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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Seiscientos

Juan Manuel de Prada

Sábado, 05 de Diciembre 2015

Tiempo de lectura: 3 min

Entre los fetiches que llenaron mis días infantiles, junto al baby de cuadros lleno de churretones, junto a la peonza de madera lastimada y los cromos manoseados de futbolistas y los tebeos del Capitán Trueno, figura el Seiscientos familiar, aquel Seiscientos de carrocería azul que mi padre compró a plazos. El Seiscientos familiar fue la guardería ambulante en la que crecí, incubado por el calor anciano de mis abuelos y por el calor núbil de mis padres, que cultivaban ciertas querencias rurales o pueblerinas y aprovechaban los fines de semana para escaparse de la ciudad. El Seiscientos familiar era rechoncho y lentísimo, como un escarabajo del asfalto aquejado de reuma, pero a mí se me antojaba un bólido de proporciones mastodónticas. Recuerdo que sus asientos, de skay descascarillado y apenas mullido, me transmitían, sin embargo, una sensación de voluptuosa comodidad. El Seiscientos familiar, a poco que estuviese expuesto al sol, se recalentaba como un horno, y su carrocería desprendía unos efluvios achicharrantes, como de fragua que trabajase a destajo; pero a mí no me importaba, porque aquel calor aturdidor e insalubre me hacía albergar la fantasiosa idea de que mi familia disponía de una sauna nómada. En invierno, por el contrario, cuando las heladas descendían sobre su motor con su caricia de carámbano, el Seiscientos se negaba a arrancar, y su respiración se hacía bronquítica, hasta que por fin mi padre, después de varias tentativas fallidas, lograba ponerlo en marcha. Al final del trayecto, me gustaba colocar las manos encima del capó del Seiscientos, para sentir su latido todavía febril, su temperatura tibia y casi animal, como de potro que aún no se hubiese repuesto del galope.

Solíamos emplear el Seiscientos en trayectos poco ambiciosos, salvo durante el verano, que nos acompañaba en nuestras vacaciones a los balnearios de Verín, cuyas aguas eran el elixir que mis abuelos ingerían para mantenerse ternes. Llegamos a viajar hasta seis personas en aquel Seiscientos intrépido (mi hermana Transi no tardaría en incorporarse al elenco familiar), además de un equipaje de maletas reventonas y sillas plegables de lona que había que amarrar en la baca, porque en su interior apenas cabía un alfiler. Viajábamos como sardinas en banasta, procurando encajar nuestros culos en el espacio exiguo, pero éramos dichosos como cíngaros que han crecido recorriendo los infinitos caminos del atlas; y madrugábamos mucho para aprovechar esas horas que flanquean el amanecer, cuando el tráfico se hace más fluido y el paisaje circundante tiembla aterido, como si Dios lo acabase de inaugurar. Mi abuela Ceferina, que era una devota insomne, rezaba unos cuantos padrenuestros y avemarías, para santificar el viaje y convocar a los ángeles tutelares de la familia, y mi madre empezaba a canturrear con un fervor ingenuo aquella melodía machacona que hizo época entre los conductores españoles. ¡Adelante el hombre del Seiscientos! / ¡La carretera nacional es tuya! , etcétera, etcétera.

A veces mi hermana Transi se zurraba los pañales y llenaba el Seiscientos con el olor cálido y pacificador de la mierda; entonces, había que bajar las ventanillas a golpe de manivela y asomar la cabeza al aire estremecido de la mañana. El Seiscientos dejaba a su paso una estela de viento que alborotaba mis cabellos y me hacía sentir un héroe mitológico cabalgando en el corcel de las nubes. Por la zona de Sanabria, la carretera se hacía sinuosa y ascendente, y al llegar a los puertos del Padornelo y la Canda, el Seiscientos empezaba a gruñir, como una bestia herida de muerte. Mi abuelo Juan Manuel, que había sido taxista allá en los años del estraperlo, no paraba de darle consejos de perro viejo a mi padre, hasta lograr exasperarlo. A cada curva, el Seiscientos nos zarandeaba de un lado a otro, como una atracción de barraca, y todos reíamos con esa alegría primitiva y satisfecha de los pobres que nada temen porque nada tienen, sino a Dios. Verín se hallaba en un valle, enterrado en el silencio de la mañana; y, apenas lo avistaban, mis padres gritaban con exultación. ¡Verín a la vista! , y todos prorrumpíamos en muestras de algarabía, salvo mi abuela, que se santiguaba agradeciendo el auxilio divino. También el Seiscientos respiraba con alivio, como si se le hubiese desvanecido de repente su perpetua bronquitis.

Llegó un día en que tuvimos que deshacernos del Seiscientos, exhausto de kilometraje y de madrugones. Una tristeza del tamaño del universo descendió sobre mí, como si de repente mi niñez quedase abolida. Otro coche menos diminuto y maltrecho vino a sustituirlo, pero no era lo mismo. La vida nunca volvería a ser la misma.

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