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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Museos

Juan Manuel de Prada

Sábado, 24 de Mayo 2014

Tiempo de lectura: 3 min

Ahora que no nos oye nadie, les confesaré que cada vez me gustan menos los museos (y no digamos las exposiciones, que son como museos 'de picoteo', apresurados y tartamudos). Cuando visito ciudades que no conozco, o revisito ciudades que ya conocí para solazarme otra vez en sus bellezas, suelo poner sus museos incluso si son museos de mucho ringorrango, o sobre todo si no lo son en la zaga de mis preferencias; con lo que no es infrecuente que, engolfado en la contemplación de otros monumentos que salen a mi encuentro, abandone las ciudades sin pisar sus museos. Este desapego mío hacia los museos nada tiene que ver, desde luego, con la inquina furibunda que les profesaban los vanguardistas, hija del odio a la tradición artística que los precedía (odio, por lo demás, que era puro aspaviento, pues bien que se dedicaron a copietear a los maestros); tampoco, por cierto, con ese resquemor que despiertan entre los turistas exhaustos, a quienes siempre se ve en los museos con los pies escocidos y el alma derrengada, buscando una esquina en la que poder aquietar el mareo o empacho de belleza acumulada (aunque, por supuesto, me solidarizo con tales turistas, pues un museo que nos deja exhaustos no es museo, sino cámara de torturas).

La razón principal de mi antipatía hacia los museos es que el arte (cuando es verdadero) es un organismo vivo que solo puede ser entendido cabalmente cuando se halla en el lugar para el que fue concebido; y que, cuando es trasplantado, desenraizado de la causa que le presta su razón de ser, se amustia y vacía, hasta convertirse en una carcasa hueca, carente de significado o dotado de un significado desvaído que solo puede ser vislumbrado a través del intelecto. Pero el arte verdadero no es aprehendido a través del intelecto, sino que exige una donación completa de uno mismo, un acto casi reflejo de entrega y adoración al que se suma todo nuestro ser. El museo, al igual que el zoológico o el acuario, separa un organismo vivo de su hábitat natural, lo condena a un ostracismo melancólico (obsérvese la tristeza que ensombrece la mirada de los animales enjaulados) y trastorna por completo su razón de ser, igual que el cautiverio trastorna los hábitos alimentarios de los animales.

Así, en la misma sala de un museo, pueden compartir espacio una sublime Madonna que fue encargada para coronar el retablo de una iglesia de pueblo, una escena mitológica concebida para recreo de un mercader voluptuoso o salidín y el retrato de un cardenal malévolo que durante siglos fue criando arrugas y sombras tenebristas en el gabinete de un palacio episcopal. Extraviada la razón por la que fueron creados, arrancados del ámbito donde cobraban sentido, tales obras dejan de ser organismos vivos para convertirse en piezas del taller de un taxidermista. Han dejado de ser arte verdadero para convertirse en arqueología; y su acumulación se convierte, en verdad, en un espectáculo tedioso, acumulativo, cargante, incluso hórrido (sobre todo cuando se llevan recorridas treinta o cuarenta salas).

Los museos, digámoslo pronto, son el fruto de muchos expolios (por eso a los ingleses les gustan tanto) que se exhiben orgullosamente, como antaño los salvajes exhibían las cabezas de sus enemigos ensartadas en una pica. Aunque suelen presentarse como hijos de las luces y de la Ilustración, lo cierto es que los museos son hijos de las sombras y de la rapiña, almacenes donde se apilan obras procedentes de desamortizaciones y saqueos, conquistas y sacrilegios que impidieron que las obras de arte puedan ser contempladas en el lugar para el que fueron concebidas. la penumbra de una capilla, el gabinete de un palacio ducal, el claustro de un monasterio, el tocador de una princesa, el sagrario de una parroquia campesina; y que impiden lo cual es aún mucho más grave que quienes obtenían de aquellas obras algún tipo de consuelo estético o espiritual puedan seguir obteniéndolo. Esto en lo que se refiere a los museos clásicos, nacidos al aroma o pestilencia de la Ilustración; de los más modernos, meros nidos de urraca donde se amontonan maulas y pacotillas, mejor ni hablar.

Hay algo soberbio y lastimoso en ese afán por atesorar y amontonar obras de arte, a cambio de dejarlas sin sangre en las venas, como animalitos conservados en frascos de formol. Sospecho que en ese empeño desquiciado de amontonar obras de arte, tan propio de gente endiosada, subyace cierta envidia de Dios y de las bellezas de la Creación. Solo que las bellezas de la Creación se renuevan despreocupadamente cada día, mientras que las bellezas que salen de la mano del hombre, conservadas de forma artificiosa en los museos, se convierten en organismos fósiles.