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PEQUEÑAS INFAMIAS

Depende

Carmen Posadas

Sábado, 26 de Abril 2014

Tiempo de lectura: 3 min

Hay un programa en la tele que me resulta tan irritante que no soy capaz de verlo más de dos minutos seguidos. Y eso que es una verdadera ventana abierta a la realidad. Es decir, que refleja a la perfección cuáles son los elementos que cotizan más alto lamentablemente porque son un compendio de obviedades en las relaciones humanas y, en concreto, en las de pareja. Se llama Mujeres y hombres y viceversa, y en él unos maromos de diseño (músculos cincelados en infinitas horas de gimnasio, tórax depilado, piercings de Swarovski en la oreja, etcétera) buscan emparejarse con unas tías también súper, pero supernaturales. veinteañeras con extensiones hasta la cintura, pechuga de plástico y trasero respingón.

Por lo que he podido ver del programa (poco, ya digo, enseguida me brota una urticaria), unos y otros deben explicar al público qué desean encontrar en una pareja, de quién se enamorarían y por qué. En un alarde de imaginación, todos y cada uno de ellos responden lo mismo. Yo busco sinceridad . Personalmente siempre me ha sorprendido la santificación sin matices que se hace de esta virtud. Tal vez porque ser mentirosa no está entre mis múltiples defectos y tengo que programarme para contar una trola (si me preguntan a bocajarro, suelto la verdad, caiga quien caiga, y es un desastre), sé muy bien lo importante que es, a veces, contar una milonga. Y no hablo solo de mentiras piadosas, de esas que uno utiliza para librarse de un compromiso no deseado.

Me refiero a mentiras con toda la barba, a mentir a conciencia e incluso contra la evidencia más palmaria. No sé ustedes, pero yo, cada vez que una persona me dice que va siempre con la verdad por delante, me echo a temblar. Y es que después de que alguien proclama que no tiene pelos en la lengua y que le gusta cantar las verdades, lo que viene a continuación es siempre una bordería o una maldad. Dice Daniel Goleman, el autor de la tan celebrada Inteligencia emocional, que en el amor, por ejemplo, la mentira puede ser más generosa que la verdad. En los años sesenta, Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre establecieron una relación sentimental con unas reglas que ellos consideraban adecuadas a su alto cociente intelectual y a su avanzada visión de cómo debía ser una unión amorosa. Pactaron una relación abierta en la que cada uno podía tener los amantes que se le antojase con una sola condición. relatarle a la otra parte cómo, dónde y con quién había sido esa escapada sentimental. Años más tarde, en sus memorias, Simone de Beauvoir escribiría. Visto con la perspectiva que da el tiempo, pienso que habría sido preferible que Sartre hubiese tenido la generosidad de mentirme de vez en cuando .

¿Puede ser positiva la mentira? No solo Daniel Goleman piensa que sí; otros estudiosos señalan que hay situaciones en las que es preferible a la verdad. Imaginemos ahora una persona muy enamorada de su pareja que tiene una noche loca y acaba siéndole infiel. ¿Es mejor que cuente o que no cuente en casa la aventura? La sorprendente respuesta de los estudiosos de la inteligencia emocional es que, si la aventura es intrascendente, es preferible no contar nada o incluso mentir para ocultarla. Otra cosa es que, en vez de una aventura, se trate de un amor real. En este caso, si uno está dispuesto a acabar una relación para comenzar otra, es preferible jugar con las cartas boca arriba. ¿La razón? Porque es honesto y más generoso no añadir al peso de la ruptura también el dolor del engaño. Muchas veces hieren más profundamente las mentiras y excusas inverosímiles que se inventan para justificar una ruptura que la ruptura en sí. He leído con interés lo que dice este estudio y me ha parecido más realista que ciertas sandeces políticamente correctas que se dicen por ahí. Y es que, sin llegar a los casos extremos a los que hemos hecho mención, díganme, ¿de veras encuentran preferible decir o que les digan siempre la verdad? En lo que a mí respecta, la respuesta es un cauto y muy kantiano depende. Al fin y al cabo, como él apuntaba en su principio de imperativo categórico, la virtud está, simplemente, en comportarse con los demás como nos gustaría que se comportasen con nosotros en una situación similar.