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PATENTE DE CORSO

Abuelos, batallas y sables

Arturo Pérez-Reverte

Sábado, 13 de Junio 2015

Tiempo de lectura: 3 min

De vez en cuando saco brillo a los sables. Cojo limpiametales y una lata de cera y me siento con uno de ellos a pulir la hoja y la vaina. Cada uno lleva cosa de media hora. Con el tiempo reuní varios que no están mal. unos son herencias o regalos de amigos y otros los adquirí en anticuarios. Alguno tiene para mí un significado especial, como el de cosaco de la Revolución Rusa. una buena pieza de hoja recia, que lleva el cuño de la estrella soviética. Otro que aprecio es el sable de abordaje inglés de Trafalgar. una herramienta tosca, de hoja ancha, que sólo sirve, o sirvió, para dar tajos. Muy lejos de las piezas elegantes que se lucían en paseos y salones.

Tengo otros sables más bonitos o historiados -uno me lo regaló el muy querido actor Sancho Gracia-, aunque mis favoritos son los de caballería, como el modelo Puerto Seguro, con el que el regimiento Alcántara cargó en Annual. hoja recta y cazoleta cerrada. Gracias a mi amigo el pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau, y sobre todo al anticuario Lluc Sala y la formidable tienda de armas originales que tiene en Olot -catalán de toda la vida, Lluc es el más joven y brillante experto en armas antiguas que tenemos en España- , he podido reunir, documentándolos bien, todos los modelos de sable de caballería que se utilizaron aquí en el siglo XIX, desde el inglés de hoja ancha de 1796 hasta los que se batieron en América y en las guerras carlistas. Son piezas soberbias con gavilanes de bronce, que todavía te estremecen con su sonido metálico cuando se deslizan fuera de la vaina. Herramientas perfectas en su género, fabricadas para la más bestial tarea de la que el hombre tiene memoria. Para combatir a sablazos.

Otra de esas piezas resulta especial, no por el sable en sí -un sólido modelo francés de caballería-, sino por el lugar donde está colocado. junto a un busto de bronce de Napoleón, una medalla militar, un marco con flores secas y un viejo retrato. En el retrato figura un anciano corpulento, con la misma medalla colgada en la solapa, fotografiado en Cartagena, España, donde la vida acabó llevándolo. Se llamaba Jean Gal y era abuelo de mi bisabuela Adela Replinger Gal. La medalla es la de Santa Helena, concedida en 1857 a los veteranos supervivientes de las campañas del emperador; y en cuanto a las flores secas, proceden del campo de batalla de Waterloo, donde, dentro de cuatro días -18 de junio- hará doscientos años justos, ese anciano de anchos hombros, que entonces tenía dieciséis y era granadero en un regimiento de infantería de línea, combatió durante todo el día contra los ingleses de Wellington antes de que, derrotado el ejército, deshecho su regimiento, tuviera que huir por los bosques y caminos embarrados, perseguido por la caballería prusiana.

Visité Waterloo por primera vez siendo aún muy joven, un día de llovizna y bruma gris. Fui allí con las historias familiares frescas en el recuerdo, tras haber releído algunos libros para estar a tono -aún llevaba La cartuja de Parma de Stendhal en la mochila-, y recorrí los viejos lugares de aquel campo de batalla, del paisaje que el amor de los belgas por su Historia y su memoria ha mantenido casi idéntico al de 1815. Estuve en el camino alto, donde los cuadros ingleses resistieron las cargas de caballería y el ataque de la Vieja Guardia, en Hougoumont, donde se peleó por cada ladrillo de la casa, y en la Haie Sainte, que acabó incendiada. Pisé la hierba mojada que pisó el abuelo y me retiré con él por el camino de Charleroi, imaginando a aquel muchacho, alistado sólo un par de meses antes, tras su primer y último combate, huyendo de los húsares prusianos que acuchillaban sin piedad a los fugitivos. En aquel melancólico paseo de recuerdos familiares y lecturas -después tendría mis propios libros y mis propios recuerdos- me detuve conmovido bajo la lluvia que arreciaba, junto al monumento del águila herida, donde el último cuadro hizo frente a los ingleses. Quizás al granadero Jean Gal le habría gustado saber que uno de sus nietos estuvo allí, recordándolo. Y que sigue haciéndolo cada vez que vuelve a Waterloo, o cuando limpia viejos sables y piensa en los hombres singulares que los manejaron. En chiquillos de dieciséis años que tal vez gritaron, con ellos en la mano, su miedo y su valentía en antiguos campos de batalla, cuando los hombres todavía no mataban de lejos, apretando cobardes botones, sino mirándose a los ojos, de cerca y cara a cara. Asumiendo el riesgo y el horror de sus actos. Próximos a la responsabilidad, la compasión y el remordimiento que ya en la vejez, al recordar, aún les arrancaban lágrimas.

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