El profesor bosnio

ARTURO PéREZ-REVERTE

Sábado, 14 de Septiembre 2013

Tiempo de lectura: 3 min

He vuelto a reunirme con Paco Custodio, cámara de televisión jubilado, viejo compañero de viajes y aventuras, y eso nos ha dado ocasión para recordar cosas. Entre otras, que hace exactamente veinte años estábamos con Miguel de la Fuente y Pasko, nuestro intérprete, en un lugar llamado Stup, cerca de Sarajevo, esperando acompañar a las tropas bosnias en uno de los contraataques desesperados que lanzaban para mantener abierta la única vía de comunicación y suministros que abastecía la ciudad. La unidad que acompañábamos estaba compuesta por bosniocroatas, y pasamos con ellos la noche en un viejo almacén bombardeado, esperando el ataque que iban a intentar con la primera luz del día. Eran ciento noventa y cuatro hombres, casi todos muy jóvenes, y la mayor parte de ellos entraría en fuego por primera vez. No fue una noche cómoda, ni tranquila. Y al punto del alba, los oficiales empezaron a despertar a los soldados que dormitaban como podían. Los hacían ponerse en pie y salir afuera, mientras en la oscuridad resonaban los cerrojos de los kalashnikov al amartillarse. Una veintena de aquellos soldados eran niños. Casi literalmente. Tendrían entre quince y diecisiete años. Procedían todos de un mismo colegio, y no sé si se habían presentado voluntarios o los alistaron a la fuerza. Estaban allí, con los otros, aunque formando grupo aparte; como si la proximidad física de los compañeros de pupitre les diese más seguridad o más valor. Los habíamos grabado la tarde anterior y ahora volvíamos a percibir sus rostros en la claridad del alba: lampiños, graves, asustados, mirando alrededor con desconcierto a medida que el gris del día naciente aclaraba la hondonada donde nos concentrábamos. Impresionaban esos rostros casi de niños en aquella luz siniestra, mientras resonaban por todas partes los cerrojazos de las armas amartillándose. Con ellos estaba su maestro. Era un joven de veintiocho años promovido a oficial, que a pesar de los uniformes, las armas y el equipo militar se movía entre ellos con los gestos del profesor de escuela que hasta pocas semanas antes había sido: paternal, tranquilizador, atento a todo. Según nos contaron, los padres de aquellos chicos le habían pedido que cuidara de sus hijos. Y él hacía lo que podía. Lo habíamos sentido, más que visto, pasar la noche yendo de unos a otros para hablarles en voz baja y tranquila mientras comprobaba sus equipos y sus armas. Ahora, con aquella luz color ceniza, lo veíamos comprobar que todos tenían las armas listas y con el seguro puesto. Y luego, con un rotulador de trazo grueso que yo le presté, ir entre ellos preguntándoles el grupo sanguíneo para pintárselo en el dorso de las manos, en la frente, en el pecho del uniforme. Llegó la orden de avanzar. Y en esa claridad fantasmal, docenas de hombres y muchachos se pusieron en marcha hacia el combate. Había que cruzar una carretera elevada sobre un talud, muy expuesta al fuego de las posiciones serbias, que estaban próximas. Los soldados la cruzaban al descubierto, a la carrera, agachada la cabeza. No había disparos, y sólo escuchábamos el ruido de las botas de los hombres que corrían. Y cuando llegó el momento de que cruzara el pelotón de chicos con su maestro, éste los hizo detenerse al pie del talud, les dio unas instrucciones en su lengua, y luego, avanzando solo hasta alzarse por completo, erguido, de pie e inmóvil en mitad de la carretera, encaró su fusil, que llevaba acoplada una mira telescópica de francotirador. Con ella, sereno, expuesto allí arriba, estudió durante un interminable minuto las posiciones serbias. Después, cuando creyó estar seguro, fue pronunciando uno por uno los nombres de los chicos, por orden alfabético, como si pasara lista en clase. Y a cada nombre, el interpelado apretaba los dientes, subía por el talud agachada la cabeza y cruzaba la carretera pasando junto al maestro; que, sin moverse, impasible, seguía vigilando las líneas enemigas. Así se fueron agrupando al otro lado, y así grabó Paco Custodio con su Betacam al joven del fusil: solo e inmóvil en el centro de la carretera, recortado en el cielo gris, el visor del arma pegado a la cara y el cañón apuntando a las líneas serbias, llamando uno por uno a sus alumnos y cuidando de ellos mientras cruzaban. Y después, cuando trescientos pasos más allá empezó todo y cada uno hubo de cuidar de sí mismo, Custodio volvió a grabar al maestro, esta vez llevado por sus alumnos a la retaguardia mientras dejaba un rastro de sangre en la hierba. Ninguno de los padres de aquellos chicos podía haberlo hecho mejor.