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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Apología del gordo

Juan Manuel de Prada

Sábado, 14 de Marzo 2015

Tiempo de lectura: 3 min

Basta observar la obsesión que hombres y mujeres muestran por mantener la línea para confirmar que la tan cacareada 'igualdad de sexos', lejos de 'liberar' a la mujer, ha igualado a hombres y mujeres en la servidumbre y el gregarismo, en la majadería y el sometimiento lacayuno a cánones estéticos grotescos y obsesiones salutíferas idiotizantes. Mens stulta in corpore sano, parece ser el lema epiceno o bisex de esta época calamitosa, en la que las mujeres, lejos de renegar de las dietas y de las fajas estranguladoras de sus mollas, se han apuntado también a esa modalidad quirúrgica de la faja llamada liposucción; y en la que los hombres, que antaño paseaban tan pimpantes sus orondas barrigas, se extenúan en esos manicomios con olor a sobaquina llamados gimnasios, para reducir su perímetro abdominal (a la vez que le ponen los cuernos a su mujer con una monitora machuna e inflada de anabolizantes). Ser gordo, en fin, se ha convertido en un acto de distinción y aristocracia.

Decía Charles Laughton que los tiranos más crueles son infaliblemente flacos; y Balzac señalaba que, cuanto más delgado es el escritor, más propende a la envidia, el resentimiento, la infecundidad y el barullo sintáctico. Tal vez ambos (puesto que eran gordos apoteósicos) barriesen para casa, pero es una evidencia que todos los mandamases de la Unión Europea, esos tiranos disfrazados de eficientes burócratas, son flacos como anchoas; y también que los escritores más revirados y consumidos por los celos se preocupan mucho de mantener la línea. A los gordos, en cambio, nos asiste la virtud de la apacibilidad; y tenemos un aplomo, una forma de llenar el traje y de repantigarnos en el sofá que transmite confianza, empaque, sosiego y majestuosidad. No negaré que haya gordos histéricos y culebrillas, acomplejados y cagapoquitos; pero estos gordos indignos no son sino flacos que viven prisioneros dentro del cuerpo del gordo, flacos disfrazados de gordo a los que conviene encerrar de inmediato en un manicomio con olor a sobaquina, para que se froten la cebolleta con una monitora machuna e inflada de anabolizantes, mientras recuperan su verdadero ser. Dios pudo haber creado al hombre como un manojo de huesos tapizados de piel; pero quiso que la gordura protegiese nuestros huesos, los acolchase, los abrigase cariñosamente, dotándolos al mismo tiempo de estabilidad, pues sabía que los huesos son la parte más delicada de nuestra anatomía, y la más necesitada de una mullida amortiguación.

Pero las grasas abundantes no sólo sirven como almohadas de los huesos, sino que son un reclamo irresistible para el amor. Está demostrado que los hombres gordos somos los amantes más abnegados, pues nuestro abrazo siempre resulta más tierno y arrebatado (¡y también más arrebatador, porque arrebata el aliento!), e infinitamente más cálido (cosa que se agradece mucho en las noches más crudas del invierno). La mujer necesita sentirse acunada y arrullada por el hombre de sus sueños; y no hay mejor hombre de los sueños que un gordo sin complejos, en el que la mujer puede envolverse como en un edredón nórdico, y arrellanarse sobre él como se arrellanaría sobre un confortable diván con cojines, y navegar dentro de él como si lo hiciese por el estómago de una plácida ballena. Nadie como el gordo inspira estos sentimientos en la mujer, que además desconfía (¡y con razón!) del hombre que tiene menos centímetros de cintura que ella, obsesionado por mostrar dotes de acróbata o contorsionista. Frente a este tipo de hombre tarambana o espíritu de la golosina se alza el gordo sin complejos, que pone toda su carne en el asador y se centra en lo que hay que centrarse, con insistencia y consistencia. Por último, aunque se diga que el hombre gordo es una carga excesiva para el presupuesto doméstico por gastar mucho en comida, lo cierto es que sale mucho más caro el hombre obsesionado por guardar la línea, con sus suscripciones al gimnasio, sus ridículas ropas deportivas (¡esas zapatillas fluorescentes!), sus complejos vitamínicos y sus remedios contra la jaqueca. No hay hombre más amante, fiel y agradecido que el gordo; y esto la mujer que lo probó lo sabe.

Yo doy todos los días gracias a Dios por hacerme y mantenerme gordo y por permitirme disfrutar de delicias que están vedadas a los flacos. Y cada vez que un flaco me mira con tirria, recuerdo aquella anécdota de Bernard Shaw y Chesterton. Si yo estuviera tan gordo como usted bromeó Shaw, me ahorcaría ; a lo que Chesterton repuso, beatífico. Tranquilo, si algún día decido ahorcarme, lo usaré a usted como soga . Dicho lo cual, siguió siendo su amigo, porque los gordos somos un cacho de pan.

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