Borrar
MI HERMOSA LAVANDERÍA

Vanessa

Isabel Coixet

Martes, 18 de Julio 2017

Tiempo de lectura: 2 min

Cuando yo tenía nueve años, mis padres, casi todos los jueves, me llevaban al cine de nuestro barrio. Esos jueves de sesión doble de cine, wésterns, dramas, comedias, intriga, Disney, musicales, marcaron para siempre mi vida de espectadora y cineasta, cosa que nunca les agradeceré lo suficiente. Recuerdo el olor a caramelos de menta de la sala, el rojo de las butacas, ese momento mágico cuando se apagaban las luces: la felicidad. Una de las películas de uno de aquellos jueves -no recuerdo la otra- era Isadora, de Karel Reisz con Vanessa Redgrave encarnando a la genial bailarina. No alcancé a entender del todo la película, pero me fascinó absolutamente y recuerdo algunas de sus imágenes vivamente: Isadora, de niña, quemando el certificado de matrimonio de sus padres, un pícnic con fresas y champagne y bailarinas vestidas de blanco, los colores marrones y negros de los gorros rusos... Sé que esa cinta fue definitiva a la hora de plantar una semilla en mí, que hizo que me dedicara a mi profesión, y que el rostro de Vanessa Redgrave se me quedó grabado en la retina, como ningún otro rostro de la historia del cine. Hoy, en esta noche mallorquina, gracias a Filmin y al Festival Atlántida, estoy sentada al lado de Vanessa Redgrave. Es un extrañísimo sentimiento: entre solemne y familiar. Desde Isadora, Blow up, Morgan, Julia, Camelot hasta todas las veces que la he visto en el teatro -en Los papeles de Aspern o, hace poco, en El año del pensamiento mágico en Broadway-, es alguien a quien admiro profundamente como actriz y como activista. Alguien que jamás ha callado y que ha hecho oír su voz ante todo lo que le ha parecido injusto sin temor a represalias o consecuencias. Está aquí para presentar su primera película como directora, Sea sorrow, un documental sobre la crisis de los refugiados donde se nos recuerdan cosas como que el marco legal del estatus de refugiado obliga jurídicamente a los gobiernos europeos a acoger a los refugiados de cualquier conflicto armado; también se nos recuerdan las oleadas de refugiados que se produjeron en Europa a lo largo de todo el siglo XX, los traumas que cualquiera que se ve obligado a dejar su hogar sufre a lo largo de su vida o los textos de Shakespeare en La tempestad, donde se describen pasajes que muy bien podrían ser la voz en off del viaje atroz de tantas familias cruzando el Mediterráneo en embarcaciones a rebosar. Confieso que tenía un cierto temor a conocerla: a menudo las personas a las que admiramos no están a la altura del pedestal donde las hemos colocado, pero todos mis temores se desvanecen en el momento en que empezamos a hablar: es vivaz, inquisitiva, curiosa, divertida y fascinante. Y defiende su trabajo con pasión, inteligencia y energía. Pocas veces he conocido a alguien tan vital, tan joven, tan determinado y tan convencido. Hay una llama inextinguible en sus ojos: una llama que nada, ni siquiera toda el agua de este mar único que tenemos delante, testigo de maravillas y tragedias, podrá apagar.